Usted es horrible y le voy a
explicar por qué gracias al primer capítulo de la nueva temporada de Black
Mirror que acaba de estrenar Netflix. Pero antes de comenzar a leer estas
líneas déjeme darle un consejo: de ahora en más, sea más cuidadoso cada vez que
acepta los términos y condiciones que imponen las corporaciones tecnológicas cuando
pretende acceder a un servicio a través de internet.
¿Cómo puede saber el mundo que
usted es horrible? Es que el inicio de la flamante sexta temporada de la creación
de Charlie Brooker vuelve a dar en la tecla respecto de una problemática cuyos
interrogantes no son especulaciones a futuro sino puro presente.
El capítulo en cuestión, titulado
“Joan is awful” (“Joan es horrible”),
cuenta la historia de Joan, una mujer de treinta y pico cuya vida en pareja es
tan tranquila como insulsa a punto tal que suele tentarse cada vez que su
expareja, con la que tenía una mala relación, pero buen sexo, llega de visita a
la ciudad. Además, Joan tiene un trabajo relativamente bien pago en una empresa
multinacional pero, entre otras labores, es la encargada de informar cada vez
que los dueños deciden despedir a alguno de sus empleados. Todos estos aspectos
son relativamente anecdóticos porque lo que interesa es que, de repente, Joan
observa que en su plataforma de streaming
favorita, cuyo nombre de fantasía es Streamberry, pero que es una copia
deliberada de Netflix en cuanto al formato, la tipografía, la presentación,
etc., se presenta como novedad una serie titulada “Joan Is Awful” protagonizada
por Salma Hayek. Lo cierto es que lo que al principio podía parecer la simple
coincidencia de un nombre, no es otra cosa que una serie que muestra minuto a
minuto la vida real de Joan a punto tal que, a través de la plataforma, su
pareja se entera lo que ella cuenta a su psicoanalista y el modo en que le ha
sido infiel con su ex, entre otras cosas.
Como es de suponer, que todo el
mundo sepa cada detalle de su vida lleva a Joan a la desesperación y a cometer
una serie de acciones cuyo punto cúlmine es comer varias hamburguesas y tomar
laxante para interrumpir un casamiento defecando en el medio de la iglesia a la
vista de todos y así obligar a la plataforma a que lleve a la pantalla
semejante desatino.
Sin embargo, lo interesante es
que antes del desenlace escatológico, que recuerda a aquel famoso primer
capítulo de la primera temporada en la que un grupo de secuestradores ofrece
devolver a la princesa en cautiverio si y solo si el primer ministro británico
acepta tener sexo con un cerdo en un estudio de televisión, Joan acude a su
abogada y recibe una mala noticia.
Es que la letrada le indica que
no hay forma de demandar a la compañía que ha llevado su vida a la pantalla por
la sencilla razón de que al aceptar los términos y condiciones se incluía allí
una cláusula por la que se autorizaba a la empresa a utilizar los datos y la
imagen del usuario, eventualmente para hacer con ellos una serie.
Naturalmente, lo que Black Mirror
plantea es una exageración y es de imposible cumplimiento, al menos por ahora,
pero la posibilidad de la utilización de los datos llevada al extremo busca
llamar la atención respecto al modo en que estamos colaborando con este nuevo
mercado en el que el bien más preciado son, precisamente, nuestros datos.
Pero conforme el capítulo avanza
aparecen varios aspectos interesantes más: en primer lugar, Salma Hayek quien,
como les indicaba, es la que representa a Joan en la serie de ficción, solo
vendió su imagen a la compañía para que ésta utilice su rostro recreado gracias
a la inteligencia artificial. Esto muestra que no solo el usuario común está a
merced de la letra chica, sino que hasta los propios artistas, en algún sentido,
pierden el control de su propia imagen. Pero, además, ese pasaje del capítulo
es valioso porque expone un tópico propio de estos tiempos. Me refiero a que la
Salma Hayek real aparece en la serie representándose a sí misma y quejándose
ante la compañía porque, siendo católica, su personaje aparece defecando en la iglesia.
Sí, efectivamente, la Salma Hayek de la serie no puede separar al autor de la
obra ni puede entender que el personaje de una ficción no necesariamente
representa lo que su autor piensa. Si no fuera porque esto mismo sucede hoy con
instituciones prestigiosas de todo el mundo, debería darnos risa.
Pero, además, este capítulo hace
dos cosas: por un lado, muestra cómo el algoritmo que sabe todo de nuestra vida
gracias a los datos que brindamos voluntariamente, también tiene un margen de
creatividad para inventar o exagerar (en este caso sobre aspectos de la vida de
Joan); y, por otro lado, desnuda la dinámica propia de este tipo de plataformas
cuando la CEO de Streamberry confiesa que la compañía lanzará 800.000 series
representando, uno a uno, a los 800.000 usuarios de la plataforma. Cada una de
estas series llevarán como título el nombre del usuario con el agregado “es
horrible”. ¿Por qué? Para armonizar con la visión neurótica que los usuarios
tienen de sí mismos, afirma la CEO y, podemos agregar, porque es lo que la
gente quiere saber de los otros, esto es, lo que está por detrás de esas selfies en las que todos somos felices.
Este punto es por demás pertinente
porque de la misma manera que los buscadores ya seleccionan las noticias que
nos muestran, no por su importancia objetiva sino en función de nuestro
interés, no falta mucho para que una serie, un libro, etc. tenga distintos
finales en función de las necesidades, gustos y, por qué no, el nivel de
tolerancia a la frustración de usuarios demasiado propensos a sentirse
ofendidos.
Para no contar demasiado de la
resolución del capítulo, digamos que hacia el final se utiliza el recurso de
los distintos niveles de ficción donde lo que parecía la historia y la
damnificada principal era, en realidad, una actriz que representaba a otra
persona y así sucesivamente hasta el infinito.
Asimismo, y para finalizar, otro
recurso que utiliza Black Mirror en este capítulo y que es cada vez más común,
es el que mencionamos en este espacio de la mano del crítico británico Mark
Fisher, a saber, el caso de una mega corporación como Netflix fomentando y
produciendo cínicamente una serie cuyo discurso es anticorporativo y que apunta
al corazón mismo de este tipo de compañías. Se trataría de un ejemplo más de
compañías ultracapitalistas, impunes y con posición dominante levantando
banderas anticapitalistas, luchando contra la impunidad y denunciando los
monopolios.
Aunque en el resto de los
capítulos la esencia de la serie aparezca a cuenta gotas y muchas veces el
análisis crítico sobre las posibilidades de la tecnología acabe reemplazado por
giros del género terror, el producto Black Mirror continúa por encima de la
media del nivel de las series que generalmente vemos.
Por ello, aun cuando cada vez
esté más al servicio del “cupo” obligatorio de sexo, violencia desmedida y
corrección política forzada que se observa en el casting “multicultural” pero,
sobre todo, en las tramas donde hay una sobrerrepresentación de una agenda
progresista completamente evitable, un capítulo como el mencionado bien vale
pasar por alto estas imposiciones innecesarias.
Es que al menos así usted estará
advertido de que, aun cuando sea una persona de bien y en sus redes sociales
solo se exponga su felicidad personal y familiar, hay algoritmos y compañías
con la información suficiente para dar siempre la versión más horrible de
usted.
¿Que no es posible? Claro que es
posible. Nadie está a salvo pues siempre habrá un algoritmo con margen de
libertad y alguna persona que no lo quiera con deseo de hacerle daño. Así que a
no desesperar. Todos tendremos nuestra serie y, si esa versión horrible de
usted no existe, simplemente se inventará.
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