Fue el contrabando el que introdujo la flor de
loto en la Argentina. No se sabe cuándo ni quién ni cómo ingresó pero algunos
dicen que la primera semilla provino de Europa aunque otros hablan de Rusia y
hasta de Nepal. Lo cierto es que hoy la flor de loto es consumida por minorías
con mucha ascendencia social y que responden a una sociedad secreta denominada
Los Falklands. Cada miembro argentino de esta sociedad utiliza un seudónimo sajón
para poder ingresar y debe llevar en la mano el ejemplar de La Nación del último domingo.
A pesar de que
no es ilegal, el consumo desmesurado de la flor de loto es algo que la alta
alcurnia no se atreve a reconocer públicamente puesto que las consecuencias de
este verdadero vicio lleva a conductas execrables que algunas veces despierta
la ira mayoritaria. El problema no es la forma rizomática de las raíces de la
flor más allá de que éstas desafíen la idea de origen y las legitimidades que
desde allí se constituyen, legitimidades mucho más fuertes que el tronco más
fuerte del árbol más fuerte; en todo caso, el problema es lo que produce en la
memoria y sus consumidores se resisten a aceptar: el olvido de la patria. Así
lo contó Homero en la Odisea cuando, emprendiendo
el regreso desde Troya, el viento llevó su navío hasta la isla de los
lotófagos, tierra que algunos identifican con las costas de Libia. El pueblo
lotófago, como su propia denominación lo indica, se alimentaba de esa flor que, en poco tiempo,
cautivó a algunos de los compañeros de ruta de Ulises y les hizo olvidar su
misión y su país. Fue sólo por la fuerza y gracias a que Ulises evitó la
tentación de comer la flor, que pudo capturar a los desertores, amarrarlos a la
nave y, por fin, continuar su marcha.
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