Días atrás falleció Harun Farocki y quienes
siguen esta columna quizás recuerden que a partir de una muestra en Fundación
PROA, en febrero de 2013, habíamos mencionado las video-instalaciones de este
cineasta nacido en territorio alemán. Sin embargo, su nombre ya me rondaba en
las últimas semanas pues, naturalmente, cada vez que uno busca realizar alguna reflexión
sobre las imágenes, Farocki aparece como un artista ineludible, máxime en una
época en la que asistimos a una proliferación indiscriminada de fotografías y
videos vinculados a distintos conflictos entre los que cabe resaltar lo que fue
denunciado como un intento de golpe de Estado en Venezuela y la actual situación
en Gaza. Y como probablemente sucederá con aquellos episodios en los que
intervengan intereses occidentales, el intento por incidir en la opinión
pública estará atravesado no solo por los medios tradicionales sino, cada vez
más, por el mundo de las redes sociales, mundo que pocas veces plantea agendas
alternativas pero que, sin dudas, se maneja por carriles y lógicas diferentes.
En aquella oportunidad mencioné varias obras de
Farocki pero las vinculadas a la temática que aquí interesa desarrollar habían
sido las siguientes. Por un lado estaba Ojo/Máquina, video instalación en
la que en un video de quince minutos y a pantalla partida, el artista muestra
una serie de imágenes de misiles teledirigidos que son utilizadas por las
fábricas de armas como estrategia de marketing; también se encontraba Juegos Serios III: Inmersión, referido a
un tipo de terapia basada en animaciones y realidad virtual dirigida a soldados
con trastorno de estrés postraumático tras la invasión estadounidense a Irak. Estos
videos marcaban una cierta obsesión de Farocki por la temática, algo que ya
había comenzado a desarrollar en El Fuego inextinguible, de 1969, una cinta con una
extensión de apenas veintiún minutos que denuncia tanto la relación existente
entre el gobierno estadounidense y la industria química para la producción de
Napalm, como el modo en que la lógica de la producción del armamento hace que
todos aquellos que colaboran con su elaboración (científicos, técnicos,
operarios) mantengan, con el producto, una relación de ajenidad que los separa
de cualquier tipo de interrogación moral acerca de su quehacer. Por último, en
aquella columna también había recordado que Farocki se había interesado en el
vínculo entre los medios de comunicación, las imágenes y los regímenes
totalitarios. De aquí que en 1992 realizara Videogramas de una
revolución, un video que recopila registros audiovisuales en el marco del
derrocamiento de Ceaucescu en Rumania. Allí Farocki realiza un contrapunto, o
un complemento, según cómo se interprete, entre los videos oficiales de un
discurso del dictador vitoreado en la plaza mientras se escuchan disparos y el
griterío de una multitud sin que la cámara se ocupe de mostrar los disturbios,
y las imágenes amateurs de ciudadanos rumanos que grababan el modo en que ellos
vivían la revolución a través del noticiero en el contexto en que una de las
acciones más importantes de los rebeldes había sido ocupar durante cinco días
la Televisión Pública.
Farocki fue un realizador que nos
advirtió que las imágenes no necesariamente son un canal de transmisión de
verdad. En esa línea bien podría caminar junto a Jean Baudrillard quien en su
célebre La guerra del golfo no ha tenido
lugar, reflejaba el modo en que en las guerras actuales (especialmente
aquellas en las que interviene directamente Estados Unidos), no aparecen imágenes
de muertos, ni sangre, ni territorios devastados. Todo lo que sabemos de las
guerras de fines del siglo XX y principios del siglo XXI nos es relatado desde
la mirada parcial del cronista de agencia internacional que nos deja ver allá a
lo lejos una lucecitas que van y vienen y que podrían ser bombas o fuegos
artificiales. Los muertos “no están”, “no se ven”. Son solo un ejercicio de
contaduría en medio de un espectáculo.
Ahora bien, al principio les
manifestaba que la irrupción de redes sociales aporta una lógica propia que
puede ser interpretada como una vía para vulnerar la censura que imponen los
involucrados en los conflictos pero existe también “la otra cara” de esta
lógica y es sobre este punto que me interesaría reflexionar.
Recuerde el último conflicto en Venezuela a principio de este mismo año:
protestas opositoras en las calles de algunas ciudades importantes,
enfrentamientos con partidarios chavistas y una denuncia de intento de golpe de
Estado por parte del gobierno. En ese contexto, en un artículo llamado “Twitter
y Venezuela, la orgía desinformativa” publicado en www.eldiario.es, el periodista español Pascual
Serrano se ocupó de denunciar el modo en que a través de las redes se
utilizaron fotos de maltratos, represión y asesinatos en Chile, Siria, Egipto y
Honduras, para sensibilizar a la opinión pública haciéndolas pasar por imágenes
del conflicto en Venezuela. Así, por ejemplo, la imagen de una estudiante
chilena llevada por carabineros en 2012 es presentada como el accionar violento
de la policía chavista; una decena de hombres masacrados en Siria recientemente
son retratados como estudiantes muertos en Maracay; una foto con bebés en cajas
dentro de un hospital de Honduras fue compartida como imagen de un hospital de
Venezuela y, lo más increíble, la imagen de una película porno gay en la que un
muchacho realiza una felatio a un grupo de hombres vestidos de policía,
recorrió el mundo como “aquello que la policía venezolana le hace a los
estudiantes que protestan contra el régimen”.
En el caso del actual conflicto en Gaza, circulan decenas de imágenes a
través de los canales alternativos a los medios tradicionales. Por razones de
espacio mencionaré las dos más impactantes: el primer plano de un nene de unos
cinco años, aparentemente, palestino, literalmente partido al medio por una
bomba; y un video de lo que sería, una vez más, aparentemente, un terrorista de
Hamas, celebrando y mostrando a la cámara la cabeza de dos occidentales que
acababa de decapitar. Hecha esta descripción creo que poco interesa si estas
imágenes son o no falsas. En todo caso, lo que interesa, es hacer énfasis en un
fenómeno que parece contrariar lo mencionado en un principio a partir de la
mirada de Farocki y Baudrillard. Pues, en un sentido, aquí no hay video juego ni
animación; tampoco hay ocultamiento de los muertos y de la tragedia diaria que
se vive en los conflictos. Más bien todo lo contrario: la imagen más cruda
circula libremente. La pregunta que cabe hacer es si esta proliferación de
imágenes (incluso si éstas fueran reales, algo que, en la mayoría de los casos
no es así) ayuda a comprender mejor los conflictos, a obtener elementos
informativos que nos permitan a los ciudadanos tener fundamentos para poder
formar una opinión. Y creo que la respuesta debe ser negativa. Con esto no
estoy diciendo que esas imágenes no deben circular. Estoy diciendo que esas
imágenes no funcionan como insumos para reflexiones posteriores sino todo lo
contrario: buscan un efecto inmediato que cancela cualquier tipo de elaboración
sensata. ¿Qué puedo pensar después de ver un cuerpo descuartizado de un nene de
cinco años o un energúmeno con dos cabezas humanas en la mano? Se trata de una
imagen que desinforma, que transita el sendero de la economía del lenguaje; una
imagen que busca que se suspenda toda palabra, que se reflexione menos en un
mundo que es demasiado complejo como para darnos el lujo de dejar de hablar y
de reflexionar; una imagen que nos permite distinguir rápidamente buenos y
malos en los 140 caracteres (unas 20 palabras) que la red social Twitter otorga;
una imagen que nos convence de que ya lo hemos visto todo (cuando todavía no
hemos reflexionado nada).
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