Nadie sabe cómo termina todo esto,
pero habrá que reconocerle a Milei un espíritu revolucionario, en el sentido
estricto de pretender inaugurar un tiempo cero y fundacional. En ese terreno se
inscribe tanto el megadecreto como la denominada “ley ómnibus” enviada al
congreso, la cual exige atribuciones que exceden los límites constitucionales
del poder ejecutivo y pretende legislar sobre prácticamente todo lo existente.
A tal punto llega el carácter
pretencioso de la propuesta que no ha tenido mejor idea que llamarla “Las
bases…” referenciándose en el padre del liberalismo argentino, Juan B. Alberdi,
asiduamente citado por Milei en sus intervenciones públicas.
El pedido de delegación de
facultades extraordinarias ayudaría en el afán de poder caracterizar al
presidente, a quien podría ubicarse en una categoría que podríamos denominar “paleolibertarismo
populista”, esto es, un libertario en lo económico, un conservador en lo moral
y un populista en lo político. Sin embargo, también puede ser una buena ocasión
para derribar algunos mitos del liberalismo vernáculo y encontrar continuidades
y rupturas entre aquellas bases de Alberdi y estas bases de Milei.
En este sentido, lo primero que
hay que mencionar es que el liberalismo de Alberdi no pregonaba por un Estado
débil ni mínimo al menos en el contexto histórico de Las Bases. Es más, para escándalo de los liberales de la
actualidad, Alberdi hace suya una frase atribuida a Simón Bolívar: “Los nuevos
Estados de América antes española necesitan reyes con el nombre de presidentes”.
Es que, para Alberdi, el
modelo de la época era el chileno, aquel que logra un equilibrio entre lo
tradicional y la novedad, entre los resabios monárquicos de nuestra condición
de excolonias y la necesidad de encolumnarnos detrás de los vientos de cambio y
el progreso del mundo.
“Chile ha resuelto el problema sin dinastías y sin
dictadura militar,
por medio de una Constitución monárquica en
el fondo y republicana en la forma: ley que anuda a la tradición de la vida
pasada la cadena de la vida moderna. La república no puede tener otra forma
cuando sucede inmediatamente a la monarquía; es preciso que el nuevo régimen
contenga algo del antiguo; no se andan de un salto las edades extremas de un
pueblo”.
Este poder político conservador,
“monárquico en el fondo”, complementado con una economía liberal, es lo que
hizo que un historiador de la talla de Halperín Donghi hablara del “autoritarismo
progresista” de Alberdi, más allá de que hoy el término “progresista” posea
otra significación. Es más, aun con todas sus diferencias, es sabido que Alberdi
le valora a Rosas su capacidad de haber impuesto el orden, condición sine qua non para el florecimiento de
una economía liberal.
Con todo, hay que ser justos y
decir que la clave de Alberdi está, desde mi punto de vista, en su idea de “república
posible” y “república verdadera”. Efectivamente, Alberdi encuentra en la
república verdadera el horizonte, el ideal al cual debíamos dirigirnos. Sin
embargo, también entiende que es imposible implantar una república en una
comunidad sin costumbres republicanas. Una vez más, la herencia monárquica,
caudillista y centralizada ha calado hondo en la vida material y práctica de la
sociedad, en sus valores. De aquí que la propuesta sea esta forma mixta, esta
“república posible” que no es la ideal pero que es la que más se podía acercar
a la “república verdadera” en 1852.
Nótese que, en algún sentido,
cuando Milei habla de reformas de primera, segunda y tercera generación, podría
estar pensando en términos de “lo posible” y “lo verdadero”, entendido esto
último como el momento pleno de su propuesta ideal. En todo caso, la diferencia
parece estar en que su énfasis es solo económico y no tiene que ver con una
forma de gobierno o con las costumbres, más allá de que algo de esto último
podría colegirse de algunas de sus intervenciones.
Asimismo, el factor populista de
Milei marca una gran diferencia con Alberdi quien lisa y llanamente consideraba
que “el pueblo no está preparado para regirse por este sistema [el
republicano]”. Para el libertario, en cambio, aunque más no sea, quizás, en su
fantasía, es el pueblo el que acabará presionando a “la casta” para que se
avance en las reformas. Se trata de una lógica sin mediaciones, donde las
instituciones, más que un equilibrio, son un estorbo, y donde la negociación
política es equiparada a mero filibusterismo.
El asunto deviene todavía más
complejo cuando dejamos a Alberdi por un momento y nos posamos en el siempre
venerado por Milei, Friedrich Hayek, uno de los padres ideológicos del
liberalismo que floreció durante la dictadura pinochetista.
La polémica surge tras una
afirmación famosa publicada por el diario El
mercurio, el 12 de abril de 1981. Allí, ante la pregunta “¿Qué opinión, desde su punto de vista, debemos
tener de las dictaduras?, Hayek responde:
“Bueno,
yo diría que estoy totalmente en contra de las dictaduras, como instituciones a
largo plazo. Pero una dictadura puede ser un sistema necesario para un período
de transición. A veces es necesario que un país tenga, por un tiempo, una u
otra forma de poder dictatorial. Como usted comprenderá, es posible que un
dictador pueda gobernar de manera liberal. Y también es posible para una
democracia el gobernar con una total falta de liberalismo. Mi preferencia
personal se inclina a una dictadura liberal y no a un gobierno democrático
donde todo liberalismo esté ausente. Mi impresión personal —y esto es válido
para América del Sur— es que en Chile, por ejemplo, seremos testigos de una
transición de un gobierno dictatorial a un gobierno liberal. Y durante esta
transición puede ser necesario mantener ciertos poderes dictatoriales, no como
algo permanente, sino como un arreglo temporal”.
Si
volvemos a lo posible y lo verdadero de Alberdi, Hayek no tendría ningún
inconveniente en afirmar que la dictadura podría llegar a ser “lo posible” en
el camino hacia un “liberalismo verdadero”, razonamiento polémico si los hay,
especialmente, sobre todo, porque traza una separación tajante entre el
liberalismo político (que en su versión contemporánea tiene lazos con el
republicanismo y la democracia), y el liberalismo económico.
Esto es
lo que le permite a Juan Torres López, un catedrático de Economía Aplicada de
la Universidad de Málaga, culminar su columna de opinión publicada en el diario
El país, el 12 de junio de 1999, de
la siguiente manera:
“En
suma, es cierto que igualar mecánicamente a Hayek y los neoliberales con
Pinochet es un simplismo injusto. A aquéllos les basta el mercado, mientras que
al dictador chileno le bastaron las armas. Sin embargo, tampoco puede olvidarse
que, en puridad, a ambos les sobra la democracia”.
Decir que Milei es un
dictador o que suscribiría a los dichos de Hayek para justificar una dictadura,
al menos transitoria, parece una exageración. Con todo, el nivel de tensión
social e institucional que presupone su pretensión “revolucionaria” abre
caminos intransitados en estos 40 años de nuestro último período democrático.
Quizás lo mejor sea
culminar con la misma frase que comenzamos: “Nadie sabe cómo
termina todo esto”.
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