Finalmente llegó
el día y Trump triunfó con mucha más holgura de la que todas las encuestas
vaticinaban, llevándose los 7 “Swing States” y obteniendo más votos totales que
su rival, algo que en las anteriores ocho elecciones un solo candidato
republicano había logrado. Me refiero, claro está, a George Bush hijo en 2004.
Seguramente con
el correr de los días habrá tiempo para analizar con más precisión los números
y, con ello, las razones que los explican de manera más concluyente, pero al
menos preliminarmente algunos bosquejos más o menos sensatos se pueden
realizar.
A propósito,
hace algunos días leía Por qué se rompió
Estados Unidos. Populismo y polarización en la era Trump, un libro de Roger
Senserrich cuyo sesgo anti Trump es marcado pero que aun así ofrecía un apunte
a tener en cuenta: aun si Trump hubiera perdido esta elección, existen
condiciones estructurales que explican su emergencia. Trump no sería así la
anomalía sino uno de los retoños naturales de aspectos institucionales
generales insertos en el corazón de la república estadounidense, sumado a la
deriva adoptada por el partido republicano. En otras palabras, para Senserrich,
hay Trump porque Estados Unidos abrevó de una tradición poco democrática
existente ya en el espíritu de la Constitución legada por los Padres
Fundadores; una desigualdad estructural y nunca del todo resuelta entre norte y
sur; los cambios institucionales y en el sistema electoral que se empezaron a
dar especialmente a partir de los años 60, y el modo en que las alas más
reaccionarias del partido republicano se hicieron hegemónicas a partir de la
utilización de discursos populistas basados en el resentimiento.
Esta perspectiva
es de resaltar porque nos corre automáticamente del lugar común de un Trump
producto de un combo explosivo entre un giro reaccionario de las sociedades acaecido
por generación espontánea, sumado a Fake
News y gente muy mala diseñando algoritmos para manipular gente tonta y/o
protofascista. En todo caso, si hay algo que objetar al libro de Senserrich es
haber omitido la responsabilidad del partido demócrata en la irrupción de un
fenómeno como Trump. Porque, no hay que olvidar, la transformación de los
demócratas merece más que una mención a pie de página.
En este sentido,
algunos números preliminares elaborados por la CNN y El País ofrecen
datos interesantes, confirmando la mayoría de las tendencias que venían dándose
al menos desde 2016 y matizando, solo en parte, algunas otras. En resumidas
cuentas: entre los varones, Trump ganó por 10 puntos y, entre las mujeres,
perdió también por 10 aunque en 2020 había perdido por 15 puntos; entre los
jóvenes de hasta 29 años perdió por 13 pero, en ese segmento, en 2020, había
perdido por 24 frente a Biden; entre los blancos ganó por 12 aunque en 2020
había ganado por 17 y entre los negros perdió por 74 puntos, casi lo mismo que
en 2020. Donde se vio un importante avance de Trump es entre los latinos: en
2020 había perdido en esa franja por 33 puntos y, en esta elección, la
diferencia se achicó a 8 puntos.
Entre los
universitarios, Harris ganó por 16 puntos contra los 12 de diferencia que había
obtenido Biden, pero entre los no universitarios Trump ganó por 10 cuando 4
años atrás había ganado allí solo por 2 puntos.
En cuanto a las
zonas, Trump subió sustancialmente en el ámbito rural triunfando por 27 puntos
contra los 15 de diferencia obtenidos en la elección presidencial anterior y,
entre los considerados votantes independientes, Harris ganó por 5 puntos,
bastante poco si lo comparamos con los 13 de ventaja obtenidos por Biden en
2020.
Como les decía,
estos números en general confirman las tendencias y el perfil que fueron
adoptando ambos partidos en los últimos años. El partido republicano liderado
por un magnate ha logrado representar especialmente a la población de varones
blancos no universitarios, trabajadores de zonas rurales y/o de los viejos
cordones industriales, aquellos más afectados por la globalización. Del otro
lado, las grandes ciudades progresistas de las costas y con ello los
beneficiarios de las políticas identitarias, especialmente mujeres
universitarias y afroamericanos. Todo esto, claro, a grandes rasgos.
