En el marco de
la inocultable crisis del periodismo mucho se ha hablado de la fractura del
contrato tácito que se tiene con el lector, ese acuerdo básico que, idealmente,
estaba basado en la credibilidad del medio y que tenía como respuesta la
fidelidad de los lectores. Es que los tiempos de posverdad parecen haber
devenido tiempos de posverosimilitud y sobre todo de poscredibilidad, si se me
permiten semejantes neologismos. Será difícil encontrar una única causa a este
fenómeno pero sospecho que, aunque no sea fácil de entender, lo que ha sucedido
es que una categoría temporal como “la velocidad” ha reemplazado a una
categoría moral/cognoscitiva como “la verdad”. Dicho más simple, los medios
están hoy más interesados en ofrecer rapidez que una correcta y desinteresada
versión de los hechos. Para desarrollar esto, retomaré algunos aspectos de una
novela que el escritor argentino Ricardo Piglia publicara en 1992: La ciudad ausente. Se trata de una
novela que mezcla el género policial con la ciencia ficción y que en el
contexto de la dictadura militar tiene como eje principal una investigación
acerca de la denominada “Máquina de Macedonio”, esto es, un artefacto que había
sido creado para generar traducciones pero que, al cobrar autonomía, fue
realizando sus propios relatos. No es mi
intención desarrollar esta compleja novela en la que son abundantes los guiños
hacia autores como Jorge Luis Borges o Macedonio Fernández, entre otros, sino
detenerme en un capítulo de ella, bastante particular por cierto, denominado
“La isla”. En ese capítulo se desarrolla toda una teoría del lenguaje que me
permitirá ilustrar el sentido de estas líneas porque se trata de un lenguaje
completamente inestable, de mutación permanente, donde el significado puede
llegar a variar en microsegundos. Esto contradice la necesaria mínima
estabilidad que toda lengua debe poseer si es que queremos comunicarnos. En la
página 109 de la edición de 2013 publicada por Random House Mondadori, Piglia
lo expone así:
“El carácter
inestable del lenguaje define la vida en la isla. Nunca se sabe con qué
palabras serán nombrados en el futuro los estados presentes. A veces llegan
cartas escritas con signos que ya no se comprenden. A veces un hombre y una
mujer son amantes apasionados en una lengua y en otra son hostiles, casi
desconocidos” (109)
En esta isla
donde el Finnegans Wake de Joyce es
un texto sagrado por ser capaz de captar los pequeños, pero constantes, cambios
en el lenguaje, (lo cual lo transforma en un modelo del funcionamiento del
mundo), es imposible crear diccionarios y menos aún poder proyectar las
variaciones futuras de la lengua actual porque solo se puede hablar un idioma
por vez. Sin traducciones posibles, entonces, Piglia nos cuenta que quienes
persisten en crear diccionarios lo consideran casi un arte de la adivinación.
Pero donde
quisiera detenerme es en este pasaje de la página 113 porque, en el marco del
intento de crear un lenguaje artificial, aparece una definición que será muy útil:
“Todos los
intentos de construir una lengua artificial se han visto perturbados por una
experiencia temporal de la estructura. No han podido construir un lenguaje
exterior al lenguaje de la isla, porque no pueden imaginar un sistema de signos
que persista sin mutaciones (…) La evidencia vale lo que tarda una proposición
en ser formulada. En la isla, ser rápido es una categoría de verdad”.
La velocidad
como categoría de verdad es, entonces, la idea que quería transmitirles aquí
como uno de los aspectos centrales de la crisis del periodismo (y, me atrevo a
decir también, como uno de los ejes de la crisis de todo un conjunto de valores
que resultan relevantes al momento de vivir en una sociedad democrática).
Es que en el
nuevo contrato que establecen con el lector, como les indicaba al principio, los
medios privilegian brindar una información rápida postergando la pregunta
acerca de si ésta es o no veraz. Para explicar esto, al poscapitalismo con su
revolución tecnológica a cuestas y al nuevo modelo de negocios de los medios
cuya competencia es segundo a segundo y brinda la posibilidad de estar
observado todo el tiempo qué publica el rival, debe sumársele un enjambre de
lectores más preocupado por indignarse que por entender; más interesado en retwittear
que en reflexionar.
La rapidez
como categoría de verdad, o la rapidez como valor por sobre la verdad, barre,
al mismo tiempo, con la verosimilitud, porque en la voracidad de la indignación
somos proclives a compartir el disparate más grande. Y sin verdad ni
verosimilitud, naturalmente, la credibilidad ya no puede ser la razón por la
que un lector elige informarse por un medio en lugar de otro. O en todo caso,
se trata de una credibilidad que no se basa en la comprobación fáctica de los
enunciados sino en una relación casi mística o religiosa con un medio que
expresa la ideología con la que el lector comulga y le permite continuar en su
zona de confort, aquella en la que los malos son malos y los buenos son buenos.
Además, es
solo en el contexto de la velocidad como categoría de verdad, que la
actualización constante se transforma en un valor y supone una muestra más de
la imposición de la cantidad sobre la cualidad. Así, a un joven precarizado que
ingresa como redactor de un medio digital no se le piden noticias verdaderas ni
elaboraciones profundas, solo cantidad de publicaciones, novedad constante, y
así queda en evidencia otro reemplazo preocupante: el de “lo bueno” por “lo
nuevo”, esto es, otra categoría temporal, primo hermana de la velocidad.
Quizás porque,
como decía Piglia en el párrafo citado, “la evidencia vale lo que tarda una
proposición en ser formulada”, el imperio de la velocidad y la novedad hace que
en los tiempos donde Google lo almacena todo y hace que nuestras
contradicciones y la opinión de cualquier papanatas esté disponible al universo
para hacer de nuestro currículum un prontuario, paradójicamente, a nadie le
importa el archivo porque solo importa la producción de novedades. Y tal como expusimos,
éstas funcionan como microverdades o verdades evanescentes como publicación de snapchat en una web donde la información se agrega pero no se conecta y donde
todo es inestable porque está allí para ser reemplazado por otra microverdad
que probablemente contradiga a la microverdad anterior (si es que tiene sentido
hablar de contradicciones cuando ya no importa la verdad, claro).
Aquí termino
estas líneas. Ojalá le hayan dado algunos motivos para la reflexión. Por si
esto no sucediera, me abocaré rápidamente a escribir un nuevo artículo pues
puede que en el apuro usted crea que, por nuevo, será bueno y que, por ser
veloz, claro está, será verdadero.