domingo, 29 de septiembre de 2024

Yuval Harari y el fin de la historia (humana) [publicado el 17.9.24 en www.theobjective.com]

 

 De lo que estamos hablando es de la posibilidad de que la historia humana toque a su fin. No del fin de la historia, sino del fin de su parte dominada por los humanos”. El diagnóstico es sombrío. No lo dice Hegel ni Bradbury ni Fukuyama. Su autor es el historiador israelí, Yavul Harari, el mismo de superventas como Homo Deus o 21 lecciones para el Siglo XXI. La cita pertenece a su nuevo libro, Nexus, cuya edición en español acaba de ver la luz.

¿Cómo llega Harari a semejante afirmación? Lo hace indagando en las posibilidades que brinda la Inteligencia Artificial (IA) con esta particularidad que marca un antes y un después en la relación entre los humanos y la tecnología. Efectivamente, según Harari, estamos por primera vez frente a una tecnología capaz de autonomizarse, de aprender de sus propios errores y de tomar decisiones en pos de un objetivo, tal como se puede ver en los algoritmos de Facebook, diseñados por los ingenieros para lograr que el usuario pase más tiempo navegando en la plataforma. 

El punto es que la manera de alcanzar ese objetivo resultó imprevisible incluso para sus propios creadores. Efectivamente, los algoritmos entendieron que lo lograrían sugiriendo a los usuarios grupos, cuentas y noticias sensacionalistas, violentas y falsas que exacerbarían sentimientos como la indignación y el odio. Los resultados están a la vista en prácticamente todo el mundo y, en el mejor de los casos, contribuyeron a un debate público polarizado e impracticable; en el peor, fueron parte esencial de sucesos horrorosos. Para graficar este punto, el libro refiere a la persecución de los budistas sobre la minoría musulmana en Birmania apenas unos años atrás, con miles de asesinados y desplazados en lo que para Harari fue “la primera limpieza étnica de la historia en la que las decisiones de una inteligencia no humana tuvieron parte de la culpa”.

Incluso yendo un paso más allá, el autor de Sapiens indica que enfrentamos un escenario aun peor que el de las peores dictaduras del siglo XX. ¿Acaso se trata de que algún dictadorzuelo totalitario se sirva de la IA para generar sistemas de vigilancia y terror más eficientes? Eso puede ocurrir, claro. De hecho, la IA está siendo utilizada incluso en sistemas democráticos para crear sistemas de control. Pero Harari está pensando en la posibilidad de que una IA incluso pueda someter a las propias dictaduras a su control. La afirmación es temeraria, pero se sigue del libro que, para Harari, la peor dictadura creada por el Hombre es menos peligrosa que la hipótesis de una sociedad gobernada por una inteligencia no humana.     

El libro se llama Nexus porque su tema principal son las redes que han creado los seres humanos a lo largo de la historia, redes que están compuestas por la información que no es otra cosa que “el pegamento que mantiene unidas las redes”. Harari parece estar pensando en este punto en todo lo que constituye una cultura, una forma de ver el mundo, esto es, la información que eventualmente puede utilizar la ciencia para conocer, pero también los mitos, las ficciones, las fantasías sobre las cuales una civilización se constituye como tal. El peligro que encuentra aquí el autor es que, a diferencia de lo que ha sucedido a lo largo de la historia, es posible que una IA produzca por sí misma una red que daría lugar a una nueva civilización en la que los humanos podrían formar parte, pero sin ningún tipo de control sobre ella.  

En este punto, Harari intenta mediar entre dos miradas presuntamente radicales acerca de la información, las cuales, hay que decirlo, por momento aparecen como “hombres de paja”. En este punto, las críticas que Harari recibiera en sus libros anteriores respecto a cierta simplificación de algunas temáticas, podría sostenerse en este libro también. Naturalmente, sabemos que todo libro de divulgación supone generalizaciones y, con ello, pérdida de precisión, pero cuando en aras de divulgar, se tergiversa o se crean enemigos inexistentes, el sacrificio es demasiado grande.

Dicho esto, entonces, Harari pretende distanciarse del espíritu de Silicon Valley a quien acusa de defender una versión ingenua de la información, aquella que sostiene que mayor información supone mayor libertad y mayor acercamiento a la verdad. Harari da en el blanco en ese punto, más allá de que en la descripción de esta posición parezca estar hablando del neopositivismo vigente cien años atrás. Frente a ello, Harari afirma que hay información que no pretende representar nada, como las ficciones, las mentiras, los mitos, y que sin embargo son parte de nuestras redes, esto es, de lo que somos. De aquí que para el autor lo esencial de la información no sea representar la realidad sino conectar.

En el lado opuesto a esta visión ingenua de la información, Harari ubica a la mirada populista representada por figuras como Bolsonaro o Trump. Aquí la falta de precisión teórica es demasiado grande ya que Harari define el populismo como aquella cosmovisión que considera que no hay una verdad y que toda acción humana y toda información tiene como motivación final alcanzar el poder. El populismo aparece así como una suerte de relativismo nietzscheano pero su fundamento sería una mezcla entre Marx, Foucault y todos los gobiernos de derecha de la actualidad, trazando una línea de continuidad y una clave de lectura que, como mínimo, necesitaría mayor justificación.     

