La hipótesis es provocadora y
viene levantando polvareda desde su formulación. Podríamos resumirla así: el
aumento exponencial de casos graves de enfermedades mentales en adolescentes y
jóvenes obedece a la gran reconfiguración de la infancia producida por el uso
del Smartphone.
Quien lo afirma es el psicólogo social
estadounidense, Jonathan Haidt, en su último libro, La generación ansiosa, publicado en español hace apenas algunas
semanas, un texto en el que referencias a investigaciones y estudios empíricos hay
de sobra. Y sí, claramente, habría que decir que, esta vez, a Mark Zuckerberg
“No le gusta esto”.
A propósito de datos, observemos
algunos. La depresión grave en adolescentes estadounidenses de 12 a 17 años
aumentó un 145% en las mujeres y un 161% en los varones más allá de que ellas
se encuentran más afectadas en términos absolutos.
¿No podría tratarse de un
sobrediagnóstico o de un efecto contagio producto de una época en que ser
víctima brinda un status? Haidt lo niega y se apoya en el crecimiento de la
tasa de visitas a los servicios de urgencia por autolesiones en preadolescentes
de 10 a 14 años. Desde 2010 a 2020, en el caso de las mujeres, aumentó un 188%;
en el caso de los varones, un 48%. En cuanto a las tasas de suicidio, para esa
misma edad, en el caso de los chicos creció 91% en el mismo período y, en el
caso de las chicas, un 167%. Digamos, entonces, que, con o sin contagio, lo
cierto es que lo que está sucediendo tiene efectos concretos.
En cuanto a los que ingresan a la
universidad, los números son igualmente dramáticos, a saber: los casos de
ansiedad han aumentado un 134% entre el 2010 y el 2020, y los de depresión un
106%. El punto es que aumentos de este calibre no se han producido en el resto
de las generaciones. Es más, si nos posamos en la generación boomer, por ejemplo, habría que decir
que los índices han disminuido.
Es evidente, entonces, que algo
sucedió en 2010. ¿Una guerra mundial? ¿La caída de algún muro en Berlín? ¿Una
pandemia? ¿Acaso una gran crisis económica? Nada de eso. Simplemente sucedió el
Smartphone que, junto a una serie de variables y un contexto cultural propicio,
explican, según Haidt, el fenómeno que estamos describiendo. De aquí que el
autor considere que, al momento de analizar las características de una
generación, antes que un hecho conmocionante, deberíamos hacer foco en el tipo
de tecnología preponderante en los años en que esa generación devino adulta.
Pero, ¿de qué generación
hablamos? De la conocida como Generación Z, la generación ansiosa, a decir de
Haidt, aquella de los nacidos a partir de 1995 y que entran en la adolescencia
en ese “fatídico” año 2010. Se trata de la primera generación que creció con un
Smartphone en el bolsillo. Ahora bien, ¿acaso no existían teléfonos móviles
antes de ese año? Sí, por supuesto, pero casi en simultáneo, entre 2009 y 2012
se da la convergencia de un desarrollo tecnológico que ha moldeado nuestra
forma de vida, probablemente, como nunca ha sucedido a lo largo de la historia.
Haidt refiere aquí al despliegue de la banda ancha, la llegada del iPhone y el
auge de las redes sociales gracias a la invención del botón de Me Gusta y
Compartir. Asimismo, aunque lo hayamos olvidado, otro paso clave es el iPhone
4, el primero en tener una cámara frontal que permite hacer las selfis, y el
hecho de que Facebook haya comprado Instagram en 2012 dándole un impulso
fenomenal a la red social donde la fotografía es lo principal. Esto será clave
para las niñas porque, en comparación con los varones, cooptados por las
consolas de videojuegos, ellas pasarán mucho más tiempo en las redes sociales,
ingresando en una espiral de comparación con influencers y filtros contra cuyos estándares de belleza es imposible
competir.
