viernes, 27 de septiembre de 2013

Gente, redes y pescados (publicado el 26/9/13 en Veintitrés)

La relación entre redes sociales y periodismo tradicional ha sido presentada generalmente como una relación de discordia y hay buenas razones para aprobar tal presentación pues las redes en particular y las posibilidades que brinda la web en general, permitieron la rápida amplificación de voces alternativas que no tenían lugar en los espacios consagrados que por la propia lógica del negocio acabaron concentrándose en muy pocas manos. En este contexto, la primera reacción de los medios tradicionales y de muchos de sus periodistas estrella fue el de trazar una línea clara entre el presunto profesionalismo de quien ejerce el periodismo desde los soportes clásicos y el carácter amateur y ausente de rigurosidad que pulula en la web.
Pero la prepotencia de los hechos hizo que tal distinción se transformara rápidamente en obsoleta puesto que muchas de las voces que actúan desde el soporte novedoso han demostrado calidad y elocuencia y porque el prestigio que en algún momento tuvieron los soportes tradicionales se ve puesto en tela de juicio por las demostraciones de sesgo y falta de idoneidad con las que nos sorprenden día a día. Esto, claro está, no implica afirmar que el mundo 2.0 sea la panacea pues, de hecho, creo que se le puede aplicar aquella descripción que Borges hiciera de la Biblioteca de Babel cuando indicaba que “por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias”. Pero, con todo, resulta claro que el espacio de la web vino a interpelar la forma tradicional de hacer periodismo y tal interpelación generó la necesidad de una enorme capacidad de resiliencia. Así, quizás sin toda la premura que el negocio virtual necesita y avanzando a pasos analógicos dentro de las posibilidades técnicas, los diarios utilizan las plataformas de las redes para difundir sus noticias, las radios interactúan con los oyentes vía Facebook y Twitter y hasta el programa de Mirtha Legrand contabiliza en uno de los márgenes de la pantalla las veces que su hashtag es mencionado en la red del pajarito. Pero todas estas son cuestiones técnicas, muy interesantes, pero técnicas al fin. Por ello quería enfocarme en un aspecto más bien conceptual de la problemática y afirmar que la reinterpretación que los medios tradicionales están haciendo del rol de las redes sociales es un síntoma perfectamente coherente con la pérdida de credibilidad por la que éstos atraviesan. Porque es gracias a esta crisis que necesitan constituir a imagen y semejanza un nuevo sujeto o, en todo caso, consolidar la idea de que la opinión pública es aquello que se encuentra allí, en las redes. Para poder comprender mejor esta aseveración no hace falta más que ubicarse en el contexto de crisis actual del periodismo, crisis que no tiene que ver con que muchos lectores hoy prefieren el soporte digital al papel sino con un profundo quiebre en la confianza y en la representatividad del periodista. En este sentido, como muchas veces se desarrolló desde esta columna, desde hace un tiempo ya se ha perdido esa mirada virginal que se tenía del periodismo y que lo presentaba como un mero médium entre la sociedad civil y los gobiernos, médium que servía, al mismo tiempo, para amplificar las demandas de la comunidad y para controlar a los representantes populares obligados a hacer públicos sus actos. Porque el hecho de la autonomización de este cuarto poder que impone las condiciones a los poderes republicanos y construye hegemónicamente sentido común, comenzó a ser advertido por una buena parte de la sociedad.
Esto muestra, claro está, que no es posible hoy en día seguir sosteniendo que la ciudadanía es estrictamente pasiva frente a lo que los medios construyen. Dicho en otras palabras: los medios influyen pero su influencia no es total. Hay intersticios, tensiones, contradicciones y movimientos de contrapoder al interior del poder.    
Pero la pregunta que el periodismo que desea mantener sus prebendas y su rol de representante se hace es cómo volver a recuperar el lugar de portavoces de la sociedad. Está claro que hoy no alcanza con hablar en nombre de la “gente” porque hay muchos ciudadanos que se consideran parte de esta categoría y no se ven representados por lo que “dicen que dice la gente”. Y es aquí donde aparece el lugar que las principales usinas de sentido tienen asegurado para las redes sociales pues éstas resultarían una suerte de encuesta permanente e inmediata de todos los temas, minuto a minuto y con la magia sacra de ser autoconvocada. Desde esta perspectiva, las redes permitirían un acceso directo a las demandas de una ciudadanía activa que desde cualquier lugar y en cualquier momento podría participar. Hasta hay quienes hablan de un ágora virtual que vendría a resolver el problema logístico de una democracia directa para un país de 40.000.000 de personas. En este mundo maravilloso, de orgasmos de participación y compromiso, nada se dice de hasta qué punto las redes sociales carecen de agenda propia y no hacen más que reproducir, por otros medios y por otro soporte, la sumisión a un sentido común que ahora se reviste de moderno, canchero y aggiornado. Pero el instrumento es ideal pues se siguen imponiendo cosmovisiones y perspectivas desde un soporte que genera la fantasía de la participación. Porque alguien contesta una encuesta, opina sobre un entrevistado, manda un video de un día de lluvia o de un perro que salta y se siente parte de la comunidad de la comunicación. Incluso considera que es parte de la construcción de sentido y que el sistema le ha dado un espacio desde el cual formar parte de las discusiones sensibles a la opinión pública. Esto no incluye a todos los usuarios: hay muchos muy inteligentes, que entienden lo que está en juego y que a través del instrumento ayudan en la enorme tarea del pensar. Pero son los menos. La mayoría cree lo que le han hecho creer, esto es, que lo que sucede en las redes sociales es representativo de la sociedad, que las tendencias y lo más nombrado del día es lo que verdaderamente importa, y que una opinión desde la comodidad de un dispositivo es equivalente a la decisión que se toma en un cuarto oscuro. Como no podía ser de otra manera, el supuesto contrapeso que aparentemente se podía ejercer desde las redes hoy aparece esterilizado por un discurso que se ha apropiado de la novedad en beneficio propio. Lo que antes era “la gente en la calle me dice”, afirmación sin comprobación empírica posible, comienza a sustituirse por “las redes sociales dicen”. Ahora, lo que la gente piensa, se mide en “tendencias”, “seguidores”, “cantidad de comentarios” y no alcanzan las redes para contener tantos pescados. A su vez, si a esto le agregamos que gracias a Internet el periodista cree posible adquirir un termómetro de lo que sucede en la sociedad sin tener un contacto directo con ésta, notamos que se está frente a un signo de los tiempos en el que el vínculo con el otro aparece como una causa de discordia o peligro frente al cual es mejor guarecerse.    

Pero tal escenario tiene también consecuencias políticas y con eso quisiera terminar. Pues “la opinión de las redes” no incluye a todos aquellos que potencialmente tienen acceso libre a la tecnología y no saben cómo darle determinados usos;  y, por sobre todo, comienza a delinear un sujeto político amorfo, que con individualizante rebeldía senil festeja ingenuamente participar en la agenda que le imponen los medios tradicionales militando desde “la compu” y dividiendo el mundo entre lo es malo y lo que “Me gusta”.              

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