En el terreno de los pronósticos, antes que de que, eventualmente, pudiera darse la autonomización total de la IA, Harari plantea la posibilidad del surgimiento de un nuevo muro que dividiría al mundo en dos o más civilizaciones, y que sería un muro de silicio, constituido por chips y códigos informáticos. Dado que, como indicábamos antes, la misma IA es capaz de crear toda una red de sentido, el mundo dividido de esta forma sería incapaz de comunicarse entre sí y habría tantas realidades como redes civilizacionales. Esto es particularmente problemático, según Harari, porque, al igual que se da respecto al cambio climático, la solución frente al peligro de la IA no puede ser individual ni la puede llevar adelante un solo Estado. En este sentido, si bien no hay por qué ser original, Harari no es muy imaginativo. De hecho entiende que la solución es el fortalecimiento de instituciones globales y grandes acuerdos que comprometan a los Estados y, a través de ellos, a las grandes compañías, a establecer límites claros a una tecnología cuyo desarrollo es tan vertiginoso como imprevisible.

Para finalizar, digamos que más allá de que Harari es profundamente crítico de esa suerte de “ingenuidad” entre libertaria e iluminista que rodea el espíritu de Silicon Valley, es, sino indulgente, al menos ambiguo, cuando a lo largo de todo el libro oscila entre dos posturas en tensión. Es que, por un lado, aunque señala a Facebook, Youtube, Google, etc., como parte del problema y advierte de las derivaciones catastróficas de la IA, al mismo tiempo exime a las tecnologías de la responsabilidad con un argumento de sentido común pero lo suficientemente criticado en ámbitos académicos. Me refiero a la idea de que las tecnologías no son ni buenas ni malas, sino que son los humanos las que las utilizan mal o bien. ¿Se puede aplicar esta misma lógica a una IA autónoma capaz de, en palabras de Harari esclavizar o acabar con el género humano? El autor no responde con claridad este interrogante desde nuestro punto de vista.

Por último, cabe mencionar dos cosas: a favor de Harari, Nexus vuelve a acercar al gran público temáticas que, en general, son demasiado técnicas o lejanas. Lo hace con simplificaciones y exageraciones, pero hay otros que también simplifican y exageran, y no lo logran. Asimismo, es necesario decir que, al igual que sucediera con los libros anteriores, Harari parece no poder sacarse de encima el estigma de ser un autor del establishment, una suerte de heraldo de las alarmas (y las soluciones) que las elites comprometidas desean oír. Esto significa que aun cuando resulte crítico, los enemigos elegidos y las salidas sugeridas no escapan de cierto lugar común dentro del hegemónico espacio biempensante.

En la conjunción de estos dos elementos, en este “nexo”, puede haber una clave y una garantía de un nuevo éxito editorial. 

       

 

sábado, 21 de septiembre de 2024

Podemos ser héroes (solo por un día) [editorial de No estoy solo del 21.9.24]

 

En política, el uso de las hipérboles es todo un arte que requiere un timing preciso. La hipérbole es una figura retórica que remite a la exageración minimizando o agrandando una cosa, una idea, una noticia. Descartes, por ejemplo, cuando utilizaba como método dudar de todo para llegar al famoso “pienso, luego existo”, utilizaba la duda de manera hiperbólica.

Ahora bien, nadie puede sostener de manera constante un discurso de exageraciones sin deslegitimarse ni perder credibilidad, y quienes son figuras públicas deberían saberlo, especialmente cuando están al frente de sociedades cambiantes y con tantas demandas insatisfechas.  

Llamar “héroes” a diputados que votaron lo contrario de lo que habían votado 15 días atrás, es una provocación, una disputa por el sentido y un ejemplo de una larga lista de hipérboles entre las que se encuentra el 17000% de inflación o autopercibirse el máximo representante de las ideas de la libertad a nivel galáctico.

Porque la inflación heredada, sumada a la contenida debajo de la alfombra, era una bomba, pero no era 17000%, y Milei tiene reconocimiento a nivel mundial pero probablemente más como una curiosidad, una extrañeza, un experimento. Es un mérito de él y no le debe nada a nadie. Y es más que suficiente. Por eso no hace falta exagerar. Lo mismo sucede con los diputados. No hacía falta decirles “héroes” habiendo tantos términos para catalogarlos; no hacía falta tampoco un asado celebratorio.

Alguien en el gobierno pareció tomar nota del error y, a duras penas, desde la casa Rosada se apuraron en aclarar que cada comensal pagaba su parte de su bolsillo, lo cual, no deberíamos olvidarlo, es un bolsillo que se conforma con un salario pagado por los contribuyentes. Eso sí: no sabemos quién se encargó de la ensalada y las papas fritas o si algún vegano llegó ya comido desde casa.

Pero posarse en quién paga el asado es una chicana chiquita, un poco de su propia medicina al presidente, que no va al fondo de la cuestión. Más interesante es el eje de la provocación y de la disputa por el sentido. En este último caso, el gobierno intenta relacionar la heroicidad con mantener a raya las cuentas públicas. Es la primera vez que esto sucede, porque Argentina suele reservar el término de héroes a los soldados de Malvinas o a algunos de nuestros próceres, eventualmente, a alguna gesta deportiva. Pero es la primera vez que remite a una operación administrativa. Allí una vez más la hipérbole: Milei tiene razón en defender el superávit fiscal e instalar el valor de ello ha sido su mérito. Pero hacerlo a costa de ajustar a los jubilados es algo que se puede intentar explicar refiriendo a la insostenibilidad del sistema, etc., pero nunca una cosa de “héroes”.

