Al igual que durante el
siglo XX, los últimos años han sido testigos de conflictos por territorios, intervenciones
militares, matanzas y genocidios. Asimismo, apenas estamos saliendo de una
pandemia a la que se respondió con confinamientos del mismo modo que se hizo
durante el medioevo. Sin embargo, se ha iniciado subterráneamente una nueva
disputa, sigilosa, una guerra de guerrillas cuyas consecuencias resultan impredecibles.
Tiene que ver con la ocupación de territorio, en un sentido, pero está
claramente asociada al fenómeno de la globalización y a la circulación de
personas. Ya tiene sus exiliados y, Dios no lo permita, puede que empiece a
contabilizar muertos. Hablo de la Guerra del Turismo.
En España tomó cierta
notoriedad a fines de abril con las protestas en Canarias, con huelgas de
hambre incluidas, contra la construcción de dos nuevos hoteles como emblema de
un modelo de negocios que altera la vida de los lugareños; asimismo, ya existía
el antecedente de Mallorca donde el año pasado se habían colocado carteles
falsos en las playas advirtiendo la supuesta caída de rocas o la presencia de
medusas. Y, por si esto fuera poco, podríamos agregar las protestas en
Barcelona o lo ocurrido en Málaga donde aparecieron pegatinas violentas con
lemas como “a tu puta casa” o “apestando a turista”.
En otro contexto podrían
considerarse acciones xenófobas, pero como las protestas han sido acogidas como
una reivindicación “de izquierdas” e incluidas en la agenda del anticapitalismo
“decrecentista” que aboga por la “reducción del consumo”, los activistas pudieron
evitar el estigma.
Por supuesto que no se
trata de una problemática estrictamente española. En Hallstatt, un pequeño
pueblo de Austria cuyo paisaje había servido de inspiración para la película
Frozen, hartos de los miles de turistas que buscaban selfis con el “telón de
fondo”, decidieron construir una valla para impedir la visión; y si de grafitis
se trata, los atenienses fueron bastante más allá cuando en algunas de las
paredes de la ciudad se pueden leer cosas tales como “Vamos a quemar Airbnb”.
Lo cierto es que esta
suerte de turismofobia se está extendiendo especialmente por Europa, impulsada
por críticas que, en general, son sensatas: al ruido, la basura, los
incidentes, el riesgo sobre el patrimonio histórico, etc., se le agrega un tema
central, esto es, el aumento exponencial en el precio de los alquileres para
vivienda en las zonas más turísticas.
La consecuencia de ello
es la literal desaparición de los locales (de hecho, ya no es posible ver a
nadie paseando un perro en un casco histórico) y una transformación urbanística
hacia la desidentificación plena. Se da así la paradoja de turistas visitando
distintos lugares que, en la práctica, acaban pareciéndose; ciudades que
devienen zombis, cáscaras artificiales que se llenan y se vacían diariamente
siguiendo la dinámica propia del peor consumo: visitar la atracción, sacarse la
selfi para que los demás sepan lo bien que la estoy pasando y luego disimilar
la ignorancia en historia y geografía comiendo y bebiendo.
A propósito, recuerdo
una entrevista publicada en el número 30 de L’Espresso a Ryszard Kapuściński, el periodista polaco que de viajar sabía
bastante, quien allá por el año 2006 afirmaba algo que se puede extender, en
parte, a todo el turismo, incluso el que va a Europa:
“El objetivo del turista, (…) es paradójico: evitar
escrupulosamente conocer el país en el que transcurren sus vacaciones, su
lengua y su gente y en donde gastan su dinero. El turista evita los medios de
transporte de los “indígenas” porque los considera sucios, lentos, inseguros. Además,
el turista no quiere hacer contacto con la gente del lugar (si acaso con los
necesarios empleados del hotel) porque tiene miedo de enfermedades, o que les
pidan dinero. Un miedo que prevalece sobre cualquier curiosidad. Le interesa la
comida, el vino, las comodidades, la terraza y la piscina, el sol”.
Ahora bien, quien había imaginado un
conflicto en torno al turismo había sido el escritor británico James Graham Ballard,
en un cuento titulado “El parque temático más grande del mundo”. Sin embargo,
el autor de El imperio del sol, lo pensó
como un conflicto impulsado por los turistas de alto consumo que se disponen a
derribar el mito protestante de la salvación gracias al esfuerzo del
trabajo.
En
el cuento, la rebelión comienza con algunos miles de turistas franceses,
británicos y alemanes que descansaban en la Costa Azul y la Costa del Sol, los
cuales repentinamente decidieron que no tomarían el avión de regreso. Pasando
los meses ya había que hablar de “turistas exiliados de forma permanente” que,
en el caso de los más jóvenes, una vez acabada la ampliación de los gastos de
la tarjeta de crédito, se dedicaron a dormir en la playa e, incluso, a realizar
algunos robos menores en el vecindario.
Pero
esto no era todo pues comenzaron las revueltas en Málaga, Mentón y Rímini ya
que los hoteleros decidieron llamar a la policía, hartos de estos okupas VIP deseosos
de vivir en modo vacaciones.
Con
la fina ironía que maneja Ballard, el relato continúa señalando que, dado que
los millones de turistas habían invadido las playas, era posible que el Louvre
y el palacio de Buckingham, sin prácticamente visitas, fueran vendidos a una
compañía hotelera japonesa. Además, el británico señala que esas hordas de
turistas rebeldes se organizaron, primero en asambleas democráticas, pero luego
degeneraron hacia sistemas anárquico autoritarios enormemente violentos. El
estado de naturaleza de los turistas ricos arrojaba así resultados previsibles,
pero con el glamour de los últimos trajes de baño y un envidiable
bronceado.
De
repente, todo devino muy confuso. De hecho, Ballard indica que, en uno de los
conflictos, la policía esperaba a un líder rebelde al estilo Napoléon pero que
ni siquiera “consiguió hacer frente a la agresiva brigada de morenas madres
desnudas que, entonando cánticos ecologistas y lemas feministas, avanzaban sin
titubear sobre el cañón de agua (…) [ni a los] Comandos de dentistas y
arquitectos [que] se pavoneaban por las calles estrechas lanzando sus patadas
de karate más feroces”. Pareciera escrito en 2024.
Finalmente,
Ballard concluye que Europa, cuna de la civilización occidental, había dado a
luz el primer sistema totalitario combinado con el ocio y acabó anticipando,
quizás, la vehemencia consumista que pareció reverdecer después de la pandemia.
Lo que nunca imaginó es que la respuesta a este modelo la darían los vecinos de
los principales destinos turísticos que se beneficiaron con el turismo y ahora
responden con un nivel de agresividad inusitada.
Por
ello, es de esperar que la próxima guerra no sea por los recursos naturales ni
por la religión sino por el derecho a vacacionar y a poder llevarnos un suvenir
de una ciudad vaciada, y que los próximos ciberataques no vayan contra los
sistemas de seguridad de los Estados sino contra Booking.com o Instagram.
Cuál
será el detonante, no lo sabemos. Quizás la confusa muerte de un guía de Free Tour o un envenenamiento masivo de
chinos en un tour gastronómico; quizás una rebelión de propietarios de Airbnb, una
intervención extranjera para rescatar el patrimonio histórico de una ciudad, o una
reacción contra el decreto que determina que las montañas y el mar son
fascistas.
¿Quién
hubiera imaginado que el próximo “No pasarán” se dirigiría a los turistas y que
la respuesta frente a ello pudiera ser un “¡Low
Cost o Muerte! Venceremos”?
No hay comentarios:
Publicar un comentario