Pero, claro está, el cambio
tecnológico no lo explica todo. En este sentido, como ya lo indicara Haidt en
su libro anterior, La transformación de
la mente moderna, nada de esto podría comprenderse sin el trasfondo de una
generación de padres temerosos. Es más, el autor advierte una enorme paradoja:
los padres de hoy sobreprotegen a los niños en el exterior y los desprotegen cuando
éstos navegan por internet, como si los únicos peligros estuvieran de la puerta
hacia afuera.
¿Por qué los padres de los años
80 y 90 devinieron sobreprotectores? Haidt refiere a estudios que hablan de
cambios graduales en el diseño urbano, pero, sobre todo, al auge de la TV por
cable y las noticias 24/7; al creciente número de mujeres que trabajan, lo cual
genera un incremento de guarderías que sobreprotegen a los niños ante el temor
de una sociedad afecta al litigio fácil; al quiebre de la sociedad adulta por el
cual mi vecino ahora es alguien que no conozco y puede dañar a mi hijo, y a los
“expertos” en crianza cuyos consejos están más preocupados por adecuarse a sus
prejuicios que por expresar el consenso científico.
Dicho esto, el gran tema del
libro parece ser, al fin de cuentas, cómo educamos a nuestros hijos y, en este
sentido, las reflexiones de Haidt van en la misma línea del ya célebre No pienses en un elefante de George
Lakoff. Allí, lo más interesante es cómo el autor entiende que la división
entre republicanos y demócratas responde a dos tipos de concepción familiar y,
por ende, a dos formas de criar a los hijos. En este sentido, los conservadores
se basan en el modelo del padre estricto que cree que su deber es inculcar la
disciplina y los valores para que, el día de mañana, el niño sea capaz de
adecuarse a un mundo hostil y competitivo. Los progresistas, en cambio, se
basan en el modelo de los padres protectores, por el cual el deber de los
progenitores es escuchar a los niños, promover el valor de la cooperación y
hacer del mundo un lugar más amable.
Cruzando ahora ambos textos,
podría decirse que, según Haidt, el modelo familiar y moral del progresismo se
ha impuesto y eso es lo que explica que la infancia “basada en el juego” haya
sido reemplazada por la infancia “basada en el teléfono”.
La infancia basada en el juego,
aquella que nos constituyó a todos los que contamos más de 40 abriles, suponía
pasar la mayor cantidad de tiempo jugando con amigos en un mundo donde el
vínculo físico, sincrónico y cara a cara era esencial. Era un tipo de crianza
que estimulaba lo que Haidt llama una vida en “modo descubrimiento”, clave para
el desarrollo humano. Pero, claro está, frente a la generación de padres
protectores que considera que el exterior y la interacción con los otros es
motivo de riesgo, es natural que esa infancia basada en el juego sea
reemplazada por una infancia basada en el teléfono y que el modo descubrimiento
sea sustituido por el modo defensa. Sobre esta base es que podemos comprender
por qué la generación Z, además de ansiosa, depresiva, autolesiva y suicida, es
una generación victimista e infantilizada que todo el tiempo está reclamando y
pidiendo “protección” al Estado.
De hecho, Haidt dice que cuando
la generación Z llegó a las universidades, la atención psicológica de las mismas
se vio desbordada y que “libros, palabras, conferenciantes e ideas que
provocaron escasa o nula polémica en 2010 se consideraron en 2015
perjudiciales, peligrosos o traumatizantes”.
¿Qué deberían hacer tanto padres
como gobiernos y compañías? Según Haidt es necesario retrasar el momento en que
nuestros hijos acceden a internet; evitar que posean redes sociales hasta los
16; promover una normativa de “colegios sin móviles” y fomentar una crianza con
mayor independencia infantil. Se trata de acciones muy similares a las que, por
ejemplo, acaba de anunciar Macron en Francia.
Los números expuestos suponen la
necesidad de un accionar urgente pues todo hace prever que el escenario de la
salud mental entre los más jóvenes empeorará. Si esto ya es un motivo de
preocupación en sí, imaginemos cómo serán las cosas cuando estas generaciones
alcancen la edad suficiente para dirigir nuestras sociedades.
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