La relación
entre redes sociales y periodismo tradicional ha sido presentada generalmente
como una relación de discordia y hay buenas razones para aprobar tal
presentación pues las redes en particular y las posibilidades que brinda la web
en general, permitieron la rápida amplificación de voces alternativas que no
tenían lugar en los espacios consagrados que por la propia lógica del negocio
acabaron concentrándose en muy pocas manos. En este contexto, la primera reacción
de los medios tradicionales y de muchos de sus periodistas estrella fue el de
trazar una línea clara entre el presunto profesionalismo de quien ejerce el
periodismo desde los soportes clásicos y el carácter amateur y ausente de
rigurosidad que pulula en la web.
Pero la
prepotencia de los hechos hizo que tal distinción se transformara rápidamente
en obsoleta puesto que muchas de las voces que actúan desde el soporte novedoso
han demostrado calidad y elocuencia y porque el prestigio que en algún momento
tuvieron los soportes tradicionales se ve puesto en tela de juicio por las
demostraciones de sesgo y falta de idoneidad con las que nos sorprenden día a
día. Esto, claro está, no implica afirmar que el mundo 2.0 sea la panacea pues,
de hecho, creo que se le puede aplicar aquella descripción que Borges hiciera
de la Biblioteca de Babel cuando indicaba que “por una línea razonable o una
recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de
incoherencias”. Pero, con todo, resulta claro que el espacio de la web vino a
interpelar la forma tradicional de hacer periodismo y tal interpelación generó
la necesidad de una enorme capacidad de resiliencia. Así, quizás sin toda la
premura que el negocio virtual necesita y avanzando a pasos analógicos dentro
de las posibilidades técnicas, los diarios utilizan las plataformas de las
redes para difundir sus noticias, las radios interactúan con los oyentes vía Facebook y Twitter y hasta el programa de Mirtha Legrand contabiliza en uno de
los márgenes de la pantalla las veces que su hashtag es mencionado en la red del pajarito. Pero todas estas son
cuestiones técnicas, muy interesantes, pero técnicas al fin. Por ello quería
enfocarme en un aspecto más bien conceptual de la problemática y afirmar que la
reinterpretación que los medios tradicionales están haciendo del rol de las
redes sociales es un síntoma perfectamente coherente con la pérdida de credibilidad
por la que éstos atraviesan. Porque es gracias a esta crisis que necesitan
constituir a imagen y semejanza un nuevo sujeto o, en todo caso, consolidar la
idea de que la opinión pública es aquello que se encuentra allí, en las redes. Para
poder comprender mejor esta aseveración no hace falta más que ubicarse en el
contexto de crisis actual del periodismo, crisis que no tiene que ver con que
muchos lectores hoy prefieren el soporte digital al papel sino con un profundo
quiebre en la confianza y en la representatividad del periodista. En este
sentido, como muchas veces se desarrolló desde esta columna, desde hace un
tiempo ya se ha perdido esa mirada virginal que se tenía del periodismo y que
lo presentaba como un mero médium entre la sociedad civil y los gobiernos,
médium que servía, al mismo tiempo, para amplificar las demandas de la
comunidad y para controlar a los representantes populares obligados a hacer
públicos sus actos. Porque el hecho de la autonomización de este cuarto poder
que impone las condiciones a los poderes republicanos y construye
hegemónicamente sentido común, comenzó a ser advertido por una buena parte de
la sociedad.
Esto muestra, claro
está, que no es posible hoy en día seguir sosteniendo que la ciudadanía es
estrictamente pasiva frente a lo que los medios construyen. Dicho en otras
palabras: los medios influyen pero su influencia no es total. Hay intersticios,
tensiones, contradicciones y movimientos de contrapoder al interior del poder.
Pero la
pregunta que el periodismo que desea mantener sus prebendas y su rol de
representante se hace es cómo volver a recuperar el lugar de portavoces de la
sociedad. Está claro que hoy no alcanza con hablar en nombre de la “gente”
porque hay muchos ciudadanos que se consideran parte de esta categoría y no se
ven representados por lo que “dicen que dice la gente”. Y es aquí donde aparece
el lugar que las principales usinas de sentido tienen asegurado para las redes
sociales pues éstas resultarían una suerte de encuesta permanente e inmediata
de todos los temas, minuto a minuto y con la magia sacra de ser autoconvocada. Desde
esta perspectiva, las redes permitirían un acceso directo a las demandas de una
ciudadanía activa que desde cualquier lugar y en cualquier momento podría
participar. Hasta hay quienes hablan de un ágora virtual que vendría a resolver
el problema logístico de una democracia directa para un país de 40.000.000 de
personas. En este mundo maravilloso, de orgasmos de participación y compromiso,
nada se dice de hasta qué punto las redes sociales carecen de agenda propia y
no hacen más que reproducir, por otros medios y por otro soporte, la sumisión a
un sentido común que ahora se reviste de moderno, canchero y aggiornado. Pero el instrumento es ideal
pues se siguen imponiendo cosmovisiones y perspectivas desde un soporte que
genera la fantasía de la participación. Porque alguien contesta una encuesta,
opina sobre un entrevistado, manda un video de un día de lluvia o de un perro
que salta y se siente parte de la comunidad de la comunicación. Incluso
considera que es parte de la construcción de sentido y que el sistema le ha
dado un espacio desde el cual formar parte de las discusiones sensibles a la
opinión pública. Esto no incluye a todos los usuarios: hay muchos muy
inteligentes, que entienden lo que está en juego y que a través del instrumento
ayudan en la enorme tarea del pensar. Pero son los menos. La mayoría cree lo
que le han hecho creer, esto es, que lo que sucede en las redes sociales es
representativo de la sociedad, que las tendencias y lo más nombrado del día es
lo que verdaderamente importa, y que una opinión desde la comodidad de un
dispositivo es equivalente a la decisión que se toma en un cuarto oscuro. Como
no podía ser de otra manera, el supuesto contrapeso que aparentemente se podía
ejercer desde las redes hoy aparece esterilizado por un discurso que se ha
apropiado de la novedad en beneficio propio. Lo que antes era “la gente en la
calle me dice”, afirmación sin comprobación empírica posible, comienza a
sustituirse por “las redes sociales dicen”. Ahora, lo que la gente piensa, se
mide en “tendencias”, “seguidores”, “cantidad de comentarios” y no alcanzan las
redes para contener tantos pescados. A su vez, si a esto le agregamos que
gracias a Internet el periodista cree posible adquirir un termómetro de lo que
sucede en la sociedad sin tener un contacto directo con ésta, notamos que se
está frente a un signo de los tiempos en el que el vínculo con el otro aparece
como una causa de discordia o peligro frente al cual es mejor guarecerse.
Pero tal
escenario tiene también consecuencias políticas y con eso quisiera terminar. Pues
“la opinión de las redes” no incluye a todos aquellos que potencialmente tienen
acceso libre a la tecnología y no saben cómo darle determinados usos; y, por sobre todo, comienza a delinear un
sujeto político amorfo, que con individualizante rebeldía senil festeja ingenuamente
participar en la agenda que le imponen los medios tradicionales militando desde
“la compu” y dividiendo el mundo entre lo es malo y lo que “Me gusta”.
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