Epígrafe: “Disculpe el señor, se nos llenó de pobres el recibidor y no paran de llegar, desde la retaguardia por tierra y por mar. ¿Quiere que les diga que el señor salió y que vuelvan mañana en horas de visita? ¿O mejor les digo como el señor dice: “Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita”? Joan Manuel Serrat
El decreto firmado por la presidente CFK la semana pasada, aquel por el que se suprime el inciso del artículo de una ley que prohibía al Estado tener una participación mayor al 5% en los directorios de aquellas empresas que fueron beneficiadas con las inversiones realizadas por las AFJP, desató la “necesaria” polémica de la semana.
Francamente hay poco que discutir sobre la cuestión. Cualquier accionista debería tener, en el directorio, el peso que le corresponde según el porcentaje de participación que posee en la empresa. Las razones por las cuales eso debe ser siempre así salvo en los casos donde el accionista sea el Estado, no se apoyan en ninguna lógica más que en la distorsión ideológica y militante que cala profundamente en cada suspiro nostálgico de aquellos buenos tiempos en los que “había consenso” y “había Washington”.
Sin embargo, creo que es posible vincular estos puntos de vista con toda una tradición liberal que fue y es parte de la historia de las ideas argentinas casi desde sus orígenes pero que se vio profundamente conmovida por la irrupción del peronismo que agrandaba al Estado y con él seducía a los “negros pata sucia” para que “cerquen la ciudad”. Dicho de otro modo, la desmedida reacción de un sector del empresariado, en particular, aquel vinculado con la corporación de medios, no hace más que actualizar ese ya atávico temor por el avance de los sectores populares, en este caso, claro está, identificados con un Estado que acaba siendo igualado con el gobierno, y al que no se le ahorran los calificativos de clientelar, totalitario, predador, etc.
Se da así la particular paradoja de que aquellos que acusan al gobierno de “setentista”, se excitan con un discurso decadentista que no difiere demasiado de aquel de los años cincuenta.
Los argumentos que los “cincuentistas” esgrimen contra los “setentistas”, encuentran una manifestación, como no podía ser de otro modo, en la literatura. En este sentido, una referencia obligada es aquel cuento de Julio Cortázar, de 1951, titulado “Casa tomada”, cuya aparente simpleza parece desnudar la manifestación inconsciente del estupor de las clases medias y altas, de izquierda y de derecha, frente al fenómeno peronista. En el cuento, usted recordará, los protagonistas, hermanos, dueños de una casa grande, son testigos del modo en que diferentes partes de la casa son ocupadas por personas desconocidas. El cuento no deja ver quiénes son ni qué hacen: simplemente se encarga de profundizar el temor que inunda a los hermanos que, en la medida en que los ocupantes van avanzando y cubriendo cada vez más espacio de la casa, acaban decidiendo retirarse de la misma. Temor a lo desconocido y puesta en tela de juicio de un espacio que parecía legítimo, se presenta con claridad como una de las fuertes cargas simbólicas de este clásico del autor de Rayuela. Por otra parte, a pesar de que quien escribe no está a la altura de las interpretaciones que grandes críticos literarios han hecho, con todo, si bien el anti-peronismo de Cortázar se hace, quizás, más patente en otros cuentos como “La Banda”, no es irrelevante remarcar cierto aspecto de resignación que inunda el final del cuento. Esto es, los hermanos no resisten la ocupación, más bien parecen intentar acomodarse, en lo posible, en aquel espacio que les va quedando hasta que finalmente deciden dejar la casa. Sin embargo, la comparación con el cuento tiene límites claros pues en la actualidad, las clases altas y alguna parte de las capas medias resisten con mayor vehemencia aquello que ni por asomo puede ser análogo al cambio cultural que implicó el advenimiento de Perón en 1945. Esto último no es un juicio de valor sobre la administración CFK sino simplemente un diagnóstico que surge de observar que las condiciones económicas, políticas y culturales de la Argentina, de la región, del mundo y del propio sistema capitalista, han cambiado drásticamente en los últimos 65 años.
Sin embargo, la lógica estructural de la argumentación sigue siendo la misma: lo que otrora era el fascismo y luego fue la revolución cubana, ahora se llama “chavismo”, categoría que viene encarnada en los sindicatos los cuales siguen siendo observados como la columna vertebral del modelo peronista; y lo que en su momento era “la subversión marxista” ahora es “La Cámpora”. Diferentes demonios para un mismo enemigo: el Estado, que, como ya se indicó, se lo iguala a “gobierno” y a “masas populares ignorantes y desdentadas”.
Pero la idea de la casa tomada, pensada como la metáfora que empuja los despropósitos histéricos de quienes buscan como socio al Estado sólo en las pérdidas, se hace más patente en la forma en que se interpretaron los fenómenos como la toma del Parque Indoamericano. Allí se observa en toda su magnitud una cosmovisión que hace de la propiedad privada el fundamento último de la libertad individual. En esta línea, la casa propia parece ser el único lugar seguro que la sociedad moderna nos ha dejado, el único espacio de “inmunidad” frente a ese exterior amenazante que viene en forma de “inseguridad”. Por esto mismo, cuando algunos diputados y otros tantos periodistas afirman que “primero ocupan un terreno público y luego van a ir a ocupar su casa”, están explicitando lo que consideran la peor de las amenazas que redundaría en la intemperie simbólica de la ausencia de fundamento y la completa orfandad. Se trata del avance de esos “otros” que vienen a quitarnos lo que nos es propio.
Este fantasma se reproduce en el conflicto por los directorios de las empresas con la particularidad de que “eso que viene” es el Estado. Esto conlleva a una interesante reflexión que, siguiendo con la literatura, podemos remontar a un ensayo de Borges, del año 1946, en el que afirma que los argentinos somos individuos antes que ciudadanos. Esto es, los argentinos no nos consideramos parte del Estado ni consideramos que sea necesario formar parte de las decisiones inherentes a lo público. Así, el Estado sería un “otro” que viene “desde afuera” como “el aluvión zoológico”, una masa con “mala calidad” de voto, con más hambre que educación y, por lo tanto, sensible a las prebendas o, en su defecto, a las amenazas.
Ese “otro” estatal ahora va por uno de los baluartes de la cosmovisión moderno-liberal: la libertad de empresa entendida como la manifestación de una naturaleza humana egoísta que en la prosecución de sus fines individuales redundaría en el beneficio de todos.
Dicho esto, se puede observar cómo la resistencia a un decreto que lo único que hace es anular un inciso que impedía al Estado controlar lo que las empresas privadas hacen con el dinero de los contribuyentes, se hace en los términos trillados y vetustos de la hegemonía de la peor cara del liberalismo, esto es, la de un liberalismo económico caricaturesco y fracasado que reacciona produciendo glóbulos blancos para expresar en sobreactuadas tapas blancas.
No es la primera ni la última batalla de una disputa que es mucho más que económica. Es una disputa cultural contra los que han hecho de los negociados a costa de nuestro dinero, un derecho adquirido mientras cantaban por los pasillos de las instituciones de los poderes del Estado, “Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita”.