Esto se conecta con la cuestión de la provocación que, y ese sería el aspecto más grave, parece ser solo el síntoma de algo más profundo. Es que hay muchas maneras de recortar a los jubilados. Aquí lo mencionamos la semana pasada: tanto el gobierno de Macri como el de Alberto Fernández le hicieron perder poder adquisitivo. Incluso hasta podríamos decir que el gobierno de CFK vetó la ley del 82% móvil que le había impuesto la oposición para hacerle pagar el costo político al gobierno que se jactaba de haber recompuesto las jubilaciones y ampliar la cobertura. Pero, sea por convicción o por hipocresía, ninguno de los gobiernos mencionados hacía de ese recorte un acto de heroicidad. A lo sumo echaban culpas o pedían disculpas por no encontrar otra salida. Pero todos tenían claro que un recorte no se festeja.

Y ahí aparece aquello que, les decía, está por debajo del síntoma de la provocación. Me refiero a un distanciamiento entre el gobierno y la sociedad. ¿Se trata de una novedad? No. Por sus propias características, nunca se trató de un gobierno o de un líder cercano a la gente más allá de que es absolutamente cierto que a través de Milei se canalizó el sentimiento de hartazgo de la mayoría de los argentinos. Aun así, no dejó de tener bastante de laboratorio todo lo que rodeó a Milei, sumado a esa gran cámara de eco que son las redes, aquellas que, para el gobierno, son el termómetro popular. Agreguemos a esto las características mesiánicas y místicas del propio presidente y nos encontraremos ante un escenario peligroso para la sostenibilidad del gobierno porque lo más probable es que cuanto más grande sea la ruptura con la gente, más ensimismada devenga la administración. 

Para finalizar, digamos que el gobierno está aprovechando, o desaprovechando, justamente, los tiempos de la luna de miel con la sociedad. Un tiempo que ha sido particularmente generoso con él y que se explica por el horror de la administración anterior, el factor novedad y su éxito para bajar la inflación. La luna de miel en política es un tiempo en el que los errores parecen no pagarse, pero nunca dura mucho tiempo. Las administraciones, claro está, suelen confundirse y creer que ese estado de cosas acompañará todo el mandato. Pero no es así. Un día se quiebra. A veces es un hecho puntual, como pudo ser la foto de Olivos. A veces es una sucesión de pequeñas cosas que van horadando lentamente. A veces son las dos cosas. Pero un día, las balas que rebotaban empiezan a entrar todas y allí los gobiernos tienen que estar preparados. Podríamos incluso pensar los tiempos administrativos como una carrera alocada por fortalecerse políticamente y demostrar buenas acciones de gobierno, antes que las balas comiencen a entrar. Porque indefectiblemente les sucede a todas las administraciones. Las más exitosas tienen más espalda para soportarlo. Al resto les puede costar caro.

Está a la vista que este es un gobierno débil y que todo el arco político y una mitad de la sociedad está esperando el momento en que empiece a resbalar. Las hipérboles y sobreactuaciones como única respuesta a todo, más que un estilo de gobierno, parecen denotar falta de astucia y, sobre todo, ensimismamiento. El mismo que se observa cuando se le adjudica heroicidad a un recorte en el gasto.

Y algo más: el vaciamiento del sentido de las palabras, también se paga y, en este caso, es acorde a estos tiempos donde nada importa ni dura demasiado. Si héroe es un tipo que vota una cosa y a los 15 días vota otra; si héroe es un tipo que celebra un recorte en el poder adquisitivo de los jubilados y se lleva como premio una palmadita, alguna prebenda y un asado, ser un héroe significa otra cosa o, lo que es peor, ya no significa nada.

No encontré ninguna crónica que lo mencionara, pero hubiera sido justo que el asado no culminara con Panic Show de la Renga y el presidente cantando “Hola a todos, yo soy el león”. Era momento de la otra playlist. Aquella algo más sofisticada que empieza con ese himno de David Bowie cuyo estribillo reza: “Podemos ser héroes, solo por un día”.           

           

miércoles, 18 de septiembre de 2024

El Gran Hermano ordena ser libres (publicado el 10/9/24 en www.disidentia.com)

 

Aunque 1984, la famosa novela de George Orwell, continúa siendo una referencia obligada al momento de denunciar cualquier tipo de totalitarismo, en el último tiempo se ha transformado en noticia por razones que exceden a la obra. En particular, si no era suficiente con la cínica reapropiación que la industria del entretenimiento realizara de un Gran Hermano devenido formato televisivo adorado por jóvenes que no quieren escapar de su mirada, sino ser vistos, en ocasión de cumplirse los 75 años de la publicación del original, nos encontramos con la decisión, de los herederos de la obra, de realizar una reescritura de 1984 en clave feminista.

En la nueva versión, a cargo de Sandra Newman, titulada, justamente, Julia, por el nombre de la compañera de Winston Smith, el protagonista original es solo un “viejo triste de 40 años” con dificultad para tener erecciones; el Estado autoritario se reduce a una máquina sistemática de agresión contra el cuerpo de las mujeres; el Gran Hermano es un señor de carne y hueso acabado e incontinente, y el verdadero amor, prohibido por el Partido, es el amor entre mujeres. Asimismo, nuestra protagonista es víctima y empoderada a la vez cuando acaba ejerciendo la prostitución por orden del Partido, pero escribe novelas pornográficas en el ministerio de la verdad y tiene sexo frente a las telepantallas para calentar a los fisgones.

Pero si de empoderamiento hablamos, el punto cúlmine se da cuando torturan a Julia poniendo una rata para que le coma el rostro y, a diferencia de lo que sucedía con Smith en el original, nuestra protagonista abre la boca, espera que la rata meta la cabeza y allí, de un mordiscón, la decapita. Sí, la novela que como nadie había denunciado las pretensiones totalitarias de la reescritura de la historia, acaba siendo reescrita.

