Provocación y reacción. El
movimiento es diario. A veces lo inicia el vocero presidencial, aquel que
parece estar tomándose la revancha de todas las burlas recibidas desde chico;
en otros casos son las intervenciones del propio presidente, sea en sus
apariciones frente a su planta permanente de periodistas, sea a través de su
participación en las redes. Dime qué likeas y te diré quién eres.
La reacción es desordenada porque no
hay liderazgo. Lo realiza la clase política, los ciudadanos de a pie, los
usuarios de redes, algunos comunicadores. No está ni bien ni mal. Es lo que hay
y es bastante natural a poco más de 100 días de un nuevo gobierno que reemplaza
a un mal gobierno de 4 años.
¿Cuándo se va? Es la pregunta que
aparece en las conversaciones entre vecinos; o, para decirlo menos
golpistamente, ¿cuándo se hartará la gente? Y allí los sabios de café esbozan
sus hipótesis, hacen inducciones, hablan del territorio, se erigen en
termómetros del sentir de la calle… Y sin embargo, tras el ajuste más feroz del
que se tenga memoria, al menos en lo que respecta al tiempo utilizado para
hacerlo, el espejo de la ciudadanía devuelve el cachetazo de una mitad que
todavía le da crédito al gobierno.
Por qué sucede esto es una pregunta
más que pertinente, pero podría decirse que una de las razones es que todos los
actores de la política y el debate público sacan un rédito de este gobierno. Lo
habíamos mencionado aquí cuando, en septiembre de 2023, hablábamos de Milei
como un “candidato necesario” que permitiría volver a cierto “orden natural”,
aquello que el kirchnerismo había trastrocado. Aun con las disculpas por la
autorreferencia, en aquel momento decíamos que, en caso de triunfar Milei, los republicanos que son republicanos solo cuando son
oposición, abrazarían sus recetas liberales y volverían a preocuparse por la
división de poderes y los personalismos; que los programas progres de archivo y
panelismo gritón iban a volver a ofrecerse rebeldes y a hacer informes para
concluir que el problema de Milei era su misoginia y sus diálogos con los
perros clonados; que el debate de los 70 y la dictadura volvería al centro de
la escena para que los trotskistas marcharan por algo más que la agenda
identitaria de las universidades estadounidenses, y que los periodistas volverían
a usar el gesto adusto y a decir que están en contra de algún poder, tal como
sucedió en los 90 cuando, desde Página 12
hasta Nelson Castro, formaban parte del estandarte del progresismo moral
antimenemista.
Con Milei ya en el poder, podemos
agregar que la clase política en general también obtiene beneficios, por lo
pronto porque el actual gobierno está haciendo todo el trabajo sucio que le
permitirá, a quien lo suceda, iniciar la gestión con una mochila menos pesada.
Porque el actual gobierno se llevará todo el costo político de una reducción
drástica del déficit a costa de una megadevaluación del peso, despidos en el
Estado, licuación de salarios, eliminación de subsidios, recortes en las
jubilaciones, etc. Todo lo que el macrismo quiso y no pudo, algo de lo que el
kirchnerismo debió hacer y no quiso.
Ahora bien, ¿hay en la oposición hoy
alguna idea de qué hacer el día después, sea el 10 de diciembre del 27, sea
antes de esa fecha gracias a una eventual crisis social y política?
Sin dudas que la respuesta es “no” y
se trata de un escenario similar al de los últimos gobiernos donde las
oposiciones llegaban al poder más por el desgaste de los oficialismos que por
mérito propio. Estar fuera del gobierno embellece.
A su vez, a la necesaria
autocrítica, el kirchnerismo opone la salida fácil de la victimización y la
indignación diaria por redes, mientras llama “insensible” o “cruel” al gobierno
que dice gobernar para “los argentinos de bien” ¿Y las categorías políticas
para cuándo?
