Golpe y contragolpe. Los portales del mundo reflejan la decisión de la justicia estadounidense de condenar a Trump y cuando la noticia todavía está caliente, el comité republicano informa haber batido todos los records de recaudación para su campaña en las primeras 24 horas posteriores a la condena.
Efectivamente, en ese lapso de
tiempo, la campaña de Trump recibió 52,8 millones de dólares de donantes
particulares, un tercio de los cuales no habían donado nunca.
Hacer pública esa información es
parte de la dinámica electoral y un claro intento de equiparar con un presunto
apoyo popular una decisión judicial que puede ser sospechada de poseer
intencionalidad política, como mínimo en lo que respecta al sentido de la
oportunidad, esto es, a unos 5 meses de la elección presidencial.
Pero dejando de lado esa
discusión como así también la del contenido de la acusación, hay algo en esa
reacción republicana que merece algunas reflexiones.
El lugar común, y no por ello
necesariamente falso, es el de acusar de populismo a este tipo de estrategias.
Y técnicamente hablando, es difícil llegar a otra conclusión. Es que se trata
del ejemplo clásico en el que un candidato apela al sentir popular de las
mayorías (que se expresaría en el apoyo récord medido en dólares, claro) para
oponerse a una medida judicial que estaría impulsada por “el poder”.
Una vez más, dejemos de lado la
interesante discusión acerca de si el Lawfare
es una estrategia que solo tiene como objetivo a los referentes progresistas, y
centrémonos en el núcleo de la narrativa de Trump. Como ustedes saben, el eje
de lo que podría considerarse el “populismo de derecha” impulsado desde Murray
Rothbard hasta Steve Bannon, supone la identificación de un eje de poder que
establece una novedad respecto a los enfoques de derecha tradicionales. Ese eje estaría conformado por una elite
gobernante que va bastante más allá de los funcionarios públicos o “los políticos”,
pues incluye también a corporaciones económicas, grupos de interés y a
tecnócratas e intelectuales surgidos de universidades cuyo discurso hegemoniza
los medios de comunicación. Es lo que a partir de la irrupción de Javier Milei
tanto en Argentina como en el mundo, reconocemos como “la casta” y, como habrán
notado, no difiere demasiado del tipo de discurso utilizado por buena parte de
los “populismos de izquierda” latinoamericanos que resurgieron a inicios del
siglo XXI.
Ahora bien, dicho esto, lo
interesante es que este tipo de estrategias suele obtener buenos resultados. De
hecho, no son pocos los que consideran que, contrariamente a lo imaginado, esta
declaración de culpabilidad contra Trump podría beneficiarlo. De ahí también
que éste, en tono provocador, advirtiese, haciendo referencia al día de las
elecciones, que el verdadero veredicto se daría el 5 de noviembre.
Naturalmente, nunca se sabrá
hasta qué punto esta decisión de la justicia estadounidense influye en la
elección, pero que un candidato pueda sostenerse frente a un ataque tan potente
contra su reputación, habla a las claras de una crisis fenomenal en la
credibilidad de las instituciones. Y no sucede solo en Estados Unidos: con
acusaciones de corrupción Cristina Kirchner ganó elecciones en Argentina y el
propio Lula venció a Bolsonaro después de haber estado preso por una causa de
corrupción, si bien ésta luego fue revisada por la propia justicia. Pero la
lista es inmensa y hasta podría incluirse el caso de España en el que, incluso
con un llamado a indagatoria a la esposa del presidente, el PSOE puede ser quien
más votos obtenga en las próximas elecciones al parlamento europeo.
Puse todos estos ejemplos
disímiles, los cuales a su vez incluyen referentes por izquierda y por derecha,
para, a su vez, mostrar que hay allí una matriz compartida pero que, por otro
lado, el lugar común de salir a defender las instituciones en sí y como tales,
resulta también problemático. Dicho de otra manera, más allá de la acusación en
particular, Trump tiene razón y le sobran los motivos cuando denuncia a “la
casta” que gobierna los Estados Unidos y la degradación institucional de los
distintos poderes del Estado como así también de los medios de comunicación e
instituciones como las universidades. Y esto no sucede solo allí: hoy son muy
pocos los medios de comunicación y los periodistas con algo de credibilidad en
el mundo entero; ni que hablar cuando nos introducimos en el sistema científico
y universitario a la luz de las noticias que nos llegan. En este sentido, basta
echar una mirada a los temas y las perspectivas de las publicaciones, las
tesis, los proyectos para becas y las investigaciones en ciencias sociales o
humanidades para notar cómo la homogeneidad y la ausencia de espíritu crítico
están a la orden del día.