Llegados a este punto, cabe preguntarse, ¿pueden, en 2024, las viejas categorías orwellianas, o lo que queda de ellas, ser útiles para describir fenómenos del presente? La respuesta es sí, pero solo en parte.

Porque, efectivamente, goza de una increíble actualidad el ya mencionado ministerio de la Verdad que se encargaba de reescribir los documentos para beneficio de los intereses presentes del Partido. La aplicación retrospectiva de la moral presente, con simbólicos derribos de monumentos y revisionismos que no buscan objetividad sino revanchismo, son una buena muestra.

Ni que hablar de la Policía del pensamiento, hoy compuesta por patrullas de justicieros con teclado, individuales y anónimos, dispuestos a actuar como enjambre contra cualquiera que ose correrse del canon hegemónico.

Lo mismo podría decirse de las telepantallas que, en el original, tenían una doble cara. Esto es, como sucede hoy con nuestros smartphones, las telepantallas funcionaban como televisores a través de los cuales el partido único instalaba su propaganda, pero, al mismo tiempo, eran cámaras a través de las cuales sus usuarios podían ser controlados.   

Qué decir, también, de los dos minutos de odio, ese ejercicio catártico al que se exponía a los miembros del Partido para que canalicen todo su odio contra el enemigo de la nación. ¿Acaso es muy diferente al odio con que las redes sociales seleccionan diariamente a algún individuo, famoso o anónimo, por algún exabrupto, un video inadecuado o una frase desafortunada?

Podría, incluso, trazarse algún paralelismo entre la neolengua de 1984 y los intentos que realizan los estados en la actualidad para imponer cambios en la lengua e indicarnos, según dicta la corrección política, cómo debemos hablar y qué se puede decir.

Por todo esto, cabe decir que 1984 sigue teniendo una vigencia asombrosa. Sin embargo, en otro sentido, sus categorías no parecen ser lo suficientemente sutiles para describir el modo de vigilancia que se ejerce en la actualidad.

De aquí que, sirviéndose de los trabajos de Michel Foucault y Gilles Deleuze, entre otros, el filósofo Byung-Chul Han publicara, hace ya una década, Psicopolítica, un libro donde advertía los cambios del “nuevo Gran Hermano” que actúa en el “panóptico digital”.

La clave está en comprender que la dinámica de la vigilancia tradicional que quedaba bien representada en el Gran Hermano original, ha cambiado y, para comprender ello, podemos tomar la relación entre el par libertad/poder. Es decir, siempre hemos entendido al poder como un enemigo de la libertad. Pero, ¿qué tal si ahora el poder se sirviera de la libertad?

En palabras de Byung-Chul Han,  

“El poder inteligente se ajusta a la psique en lugar de disciplinarla y someterla a coacciones y prohibiciones. No nos impone ningún silencio. Al contrario: nos exige compartir, participar, comunicar nuestras opiniones, necesidades, deseos y preferencias: esto es, contar nuestra vida (…). Aquí no se tortura, sino que se tuitea y se postea”.

La referencia a la tortura es clave pues, recordemos, en 1984, el Partido no solo buscaba mantener el orden basándose en el temor frente a un sistema de persecución criminal contra cualquier disidencia, sino que buscaba que los súbditos del Gran Hermano efectivamente lo amaran. Utilizaban el terror, pero no les alcanzaba con ser temidos. La tortura, para ellos, era menos un mecanismo de confesión que un dispositivo de destrucción del yo de las personas para fundirlas en el amor colectivo hacia el Partido. Hoy no hay tortura ni temor o, en todo caso, no hacen falta. Es por eso que, a su vez, la sumisión es mucho más eficiente ya que se trata de una sumisión bajo el credo de la libertad. Continúa Byung-Chul Han:    

“El Smartphone sustituye a la cámara de tortura. El Big Brother tiene un aspecto amable. La eficiencia de su vigilancia reside en su amabilidad. (…) En el panóptico digital nadie se siente realmente vigilado o amenazado. De ahí que el término “Estado vigilante” no sea apropiado para caracterizar al panóptico digital. En este uno se siente libre. (…) En el panóptico digital no existe ese Big Brother que nos extrae informaciones contra nuestra voluntad. Por el contrario, nos revelamos, incluso nos ponemos al desnudo por iniciativa propia”.

Este es el eje a partir del cual Byung-Chul Han indica que vamos hacia un régimen psicopolítico, es decir, un régimen capaz de actuar sobre las mentes directamente y no solo sobre los cuerpos o las poblaciones como indicaba Foucault cuando hablaba de “biopolítica”.

Gracias a la Big Data y a los algoritmos, nos hacemos predecibles frente al sistema de vigilancia y, a la par, le comunicamos todo, dónde estamos, qué nos gusta, quiénes son nuestros amigos, cuáles son nuestras ideas. Lo hacemos creyendo que esa decisión de comunicar es una decisión libre y lo hacemos sin tortura, sino con las redes sociales como modernos confesionarios.  

En este sentido, hoy no hay censura clásica con un Gran Hermano que restringe y dice “no”. Por el contrario, el sistema te dice que tienes que ser libre, que puedes ser lo que quieras y que ya ni siquiera la biología es un límite. ¿Hacer silencio? Ya no. Ahora hay una obligación de participar y de decir. Quien calla resulta, así, sospechoso y quien no publica su vida en una red social, es porque tiene algo que ocultar.