Si esto ya
supone desde algunos años poner todo patas para arriba, el abrazo a la lógica
populista que encarna Trump lo ha enfrentado, además, al Deep State, las grandes corporaciones y las usinas de hegemonía
cultural, esto es, los grandes medios y las universidades. Esto puede explicar,
como indicaba José Carlos Rodríguez en The Objective, https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2024-11-06/fracaso-izquierda-radical-estados-unidos/
que el 78% de las noticias acerca de Harris hayan sido en tono positivo
mientras que el 85% de las noticias sobre Trump hayan tenido el tono opuesto.
El fenómeno es
curioso: van a la universidad, lo primero que les enseñan es la palabra “subjetividad”
y luego les indican que toda reflexión sobre lo real se hace desde una determinada
perspectiva. Sin embargo, luego, ingenuamente, creen que su microclima es
representativo de la realidad. Pasó con toda la industria cultural, con
Hollywood a la cabeza, y pasó con los medios. Por cierto, tienen todo su
derecho a tomar partido y a hacer campaña por quien quieran. Lo que no pueden
es hacerlo y, al mismo tiempo, presentarse como neutrales. Algo similar sucede
con las audiencias: se quejan de la polarización, pero le exigen a sus diarios
favoritos que tomen posición; luego denuncian, con razón, a los forajidos que
tomaron el Capitolio pero callan sobre las políticas identitarias y de
ingeniería social que hicieron mucho más daño a la convivencia democrática que
ese lamentable suceso.
Hablando de
microclimas, una mención para las burbujas en las que se desenvolvieron muchas
encuestadoras y analistas. Si bien fue menos vergonzoso que lo ocurrido en
2016, volvieron a equivocarse y cuando el error siempre se repite para el mismo
lado, o supone un sesgo inobservado o es lisa y llanamente manipulación. En
cualquier caso es grave y el recorrido ya lo sabemos: inflaron los números de
Harris instalando una remontada épica para luego hablar de empate técnico hacia
el final y así convocar a la movilización del electorado. Ante el resultado
adverso, la excusa de siempre: el voto del candidato que no nos gusta da
vergüenza y la gente no lo menciona en las encuestas. Y todo cierra: nosotros
no nos equivocamos y el voto del otro es tan repugnante que sus votantes no se
atreven a expresarlo en público.
Llega entonces
el momento en el que las vanguardias esclarecidas del progresismo, dado que no
se animan fácilmente a afirmar que el pueblo se equivoca, indican que el pueblo
fue manipulado: Fake News, algoritmos,
Elon Musk y “los hechos alternativos” alguna vez reivindicados por la
administración Trump se unen para el combo exculpatorio perfecto.
Y por supuesto
que la derecha se pelea con la realidad cuando abraza un sinfín de delirios
conspiranoicos, pero la izquierda no se queda atrás cuando ha fracturado la
sociedad con una divisoria artificial y cuando incluye en el centro del debate
público a nivel mundial materias reñidas no solo con los valores occidentales
sino, lo más importante, contra toda verdad científica que no se ajuste a la
ideología del neopuritanismo disciplinador.
La negación de
la realidad que impulsa el progresismo se observa también en las respuestas a este
tipo de derrotas, siempre variadas, pero nunca adecuadas. A veces el argumento
es “faltó explicar mejor”. Es decir, es un problema de comunicación, de la
forma en que se transmiten contenidos y valores que, en caso de no haber
interferencias, convencerían a toda la ciudadanía. O sea, estamos en la verdad
y ustedes están equivocados. Solo nos falta explicarlo mejor para que la gente,
que es idiota, lo entienda.
En otros casos,
otro ensayo de presunta autocrítica amaga con revisar los fundamentos, pero
solo confirma los sesgos para radicalizarse. Así, si Trump gana no es porque
las políticas progresistas, en nombre del bien, le jodieron la vida a un montón
de gente inocente que de repente es acusada, como mínimo, de poseer privilegios
de los que carece, sino porque esas políticas no fueron lo suficientemente
radicales. En vez de frenar, reflexionar y observar por qué en todo el mundo
está sucediendo que hay una reacción por derecha, en particular, de varones
trabajadores, blancos y heterosexuales, pero también de mujeres que incluso
alguna vez pudieron abrazar ideas progresistas, la conclusión es que hay que
profundizar. Un “no nos equivocamos en lo hecho. Nos equivocamos en no haber
hecho más de ello”. Radicalizar siempre y, si es posible, con apoyo económico
del Estado o de las ONG. Pero el polarizador es el otro.
