En un famoso pasaje de Alicia a través del espejo, Lewis
Carroll se mete de lleno en una clásica discusión acerca del origen del
lenguaje. Así hace decir al personaje Humpty Dumpty que el significado de las
palabras es arbitrario puesto que éstas significan lo que él quiere. Frente a
ello, interviene Alicia quien advierte que, de ser así, muchas palabras
significarían cosas distintas y sería imposible comunicarse. Entonces, ¿quién
tiene razón? La respuesta la da Carroll en la línea que sigue pues Humpty
Dumpty desliza una teoría del significado asociada al poder y afirma que, a la
hora de conocer el significado de una palabra, “la cuestión es, simplemente, [saber]
quién manda aquí”.
En tiempos de posestructuralismo
para Dummies, donde se nos dice que todo es una construcción del lenguaje, el
pasaje viene a cuento porque en diversas partes del mundo observamos que quien
manda ha determinado que todo aquel que se oponga a la hegemonía cultural imperante
sea un fascista. Así notamos que la lista de fascistas aumenta y que
curiosamente reúne a todos los críticos del poderoso, esto es, a todos los
críticos del que nombra.
Sin ir más lejos, en España son
fascistas los ultras representados en el trasnochado que aquella noche gritó
“Viva Franco” para que sea reproducido ad
nauseam; pero de repente pasan a ser fascistas también los que defienden la
Constitución y el Estado de Derecho; incluso caben dentro del término “fascismo”
los liberales, los conservadores, los nacionalistas (siempre y cuando defiendan
a la nación española), los soberanistas, la izquierda que no está en el
gobierno, y cualquiera que critique la amnistía. Así, el fascista siempre es el
otro.
Algo similar sucedió y sucede con
los trumpistas en Estados Unidos o con los votantes de Milei en Argentina. En
este último caso, y ya que está bien fresco, cabe decir que seguramente hay
fascistas, autoritarios y hasta nostálgicos de la dictadura entre sus votantes,
pero, afortunadamente, son solo una mínima expresión de ese casi 56% de electores
que, equivocadamente o no, creen que el libertario es una opción de cambio para
mejor.
A propósito del uso generalizado
del término “fascista”, recordé un artículo de Pier Paolo Pasolini que se lo
puede encontrar en una compilación llamada El
fascismo de los antifascistas. El artículo es de diciembre del 74, meses
antes de que Pasolini fuera asesinado, se llama, justamente, “Fascista”, y
comienza así:
“Existe hoy una forma de
antifascismo arqueológico que es además un buen pretexto para procurarse una
patente de antifascismo real. Se trata de un antifascismo fácil que tiene por
sujeto y objetivo un fascismo arcaico que no existe más y que no existirá más”.
Aclaré la fecha porque sorprende
la vigencia que tiene. Los sectores progresistas de la actualidad dicen
disputar contra un enemigo que es un fantasma, lo cual hace que la disputa
carezca de riesgo alguno. Así, si Pasolini viviera, probablemente adscribiría a
esa máxima del filósofo italiano de izquierdas, Diego Fusaro, quien indica que
esta izquierda progresista a la que él llama “fucsia” es “antifascista en
ausencia del fascismo para no ser anticapitalista en presencia del
capitalismo”.
Pero además del beneficio de
aparecer como víctima de un victimario imaginario, reducir toda diferencia a
“fascismo” o “ultra derecha” conlleva el silenciamiento del adversario en el
debate público puesto que con el fascista no hay diálogo posible. Nótese lo
grave del fenómeno que ni siquiera se da aquella dinámica de la interacción
social que se conoce como Ley de Godwin y que indica que cuanto más se alarga
una conversación más posibilidades hay que alguno de los interlocutores
mencione a Hitler. Más allá de que la ley es risueña, lo central es que cuando
Hitler aparece en la conversación, ésta automáticamente se cancela. Pero lo que
se está dando ahora es peor porque observamos que ya no hay ni siquiera una
voluntad de conversación: ¿Usted está en contra de la decisión del que manda?
Usted es facha. Punto. Fin del debate.
Dicho esto, claro está, hay un
lado B del asunto que se va construyendo en paralelo como una lenta pero
inexorable sedimentación que un día acaba siendo incontenible. Es que como
suele suceder con aquellas dinámicas que devienen cada vez más solipsistas y
endogámicas, la incapacidad para escuchar y aceptar la crítica genera un
proceso de aceleración de las purgas hasta que el colectivo finalmente tiende a
parecerse demasiado a su líder. Y en ese proceso las voces críticas van aumentando
hasta que son demasiadas, fenómeno que incluso los líderes más inteligentes
suelen reconocer tarde. Pasó en Estados Unidos cuando de repente triunfó Trump;
acaba de pasar en Argentina con el triunfo de Milei. Dicho de manera simple:
son tantos los acusados de fascistas que un día se agrupan y son mayoría.
Por último, el efecto más
pernicioso de la banalización que supone acusar de fascista a quien no lo es, es
que muchos jóvenes acabarán considerando que el viejo fascismo, al fin de
cuentas, no eran tan malo. Como en aquel cuento de Borges en el que un
individuo del futuro, miembro de una comunidad que despreciaba la memoria,
considera que la cámara de gas donde decide ir a quitarse la vida es obra de un
filántropo llamado Adolf Hitler.
Nos dirigimos, entonces, hacia
sociedades donde todos aquellos que tengamos una voz crítica seremos acusados
de fascistas. Y de tanto repetirlo puede que hasta terminen convenciéndonos.
Así todos seremos fascistas menos uno. ¿Y quién creen ustedes que será ese uno?
Por supuesto, será el que nombra, esto es, el que tiene el poder, el que
manda.
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