En síntesis, las categorías orwellianas son de gran utilidad para exponer las nuevas formas de autoritarismos solapadas que operan incluso en sociedades abiertas pero la versión tradicional de la vigilancia encarnada en el Gran Hermano, es incapaz de dar cuenta del fenómeno de la vigilancia en la actualidad donde el poder no va contra la libertad, sino que se sirve de ella.

A propósito, culminemos estas líneas con una cita de Deleuze, de su libro Negociaciones, recogida en Psicopolítica:

“La dificultad hoy en día no estriba en expresar libremente nuestra opinión, sino en generar espacios libres de soledad y silencio en los que encontremos algo que decir. Fuerzas represivas ya no nos impiden expresar nuestra opinión. Por el contrario, nos coaccionan a ello. Qué liberación es por una vez no tener que decir nada y poder callar, pues solo entonces tenemos la posibilidad de crear algo singular: algo que realmente vale la pena ser dicho”.

 

 

 

sábado, 14 de septiembre de 2024

Jubilados en un teatro llamado Argentina (editorial de No estoy solo del 14.9.24)

 

Por momentos, la política argentina se repite como si fuera parte de una única trama que cada, determinada cantidad de años, regresa. Es un eterno retorno que, por supuesto, y como diría Nietzsche, nunca es exactamente igual. Pero es como si se hubieran repartido una serie de roles que los actores deben representar.

 

El mejor ejemplo es el que se da en torno a los jubilados. Porque los últimos gobiernos los perjudicaron en términos de poder adquisitivo. Eso es un dato. Algunos más, otros menos; con discursos distintos, más o menos amables, con paliativos o sin ellos, pero al finalizar el camino, los jubilados ganaban menos en términos reales. Pero eso no es lo curioso: lo curioso es que las mismas fuerzas que estando en el gobierno los perjudicaron, cuando son oposición impulsan proyectos para favorecerlos y acusan al gobierno de turno de, como mínimo, insensibilidad.

 

Durante el gobierno de Macri, por ejemplo, al cambiarse la fórmula de movilidad, los jubilados perdieron, en promedio, un 20% del poder adquisitivo. Una parte de ello podría haberse recuperado con el gobierno que lo sucedió, porque el índice estaba atado a la inflación pasada, pero la administración de Alberto Fernández suspendió la ley y trató de paliar “la diferencia” con bonos discrecionales. La consecuencia de ello fue que, se calcula, a diciembre de 2023, los jubilados de la mínima, incluyendo los bonos, perdieron un 2% respecto a diciembre de 2019; en cuanto a los que cobraban más de la mínima y, por lo tanto, no fueron beneficiados con los bonos, la pérdida fue de entre 25% y 35%.

Durante la administración de Milei, el perjuicio es claro porque si bien la actualización se encuentra ahora atada a la inflación, no se ha podido recuperar completamente aquel salto producido a principios de año cuando el índice llegó a 25% mensual. A su vez, con el bono para los haberes mínimos congelado en 70000 pesos, y una inflación amesetada en 4%, los jubilados de la mínima se siguen perjudicando.

 

Mientras tanto, podemos discutir la hojarasca de la semana: diputados radicales que no se rompen pero se doblan tanto que son capaces de arrastrase por el piso por una promesa, un cargo o una foto; operaciones de prensa impulsadas por la policía y vehiculizadas por periodistas militantes, con respaldo público de la ministro de seguridad, para culpar a manifestantes de tirar gas en la cara de una nena de 10 años; los ataques de La Cámpora contra Kicillof, esta vez, con epicentro en Avellaneda, demostrando que el kirchnerismo está deviniendo una fuerza, ni siquiera conurbanesca, sino municipal, que dice llevar como estandarte la bandera de una jefa cuyo mensaje parece no ser recepcionado por las propias bases.

 

El mejor ejemplo en ese sentido, es la carta publicada por CFK algunos días atrás donde hace una crítica a la ineficiencia del Estado; a los sindicatos que no entienden que deben aggiornarse a las nuevas condiciones laborales, y al consignismo de la desigualdad social y el eje en “el gatillo fácil” como única respuesta ante la emergencia de la inseguridad.

 

Pero la expresidente también criticó la falta de decisión para recuperar el superávit fiscal, como así también el hecho de que el latiguillo zonzo de “donde hay una necesidad hay un derecho” no tome en cuenta que detrás del derecho también hay una responsabilidad, y que las necesidades son objetivas y no caprichos subjetivos de modas y noches afiebradas.

 

Por último, CFK mencionó el modo en que la falta de políticas universales favorecieron los clientelismos que beneficiaron más a los administradores de la pobreza que a quienes verdaderamente necesitaban la ayuda.

 

Más tarde podremos discutir la responsabilidad de CFK en esta “torcedura” del peronismo y el modo en que resulta redundante su posicionamiento por fuera de los acontecimientos como si su rol en los últimos años hubiera sido el de una espectadora privilegiada. Pero me interesaba mencionar sus críticas para comparar los discursos de sus seguidores con esta carta. Si lo hubiera dicho cualquier otra persona, hubiera sido tildada de derecha. Es un fenómeno extraño: Cristina conduce a un espacio en el que los conducidos no la escuchan.