E insisto, a la
izquierda tampoco le importa la realidad, solo agitar el fantasma del monstruo.
Nadie sabe cómo pueden desarrollarse los hechos o si Trump enloquece y deviene
un líder fascista, pero lo cierto es que entre 2016 y 2020 eso no pasó. Es
decir, ya hay un antecedente y todas las distopías de progresismo de “espacios
seguros” no se cumplieron. Habrá sido un mal o un buen gobierno, con
características particulares que nos pueden gustar más o menos, pero lo hizo
dentro de las instituciones. Incluso fue juzgado y condenado en medio de la
carrera presidencial y también se lo implicó en los desafortunados episodios
del Capitolio donde su responsabilidad directa es más que discutible. Y
francamente, sea de izquierda o de derecha, salvo casos muy excepcionales, lo
mejor es que el candidato pueda presentarse en las elecciones y que sea la
gente la que elija. Los intentos de proscribir candidatos con artilugios
judiciales nunca acaban bien. Y no puede llamarse “Lawfare” solo cuando la persecución se hace sobre líderes de
izquierda.
Lo mismo sucede
con los “lenguajes de odio”. A Trump casi le vuelan la cabeza y hubo
aparentemente otros dos intentos de matarlo en los últimos meses. Por supuesto
que una de las consecuencias de las retóricas violentas puede ser que la
violencia vuelva sobre el emisor, pero ¿acaso no puede haber influido en la mente
de esos asesinos el hecho de que constantemente y durante años se instale que
ese señor es Hitler, Mussolini, que va a quitarle el derecho a las mujeres, a los
negros y a los gays…? ¿No es eso lenguaje de odio también? Porque nos puede
gustar más o menos, pero Trump no es nada de eso. No puede ser que, si el
atacado es de izquierda, la culpa sea del lenguaje de odio de la derecha, pero
cuando el atacado es de derecha, el responsable sea también el mismo lenguaje
de odio de la derecha. ¿El odiador es siempre el otro? ¿Las sociedades se
dividen entre los que aman y los que odian y, a su vez, cada uno de esos grupos
votan a partidos diferentes?
En cuanto a
política exterior, una vez más, ¿de dónde ha salido que con Trump es más
probable que se desate una guerra? Los antecedentes de su administración, donde
evidentemente logró controlar a “los halcones”, juegan a su favor y lo ha
repetido en campaña. Además, la administración Biden no ha contribuido a la paz
mundial, por cierto. Fueron más bien los demócratas los que abrieron y
continuaron batallas que algunos acusan hasta de genocidios, aunque, claro
está, son guerras que se libran con igualdad, inclusión y respeto por las
disidencias, excepto en el campo de batalla, claro.
En todo caso, lo
que preocupa a cierto establishment es el repliegue de Trump, tanto en lo que
respecta a su proteccionismo en el plano económico, como en lo que refiere a
una política internacional no atlantista que dé un vuelco tanto en Ucrania como
en el conflicto en Oriente Medio donde Biden y Europa han demostrado
incapacidad y complicidad en la extensión de unas guerras que pueden escalar de
manera dramática en cualquier momento.
Para finalizar, el
progresismo tiene un motivo para celebrar, por las mismas razones que el
progresismo, inconscientemente, celebró la llegada de Milei en Argentina: ahora
tiene en frente al mal encarnado contra el cual podrá ejercer el rol de víctima
esencial y abrazar la indignación diaria cuando tenga la razón y cuando no la
tenga también.
Pusieron una mujer no blanca a disputarle la
presidencia a la máxima expresión del monstruo, el monstruo perfecto, aquel que
condensa todo lo que hay que combatir: un hombre rico, vulgar, populista al que
acusan de misógino y homofóbico.
Lo enfrentaron
con la máxima expresión de la política identitaria del partido demócrata:
apoyada por el establishment, no importaba qué hiciera Kamala ni cómo fue
designada. Importaba lo que era, una mujer no blanca que, en tanto tal, debía
ser buena porque era de las nuestras.
Y perdió contra
el candidato contra el cual no se podía perder. Si les sirviera de lección para
revisar políticas de cara al futuro, tendríamos mejores gobernantes tanto de un
partido como de otro. A la luz de la historia reciente y de las primeras
reacciones, no parece que sea el caso.