A propósito, si repasamos esta
última década, lo que observamos es un largo camino en el que, por prejuicio,
confusión o ignorancia, el llamado “espacio nacional y popular” fue
ofreciéndole sus “banderas” a una derecha que acabó, de una manera u otra,
asimilándolas. Lo más común y ya harto transitado, es el enfoque de la
inseguridad presuponiendo que la necesidad de “estar seguro” es solo una agenda
de las clases altas preocupadas por el orden material. Pero a esto podríamos
sumar una insólita disputa contra el ideal de la meritocracia como si este
fuese un valor “liberal” que no representa a las clases populares. La confusión
es tan grande que, en vez de, eventualmente, ayudar desde el Estado para
garantizar la igualdad de oportunidades que permita una “carrera” donde las
diferencias solo estén justificadas por el mérito, se acaba en la igualdad de
resultados a cualquier precio, esto es, muchas veces, al precio de igualar
hacia abajo y confundir mérito con individualismo y capitalismo salvaje.
Algo similar sucede cuando se
reemplaza a los trabajadores por una clase romantizada de lúmpenes y cualquier
grupúsculo minoritario que saque el carnet de víctima. Y lo hacen en nombre del
peronismo como si para Perón “lo popular” hubiera sido equivalente a “lo
marginal”.
Otro ejemplo, ya más cercano en el
tiempo, especialmente pospandemia, es el que se dio cuando en nombre de
reivindicar la igualdad, se le otorgó a la derecha la bandera de la libertad,
aquella que siempre hizo flamear la progresía contra la tradición y el orden
burgués pre 68. De esta manera, dado que hoy la progresía ha hegemonizado la
cultura, si la libertad para expresarnos, transitar, vincularnos, bromear,
comer, han devenido banderas de la derecha, la rebeldía no puede estar en otro
lugar que no sea, justamente, en esa derecha.
Incluso si vamos a casos concretos,
la confusión es evidente: el sector de la construcción informa 100.000 despidos
por la paralización de la obra pública y el gobierno anuncia la no renovación
de unos 70.000 contratos en el Estado, más por el rigor fiscalista del elefante
que entra al bazar, que por una evaluación sesuda y justa que distinga la gente
valiosa que trabaja con ahínco de la que no lo hace.
Frente a esta situación se oscila entre
defender los puestos de trabajo en el Estado en sí, en tanto presuntamente
intocables, y defender, pongamos, la existencia de una agencia estatal de
noticias como Télam. Y nótese que son dos cosas distintas porque si es por
garantizar el trabajo, bastaría con el traslado de los trabajadores, como ha
sucedido con el cierre de otras dependencias del Estado. Pero eso es distinto a
la discusión acerca de si debe existir una agencia de noticias estatal.
Ahora bien, si en vez de justificar
los gastos y la necesidad de contar con los puestos de trabajo para un correcto
funcionamiento del organismo en cuestión, la única bandera es “ningún despido
en el Estado”, lo que se está haciendo es darle la razón a Milei cuando afirma
que allí hay un privilegio. ¿O cómo creen que lo interpreta un cuentapropista o
alguien que, con un empleo en el ámbito privado, no goza de esa estabilidad
laboral? Si esa persona se pregunta, “¿por qué al empleado estatal no lo pueden
echar y a mí sí?” será una pregunta válida que demandará una respuesta incómoda,
la cual a su vez justificará, tal como sucedió durante la pandemia, que todo
trabajador “no estatal” vea, en la “intocabilidad” de los empleados estatales,
la existencia de un privilegio.
La lista de banderas entregadas a la
derecha continúa con banderas tales como la realidad, la biología, etc.
quedándole al progresismo el lenguaje y la ficción, como si gobernar fuera un
taller literario o un paper con la
bibliografía actualizada.
Con todo, esto no augura décadas de
paleolibertarismo en el poder. Es más, aun cuando este fenómeno de deriva en el
arco opositor se acentúe, es probable que el gobierno de Milei no reelija y
haya un espacio para el regreso de algún tipo de oposición, digamos, popular,
de centro izquierda, o lo que fuera.
Eso sí: esperar regresar al gobierno
para pretender recuperar o resignificar algunas de las banderas entregadas a la
derecha, supone perder un tiempo valiosísimo.
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