 

Pero quisiera que volvamos a la cuestión de los jubilados y dejemos atrás estos asuntos menores que funcionaron como la polémica de los últimos días. Porque el eterno retorno de la política argentina donde los roles están distribuidos y simplemente son ocupados alternativamente por distintos actores según les corresponda ser oficialismo u oposición, me recordó ese relato breve de Ítalo Calvino, perteneciente al libro Las ciudades invisibles. Allí el autor construye un relato ficticio de viajes en el que el protagonista es Marco Polo visitando distintas ciudades de fantasía. Una de ellas se llama Melania y se la describe así:                 

 

“En Melania, cada vez que uno entra en la plaza, se encuentra en mitad de un diálogo: el soldado fanfarrón y el parásito al salir por una puerta se encuentran con el joven pródigo y la meretriz; o bien el padre avaro desde el umbral dirige las últimas recomendaciones a la hija enamorada y es interrumpido por el criado tonto que va a llevar un billete a la celestina. Uno vuelve a Melania años después y encuentra el mismo diálogo que continúa; entretanto han muerto el parásito, la celestina, el padre avaro; pero el soldado fanfarrón, la hija enamorada, el enano tonto han ocupado sus puestos, sustituidos a su vez por el hipócrita, la confidente, el astrólogo.

La población de Melania se renueva: los interlocutores mueren uno por uno y entretanto nacen los que se ubicarán a su vez en el diálogo, éste en un papel, aquél en el otro. Cuando alguien cambia de papel o abandona la plaza para siempre o entra por primera vez, se producen cambios en cadena, hasta que todos los papeles se distribuyen de nuevo”.

 

Es probable que, en pocos años, referentes del libertarismo promuevan desde el Congreso o en el debate público una reforma para favorecer a los jubilados. Dirán que es necesario ayudarlos por razones morales y que eso no implica devenir un degenerado fiscal. Quienes están en el gobierno, a su vez, volverán a cambiar la fórmula, referirán a la responsabilidad fiscal, mencionarán la herencia recibida y, por último, dirán que es necesario hablar con la verdad aunque duela.

 

Esto sucederá una y otra vez con distintos actores de distintos signos políticos que alternarán papeles de una trama que será siempre la misma. Como si Argentina fuera un gran teatro y nosotros los espectadores. Como si Argentina fuera Melania. 

 

lunes, 9 de septiembre de 2024

¡Reconquista tu tiempo!: Árboles que hablan y rocas que viven (publicado el 4.9.24 en www.theobjective.com)

 

Reflexiones acerca del modo en que la pandemia ha repercutido en nuestras vidas ha habido de las más dispares. Los más aventurados auguraban un punto de inflexión en la historia de la humanidad y los más escépticos indicaron que, tras la zozobra inicial, las cosas volverían a un cauce relativamente normal, para bien o para mal.

Con todo, y más allá de estas diferencias, en lo que todos parecieron acordar es en que aquel episodio alteró nuestra relación con el tiempo. Efectivamente, especialmente en los inicios cuando prácticamente todo el mundo adoptó una estrategia de confinamiento estricto, la ruptura de la rutina transformó el modo en que trascurrimos los días en relación con la familia, el trabajo y el tiempo libre. 

Es en ese marco que se comprende mejor el nuevo libro de Jenny Odell, Saving Time, cuya traducción, ¡Reconquista tu tiempo!, puede hacernos creer que estamos frente una de las tantas opciones de autoayuda. Pero no es el caso. Se trata más bien de un manifiesto radical que es, a su vez, una suerte de secuela de ese manual para “resistirse a la economía de la atención” que fue su exitoso libro anterior, How to Do Nothing (Cómo no hacer nada).

En su nuevo libro, Odell se propone reflexionar sobre las raíces sociales y materiales que sustentan la idea de que el tiempo es dinero. Y sí, señor lector, tal como usted ya se ha percatado, se trata de aquello que un tal Karl Marx había advertido hace ya un tiempo.   

A propósito, la propuesta de Odell, tal como ella mismo lo reconoce, es la de un giro copernicano en nuestra forma de vida. De aquí que no se sume a las modas decrecentistas ni a los movimientos “slow” que llaman a detener la espiral de consumo pues, para ella, se trata de simples placebos, anestesias que brinda el sistema capitalista para que no vayamos contra él.

Así, abrazando sin matiz alguno toda la liturgia woke, Odell afirma cosas tales como:

“Lo que dio origen a nuestro actual sistema para medir y marcar el tiempo (…) fueron el colonialismo y la actividad comercial europeos (…) los orígenes del reloj, el calendario y la hoja de cálculo son inseparables de la historia del extractivismo tanto de los recursos de la tierra como del tiempo de trabajo de las personas. En otras palabras, quien hoy siente la dificultad de reconciliar la presión del tiempo y la ansiedad climática está lidiando, en realidad, con las consecuencias situadas en los dos extremos de una cosmovisión muy específica que ha producido nuestra forma de medir el tiempo de trabajo como la devastación ecológica en pro del beneficio económico”.

Por si esto fuera poco, y para comprar el paquete completo, alrededor de esta manera de entender el tiempo, propia del Occidente capitalista, estaría la explicación que da cuenta del modo en que operan las jerarquías en torno al género, la raza, la capacidad y la clase social. Algo así como una “brecha temporal” por el que todo aquel que no sea hombre, blanco y heterosexual, padecería el tiempo de una manera desaventajada. De hecho, entre el insólito sinfín de citas y referencias desjerarquizadas que tiene el libro (en la edición para e-book, el 30% del libro son citas y bibliografía, a las que habría que sumar una o dos más en cada una de las páginas del texto), recoge afirmaciones de activistas capaces de decir, “Las dueñas del tiempo son las personas blancas”.

