Cuando,
siguiendo la línea de lo que había sucedido en la antigua ciudad de Ortigia, el
alcalde decretó que nadie podía morir ni nacer en su jurisdicción, se
dispusieron cancerberos en toda la frontera de la ciudad. La razón era simple:
había que frenar la estampida que, desde el interior de la ciudad, protagonizarían
las embarazadas que querían parir y, desde el exterior, realizarían los
moribundos que ansiaban una sobrevida. Los cancerberos, con su cuerpo de perro
y sus 3 cabezas, aunque algo faltos de timing
tras el largo proceso de ausencia de actividad que le siguió a la demostración
de que el inframundo era una simple farsa, destrozaron los cuerpos de las
jóvenes que habían sobrepasado largamente las 9 lunas (algunas llegaban a 14 o
15 y se cuenta que hubo una que llevaba 32), y de aquellos moribundos que eran
arrojados por sus familiares desde el límite de la frontera con la esperanza de
caer en esta jurisdicción. Tras la matanza, cargaron también contra los
habitantes más humildes de los arrabales de la ciudad y contra todos los
jóvenes, seres que naturalmente mantienen un estrecho vínculo con el delito, y
los arrojaron más allá de la frontera.
Sin ningún
Hércules que pudiera capturarlos, la ciudad institucionalizó a los cancerberos y
los destinó a la protección de la seguridad interior e incluso muchos
ciudadanos de a pie han adquirido uno para proteger el hogar. En el día mundial
de la propiedad privada, con el objeto de homenajearlos, el alcalde inauguró un
monumento de hormigón en el centro del ex jardín botánico que había construido
Carlos Thays. Allí, los primeros
domingos de cada mes se realiza un extraño ritual en homenaje a Hades y los
curiosos arrojan una monedita de 10 centavos para que la suerte los proteja en
la próxima adquisición.
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