En este sentido, criticar el
deterioro institucional de nuestros sistemas es más que bienvenido si
pretendemos una sociedad más justo pero, y aquí viene la paradoja también, ni
es cierto que nada de esas instituciones pueda rescatarse ni es posible una
vida en comunidad cuando todo el tiempo se está poniendo en tela de juicio
todo.
Entonces es verdad que la
justicia está lastrada por corrupción, operaciones, grupos de presión, pero, al
mismo tiempo, no toda la justicia ha sucumbido a ello y, aun si eso hubiera
sucedido, no hay sociedad posible sin un mínimo de confianza en ella. Y esto lo
digo en términos generales y no para justificar la condena a Trump sobre la
cual, insisto, no tengo más elementos que los de la prensa para pronunciarme.
El caso de la justicia es
particularmente importante porque también hay un discurso de izquierda para el
cual ésta es un actor por completo irrelevante del sistema democrático. Porque
cuando la justicia falla en contra, la izquierda denuncia Lawfare, cooptación por parte del poder fáctico, capitalismo o
heteropatriarcado. Pero cuando la justicia falla “a favor” no se le asigna
independencia ni se le quitan todos esos motes. Se afirma, en cambio, que ha
sido la presión social del pueblo que, vehiculizada a través de los referentes
de izquierda, lograron doblegar al poder judicial para que, finalmente, haga
justicia. En esta lógica, este poder del Estado republicano no cumpliría ningún
rol ya que sería solo un instrumento de ejecución de los intereses que logran
imponerse, sean los de los “poderosos”, sean “los del pueblo”. Hay media
biblioteca afirmando esto y se trata de autores respetables en muchos casos.
Pero reducir el rol del poder judicial a eso parece una simplificación.
Si bien esto podría valer para
todas las instituciones mencionadas, me poso específicamente en el poder
judicial porque su crisis es la que permite comprender esta suerte de infinita
querella sobre todos los temas que tanto caracteriza a las sociedades actuales
y que tan bien se refleja en Internet. Hoy parecería que todo tema, toda
afirmación, debe ser discutida. De hecho, toda verdad establecida es sospechosa
y hasta nos dicen que la Tierra es plana. Sumemos a esto que el avance
tecnológico hace que ya no podamos creer en lo que ven nuestros ojos puesto que
puede ser una manipulación digital.
Y esto me recuerda el avance que
implicó en la antigua Grecia el establecimiento de una justicia en manos del
Estado con un sistema de leyes público y un conjunto de derechos común a los
ciudadanos. Esta transformación acabó con las venganzas sucesivas que se
propinaban los clanes, cuando el sentido de justicia no era otro que el que cada
uno podía ejecutar en sus manos, lo cual tenía como consecuencia natural la
eternización de los conflictos. Pero con la aparición de un sistema de justicia
“imparcial”, las partes interesadas acordaron aceptar que, aún en desacuerdo,
la justicia tendría la última palabra. En este sentido es que decimos que no
parece haber convivencia posible sin un mínimo de credibilidad en el
sistema.
Para finalizar, no tengo más que
aportar perplejidad y asumir que hay allí una tensión inherente a nuestras
sociedades. El poder judicial, y las instituciones en general, han perdido
credibilidad por muy buenas razones. El populismo tiene razón en esas críticas
y los institucionalistas de la defensa en sí y sin más de los espacios que
representan, deberían rendir cuentas frente a las necesidades insatisfechas de
las sociedades que reclaman. Asimismo, sacudir el statu quo, ponerlo en tela de juicio, asumir un sentido crítico
también contra las instituciones de turno es siempre un ejercicio que, por los
canales adecuados, puede ayudar a mejorar el orden de cosas. Pero la dinámica
“Joker” de prenderlo fuego todo, (algo muy de moda en Occidente, probablemente
la única cultura tan culposa que promueve su autodestrucción), genera un clima
de zozobra, rompe lazos y afecta todo vínculo comunitario.
Creo que esa tensión no tiene
solución y en todo caso, de lo que se trata es de administrarla, moviéndonos
entre los dos polos, el de las ideales instituciones perfectas e inalcanzables
y el del “incendio constante”, como se ha hecho a lo largo de la historia, a
veces un poco mejor, a veces un poco peor.
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