Donde el libro amaga con ofrecer algún elemento conceptual novedoso es en el capítulo 3, cuando se refiere al ocio. Allí, más allá de que autores como Byung-Chul Han ya se habían referido a esto con anterioridad, da en el punto cuando refiere al modo en que hoy el ocio es pensado siempre en relación al trabajo: se descansa para volver descansado al trabajo. Así, el ocio sería solo un tiempo de “no-trabajo” pero sin ningún tipo de diferencia cualitativa y, a su vez, se ofrecería en sí mismo como otro objeto de consumo. Pensemos, si no, en los influencers vendiéndonos su “ocio” con toda esa palabrería de esta nueva “economía de la experiencia” en la que el capitalismo nos dice que ahora la tendencia es consumir momentos antes que objetos perdurables.

En todo caso, el problema de Odell, algo bastante común, por cierto, es esa especie de obligación que creen tener los autores/activistas de ofrecer soluciones cuando con un buen diagnóstico ya hubiera sido suficiente. Y allí, a pesar de que pretende ofrecer herramientas conceptuales de precisión, abraza definiciones como las que siguen:

“Si la definición de ocio tuviera alguna utilidad, a mí me parece que tendría que ser esta: una interrupción, una aprehensión, un atisbo tanto de la verdad como de algo completamente distinto de todo lo que vemos normalmente. Este ocio es algo ajeno no solo al mundo del trabajo, sino también a nuestro mundo habitual, cotidiano”.

Aun para quienes acostumbramos tener lecturas con contenido abstracto, un pasaje como el señalado resulta espeluznante.

Algo similar sucede cuando siguiendo a un libro de Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual, la autora suscribe a la idea de que “el ocio (…) se asemeja más a un estado mental o una postura emocional; un estado que solo puede alcanzarse –como ocurre con quedarse dormido- dejándose ir. Conlleva una mezcla de asombro y gratitud, ‘algo de la serena alegría del no poder comprender, del reconocimiento del carácter secreto del mundo’”. Poético, pero conceptualmente inasible.

Lo cierto es que, para Odell, esta nueva concepción del ocio alteraría la idea del tiempo como elemento cuantificable y ofrecería semillas de revolución en un mundo “saturado por el patriarcado, el capitalismo y los colonialismos viejos y nuevos”.

La solución para Odell es, entonces, comprender que hay otras formas de medir y conectarse con el tiempo. De aquí que dedique los últimos capítulos a desarrollar distintos ejemplos de lo que ella llama “cronodiversidad” desde la perspectiva de pueblos indígenas de distintas partes del mundo. El argumento podría sintetizarse así: si el capitalismo extractivista de Occidente, que se manifiesta en su forma de entender el tiempo, es el causante del cambio climático, entonces la concepción del tiempo de las comunidades no occidentales que viven en supuesta armonía con la naturaleza, podría ofrecer una salida.  

En esta línea, la autora se hace eco de debates online en los que se dice que no hay claridad entre qué es estar vivo o estar muerto y cita a un tal George Tinker que afirma que es arrogancia del capital globalizado estar seguro de que las rocas no tienen conciencia, ejemplo que le permite a Odell hablar de árboles que acuerdan entre sí porque tienen unidad de propósito y concluir que “es difícil mantener las rocas la margen de lo que (hoy) normalmente consideramos vivo”. Contrariamente a lo que considera la autora, desde aquí, humildemente, consideramos que no es tan difícil. De hecho, es bastante fácil.

En síntesis, Odell acierta en posarse en una temática tan interesante como es la del tiempo, especialmente a partir del gran cambio que significó el modo en que nos conectamos con él desde la pandemia. Asimismo, se sirve de diagnósticos certeros, aunque harto conocidos en el mundo académico, que advierten el modo en que la temporalidad es hija de condiciones materiales e históricas. Sin embargo, al momento de ofrecer una presunta solución, repite los mantras de la religión woke trazando una serie de linealidades y causalidades difíciles de sostener, a lo que suma una particular combinación entre marxismo radical y romantización indigenista que ofrece menos sorpresa que perplejidad.  

domingo, 8 de septiembre de 2024

No twittearás (editorial del 7.9.24 en No estoy solo)

 

Mark Zuckerberg admite que el gobierno de Biden presionó reiteradas veces a su empresa, META, para que retirara contenido sobre la COVID-19 y una nota de New York Post acerca del comprometedor contenido de la computadora portátil del hijo del presidente estadounidense; Pavel Durov, el magnate dueño de Telegram, es arrestado en Francia acusado de no aplicar criterios de moderación y control del contenido que se vierte en la plataforma; un juez brasileño ordena la suspensión inmediata de la red social X (Twitter) acusando a la empresa de Elon Musk de no designar un representante que enfrente, eventualmente, las responsabilidades legales de oponerse a bloquear cuentas que habrían difundido mensajes de odio y noticias falsas. No twittearás, parece ser el nuevo mandamiento progre.

Lo más curioso es que todo eso pasó en las últimas dos semanas en una espiral que ubica a las redes sociales en el centro del debate público y donde se solapan varias discusiones. Por lo pronto, la más general y que lleva ya varios años, refiere a la responsabilidad de las plataformas por el contenido vertido allí. Dicho más simple: ¿tiene, por ejemplo, Facebook (META), la misma responsabilidad por el posteo de sus usuarios que la que tendría el director de Clarín por las notas publicadas en su diario? La respuesta intuitiva sería que no, pero desde hace mucho tiempo sabemos que las plataformas tampoco son meros canales neutrales de información, a punto tal que todas cuentan con criterios de regulación y edición.

