Mucho se ha
hablado del modo en que las nuevas tecnologías fueron determinantes para el
triunfo de Obama en las elecciones de 2008. Para el que no lo recuerde, bajo una
estricta estrategia secreta, un grupo de expertos en sistemas, sociólogos y
matemáticos fueron convocados para participar durante 18 meses, desde la
llamada Cueva (una sala del principal
búnker de campaña), de la recolección, clasificación, cruce y análisis de datos
de los ciudadanos estadounidenses habilitados para votar. Esto que a simple
vista no parece novedoso, debe ponderarse tanto cuantitativa como
cualitativamente porque supuso la llegada de lo que se conoce como los big data a la política, y porque expone
como nunca el modo en que se reconfigura la mirada sobre el votante.
Los big data son sistemas complejos capaces
de poder manejar un enorme volumen de información sin que ello vaya en
detrimento de la velocidad y la variedad de esos datos. En este sentido,
supóngase que un equipo de campaña de un candidato x es capaz de unificar la información de una enorme cantidad de
encuestas a lo largo de todo el país y durante un determinado lapso de tiempo.
Esa importante información podría dar cuenta de cuál es el nivel de simpatía o
antipatía del electorado en relación a determinado candidato según estrato
social, región, nivel educativo y edad
entre otras variables. Pero los big data
de Obama tenían algo más que estos datos que ya se encuentran disponibles en
cualquier parte del mundo en el que un candidato puede contratar a una
encuestadora. El plus de información lo dieron las redes sociales y lo que se
conoce como “minería de datos” pues el grupo de La Cueva promovía adherirse a la candidatura de Obama vía Facebook y de esa manera lograba acceso
no sólo a aquellos convencidos sino a los amigos de los convencidos que no
siempre lo están, y a los amigos de los amigos de los amigos, etc. Gracias a
esto, las variables antes mencionadas no eran desechadas pero el nivel de
especificidad que se ganaba era abismal. Por poner un ejemplo, se dice que a
partir de los big data se pudo
reconocer cuál era la serie favorita de las mujeres de un pueblo de uno de los
distritos más reacios a aceptar la candidatura del actual presidente y, gracias
a una estrategia de marketing que incluía publicidad en los intervalos de ese
programa, se logró revertir la situación. Esto quiere decir que a la
información de las encuestas tradicionales se le sumaron datos sobre gustos
personales que incluían libros y películas favoritas, pertenencias deportivas,
frecuencia con la que se visitan espacios de recreación y toda la información
privada relevante e irrelevante que insólitamente volcamos en las redes
sociales. El partido demócrata invirtió unos 100 millones de dólares en construir
esa gigante base de datos y se dice que gracias a ella Obama conoce el nombre y
el apellido de los 69 millones de habitantes que confiaron en él en 2008.
Sin duda, bien
interpretada, esta información puede ser importante al momento de enfrentar una
elección y hay muchos candidatos en Argentina que son reconocidos por su devoción
a las encuestas y su acercamiento al fenómeno de las redes sociales, terreno en
el que hoy se reproduce buena parte de los temas de la agenda pública sin que
ello la transforme necesariamente en representativa del clima social tal como
algunos optimistas e interesados se apresuran en afirmar.
Pero más allá del marketing político resulta
interesante reflexionar acerca del modo en que esta posibilidad de
fragmentación de los datos altera el modo en que se interpreta al electorado y
al ciudadano que vota. En otras palabras, el ciudadano que vota podría ser
caracterizado más que nunca por aquello que el filósofo Gilles Deleuze denominó
proceso de “dividualización”. Este término viene a reemplazar un proceso
anterior, clave de la modernidad, que fue la “individualización”, la irrupción
del sujeto, que en el ámbito de la filosofía se ubica a partir de la reflexión de
Descartes y su célebre “pienso, luego existo”. Es desde allí que se considera
que existe una racionalidad afincada en un cuerpo individual al que le inhieren,
en tanto cuerpo humano, una serie de derechos también individuales. El fin de
la modernidad, en cambio, trajo un proceso de división, de fragmentación en el
sujeto: una dividualización. Ya no hay individuos sino dividuos. Ya no somos
unidades claramente delineables sino un conjunto de fragmentos reunidos
arbitrariamente bajo un número de DNI. Donde esto se ve con claridad es en
Internet donde más que como una unidad somos vistos como perfiles de consumo.
La red no globaliza identidades individuales sino fragmentos a los que se les
despoja de los rasgos identitarios que supimos conseguir en los últimos siglos.
El primero de estos rasgos perdidos es la nacionalidad. Esto hace que el único
número que interese no sea el del documento de identidad ni el del pasaporte
sino el de la tarjeta de crédito, y nuestra identidad no sea otra cosa que una
ficción constituida por los seudónimos (nicks) con los que ingresamos como usuarios
a los servicios que páginas de nuestro interés solicitan.
Ahora bien, la
fragmentación no llega a los padrones electorales donde la variable individual
y el nombre propio como unidad indivisible siguen existiendo. Sin embargo,
¿hasta qué punto el marketing político no está pensando su objeto como
fragmentario? En otras palabras, ¿no se estará reemplazando la mirada
tradicional sobre el votante por aquella que impera en la lógica analítica de
la división cada vez más microscópica que impera en la web? ¿No será esta
dividualización un aporte más hacia una mirada que equipara elegir un
determinado candidato con la decisión de seleccionar un producto?
Sin pregonar
por un retorno romántico a un paraíso que nunca existió, el vertiginoso avance
de las nuevas tecnologías y de una cultura de la conectividad en la que no hay
delimitación clara entre lo privado y lo público, abre una enorme discusión
acerca del modo en que la información que, voluntaria e involuntariamente, allí
se expone, puede ser utilizada no sólo por los Estados sino por las empresas.
Pero además, las nuevas tecnologías están contribuyendo enormemente a una
reconfiguración de la identidad y de la autocomprensión que los seres humanos
tenemos de nosotros mismos. Sin duda esto tiene consecuencias en la arena de la
política y en los modos de acercamiento a electores que comienzan a ser vistos
como fragmentos de decisión y no como unidades complejas. Claro que, a su vez,
la información de los big data podría
utilizarse en el momento postelectoral, es decir, en el momento en que se
acaban las promesas y hay que poner manos a la obra. Allí sin duda, reconocer
la especificidad de las reivindicaciones de cada uno de los votantes parece una
herramienta infinitamente útil pero una enorme cantidad de datos no garantizan
ni un buen diagnóstico ni una buena solución. Menos que menos puede responder a
cuáles son las razones por las que un electorado hace determinadas
reivindicaciones y si tales reivindicaciones son razonables. Para eso no hay wikipedia ni máquina que valga.
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