Francia
atraviesa uno de los escenarios más conmocionantes de su más reciente etapa
democrática. Naturalmente, es parte de un proceso que viene de larga data, pero
en las últimas semanas se ha traducido en las urnas de un modo inédito.
Hablamos, claro está, del resultado de las elecciones parlamentarias europeas y
lo que ha sido compartido por todos los analistas como un “ascenso de las
derechas más radicales”.
Ha
sido este resultado el que precipitó la decisión intempestiva de Macron de
adelantar las elecciones legislativas intentando aprovechar el pánico moral
frente al lepenismo que tan buen resultado le venía dando y que ha sido
utilizado, también, por Pedro Sánchez en España frente a la “amenaza ultra”.
Pero, claro está, pareciera que esta vez no funcionó y, en la primera vuelta
electoral, el espacio de Le Pen se alzó con la victoria con casi un tercio de
los votos, seguido por un gran frente de izquierda algunos puntos por detrás y
relegando al espacio de Macron a un tercer lugar.
En
estas horas todo es especulación, proyecciones, etc., y especialmente, un final
abierto que parte de un sistema electoral bastante particular donde cada
distrito tiene sus candidatos y en donde es posible que muchos de los que
llegaron a la segunda vuelta se bajen para promover que todos los votos
“antiderecha” vayan a un único candidato que enfrente al lepenismo. Asimismo,
incluso ganando, puede que la derecha radical no cuente con la representación
necesaria para imponer su Primer Ministro de modo que habrá que esperar.
Sin
embargo, lo que sí parece seguro es que el espacio centrista ha sido trasladado
a un lugar marginal y que el futuro de Francia estará en manos de “radicales”,
sea de derecha, sea de izquierda, lo cual también plantea una advertencia a la
derecha que viene monopolizando las expresiones de hartazgo, esto es: el
espíritu antisistema que atraviesa el mundo occidental puede encontrar espacios
de representación también en una izquierda radical. Porque el malestar es uno,
pero la salida es diversa.
Dicho
esto, como suele ocurrir cada vez más a menudo, ha sido la literatura, antes
que los ensayos y los trabajos académicos de los analistas, la que mejor ha
comprendido los dilemas que plantea este fenómeno y, en el caso particular de
la novela a la que vamos a referir, la que mejor ha comprendido las
consecuencias que puede tener para los espacios de centro sostener su
legitimidad en el mero hecho de ser “los únicos capaces de evitar el ascenso de
la ultra derecha”. Hablamos de Sumisión,
la polémica novela de Michel Houellebecq, publicada en 2015, la cual fue
interpretada como islamofóbica y misógina, entre otras tantas cosas, y que le
ha valido amenazas de todo tipo.
Para
los que no conocen la trama, Houellebecq imagina una elección presidencial en
el que la candidata Marine Le Pen es la más votada pero no logra alcanzar el
porcentaje necesario para ganar en primera vuelta. Hasta aquí, nada extraño. Es
lo que viene sucediendo, de hecho. El punto es que el autor de El mapa y el territorio introduce un
elemento enormemente irritativo para los sectores progresistas: postula la
existencia de un nuevo partido denominado Hermandad Musulmana, el cual, gracias
al crecimiento de la población francesa que profesa esa religión, acabaría
obteniendo el segundo lugar con el 22,3% de los votos, desplazando así al
candidato socialista por apenas cuadro décimas.
Mohammed
Ben Abbes, el candidato de la Hermandad, no es un colectivista ni un
euroescéptico. De hecho, tiene un discurso liberal en lo económico y una
propuesta imperial para una Europa ampliada que incluiría a Marruecos, Turquía,
Argelia y Túnez, para luego dar paso al Líbano y Egipto. Eso sí, Ben Abbes
tiene una particular pretensión: quiere acabar con el laicismo en Francia.
Ahora
bien, lo que resulta irritativo para el progresismo no es la bastante
inverosímil creación, a los fines literarios, de un partido musulmán capaz de
ganar una elección en Francia. Lo incómodo es que Houellebecq plantea que, ante
el peligro del ascenso de la ultraderecha, los espacios de izquierda harían un
pacto con La Hermandad, de modo tal que, con los votos de la izquierda
“antifa”, un partido musulmán, liberal y antilaico, ganaría las elecciones en
Francia.
¿Cómo
sigue la novela? La consecuencia del triunfo no se hace esperar y la
prestigiosa Sorbona deviene islámica; los colegios laicos pierden gradualmente
el apoyo económico del gobierno en detrimento de los petrodólares que se
invertirán en escuelas privadas islámicas; el delito baja gracias a las
políticas de mano dura, y la desocupación disminuye drásticamente porque las
mujeres se retiran del mundo del trabajo para quedarse en el hogar cuidando a
los chicos gracias a políticas públicas de incentivo económico para aquellas
que privilegien el orden familiar tradicional.
Sin
adelantar demasiado de la novela, Houellebecq lleva al extremo el cinismo de la
cultura europea actual cuando el protagonista, un burócrata profesor e
investigador de la Universidad, descreído, desapegado e indolente, acaba
abrazando el Islam porque le permite regresar a la Sorbona y llevar una vida
poligámica con varias mujeres, algunas de las cuales cuidan del hogar y otras,
más jóvenes, le resultan funcionales a sus ocasionales deseos sexuales.
El
nombre de la novela, Sumisión, hace
referencia a lo que sería, según el autor, el concepto clave para entender el
corazón del Islam. Sin embargo, también podría interpretarse como una
advertencia al modo en que Europa se entrega sumisamente al sacrificio de sus
valores, su cultura y sus libertades en nombre de sus culpas y sus propios
fantasmas.
Lo
cierto es que, si salimos del mundo de la ficción, hoy, frente a Le Pen, no
está la Hermandad Musulmana sino un gran frente de izquierda en el que
sobresale, justamente y vaya paradoja, el partido de la izquierda radical de
Mélenchon, llamado Francia Insumisa, acusado de azuzar el antisemitismo entre
los partidos de izquierda por sus posiciones críticas a la política de Israel
contra Palestina.
Llegados
a este punto, y a manera de reflexión final, entonces, el escenario francés
plantea, en términos generales, un ejemplo más de las consecuencias que puede
acarrear la costumbre electoral de votar candidatos que solo brillan frente a
la demonización del adversario y, al mismo tiempo, expresa una enorme lección para
aquellos espacios de centro que consideran que el rechazo al radicalismo
alcanzará para hilvanar triunfos electorales. ¿No se dieron cuenta que, quizás,
frente a un partido radical (de derechas) podría surgir, como más competitiva, antes
que una propuesta de centro, una opción también radical, pero de izquierdas?
Por
último, de cara a la segunda vuelta, se plantea una pregunta incómoda para los
votantes, la misma que se puede inferir de la novela de Houellebecq: ¿qué se
está dispuesto a sacrificar para que “no gane la derecha”? ¿Cualquier cosa que
esté en frente de la derecha, como en su momento fue Macron, es mejor,
entonces? ¿Esto incluye, acaso, votar a ese gran Frente de los insumisos de
izquierda reunido para la ocasión, cuyos planteos abren varios interrogantes?
La
posibilidad de un progresismo votando por una eventual “Hermandad Musulmana”
para que “no gane la derecha que viene por tus derechos”, está más cerca de lo
que parece.
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