Sin embargo, como suele ocurrir, los conflictos se dan en las zonas grises. Dicho de otra manera, todos vamos a acordar que las plataformas deberían tener criterios rigurosos para impedir el fomento de información asociada a, supongamos, pornografía infantil, trata de personas, etc. De hecho, la policía francesa adjudicó la detención de Durov a una investigación por la cual se acusa a Telegram de no haber hecho lo suficiente para bloquear e impedir la circulación de información asociada a este tipo de delitos.

Sin embargo, claro está, hay otros casos donde la intromisión de los gobiernos parece tener motivaciones políticas y se posa sobre noticias u opiniones que, en todo caso, son controvertidas y hasta equivocadas, pero de ninguna manera censurables. Hablando de las últimas declaraciones de Zuckerberg, estar en contra del confinamiento al que los gobiernos sometieron a los ciudadanos, no es una fake news ni fomenta el odio. Quizás sea un error y, en lo personal, creo que los que encontraban oscuras conspiraciones detrás de ello, estaban equivocados. Sin embargo, también creo que estaban en lo cierto quienes observaron que muchos gobiernos se aprovecharon del hecho objetivo de la pandemia, sea para aplicar sistemas de vigilancia, sea simplemente, porque el encierro les significaba rédito político frente a una sociedad asustada.

Asimismo, por ejemplo, ¿decir que hay solo dos sexos es lenguaje de odio? ¿Por qué? Quizás esa afirmación sea falsa, quizás ofenda a determinados usuarios, quizás haya más sexos, quizás deberíamos hablar de géneros, quizás la biología no cumpla ningún rol en la determinación de la identidad de las personas, pero ¿afirmarlo implica odiar a alguien o a un grupo de personas?   

En la misma línea, hay información que pertenece, sin dudas, a la categoría de noticia falsa, al menos así lo entendemos los que consideramos que hay una realidad externa y que los enunciados deben confrontarse con ésta. Pero hay situaciones más problemáticas donde, en todo caso, nuevamente, puede haber sesgo, intencionalidad, intereses o hasta una retórica particular con el fin de persuadir… pero llamar a eso estrictamente “fake news” es complejo. Si volvemos al caso de la pandemia, es falso que la vacuna mate y ha sido vergonzosa la cantidad de información que han hecho circular los denominados “antivacunas”, entre ellas, la inolvidable teoría conspirativa de la introducción de un microchip subcutáneo para controlarnos. Sin embargo, no es falso que, en algunos casos muy puntuales, la vacuna tuvo efectos secundarios que, eventualmente, pudieron ocasionar la muerte de quienes fueron inoculados. Lo aceptaron las propias compañías farmacéuticas. No es una fake news. Es de mucha mala fe hacer foco solo en esos casos; es de mala fe también englobar a todas las vacunas allí; es de una profunda irresponsabilidad no cesar en propagar esa información sin tomar en cuenta la abrumadora evidencia de que, en la mayoría de los casos, la vacuna funcionó bien. Pero hablar de una noticia falsa que habría que censurar es problemático.     

Es que esta dificultad objetiva es permeable a las intencionalidades políticas en un contexto muy particular en el que, más allá de ser siempre un terreno en disputa, las redes parecen ser el canal donde las expresiones de derecha tienen un espacio, especialmente si lo comparamos con el modo en que estos puntos de vista han sido relegados a un segundo plano por la hegemonía cultural progresista de los canales institucionales y los medios tradicionales. Porque, digámoslo, el conflicto en Brasil con X, que ha llevado a la demencial idea de quitarle la posibilidad a millones de brasileños de expresarse a través de un canal masivo, es un conflicto ideológico que se explica por la prédica libertaria de Elon Musk. Pero, sobre todo, expone la vehemencia y la tozudez con que las miradas progresistas intentan dar cuenta del fenómeno del auge de las derechas en el mundo. Por ello no hay que sorprenderse que la problemática del odio y las noticias falsas aparezcan cada vez que el progresismo pierde o está cerca de perder una elección.

Es que, herederos de las “vanguardias iluminadas” y, por tanto, con un doble discurso respecto a su presunta extracción popular, el progresismo no puede concebir que haya razones para votar alternativas a sus propuestas. Trump, el Brexit, Bolsonaro, Milei y cualquier buena elección de la ultraderecha en el mundo se explicaría así por la manipulación de una masa ignorante guiada por la pantalla del Smartphone, esa que ocupa ahora el lugar que antes ocupaba la TV para “dominar a las masas”. Así, la noticia falsa y el odio siempre son ajenos, siempre son la razón que explica el voto del que no me vota a mí. No llegar a las mismas conclusiones que yo solo puede ser producto del engaño al que son sometidas personalidades débiles, fácilmente manipulables por el odio y la mentira. Nosotros estamos en la Verdad. Si perdemos no es por estar equivocados. La autocrítica llega como mucho a un “no hemos comunicado bien”, como si el problema fuera de forma y no de contenido.  

Para concluir, entonces, digamos que “lenguaje de odio” y “fake news”, las dos grandes estrellas de las cuales se sirven gobiernos, instituciones y algunas plataformas para legitimar intentos de regulación, resultan claros solo en los casos extremos, pero acaban siendo categorías demasiado laxas, abiertas a la discrecionalidad del editor de turno, sea la propia plataforma, sean los gobiernos.

Por ello, es necesario decir que las plataformas son, en buena medida, responsables de parte del nivel de toxicidad que invade el debate público en tanto promotores conscientes, y con intereses económicos detrás, de la polarización. De modo que inocentes no son y algo hay que hacer.

Pero la alternativa a la desregulación total, no puede ser nunca, bajo ningún concepto, una regulación sesgada.