Cuadras
enteras llenas de hombres, mujeres y niños despidiendo entre griteríos y
llantos desconsolados los restos de Chávez, no son otra cosa que la
exteriorización de la irrupción de la dimensión afectiva de la política. Con
esto no estoy diciendo que el líder bolivariano sea bueno o malo sino
simplemente que el hecho político de la muerte del caudillo desnudó uno de los
aspectos que suelen ser demonizados en los análisis de las coyunturas políticas
y la construcción de identidades y referentes populares. Me refiero al carácter
pasional, del orden de lo emocional, que se establece entre el pueblo (o buena
parte de la ciudadanía) y esa singularidad física y mortal en cuyo nombre
propio se encarna un movimiento político. Una vez más, y va la segunda
aclaración, no se trata de realizar un panegírico de las pasiones ni ensalzar
presuntas virtudes románticas de cualquier manifestación popular espontánea. Se
trata nada más de advertir que no se puede dejar de soslayo este elemento. Y
para desarrollar esta idea preguntemos en primer término: ¿por qué hay tanto recelo
a la hora de introducir la variable pasional en el análisis político? La
respuesta es compleja pero comienza, sin duda, en las críticas que la tradición
socrático-platónica realizaba a la expansión democrática durante el gobierno de
Pericles. La idea era que permitir que cada vez más varones se transformaran en
ciudadanos con voz y voto abría la puerta a que se transformaran en
legisladores de la ciudad aquellos cuya naturaleza les exigía estar ajenos a
los asuntos públicos. Dicho de otro modo, la visión aristocrática que Sócrates
y su discípulo promovían afirmaba que ciudadanos debían ser sólo aquellos
capacitados, aquellas almas en las que prevalece el aspecto racional. Se trata,
claro, de una característica de la que sólo gozan unos pocos elegidos. Bajo
este presupuesto, la apertura propuesta por Pericles y encarnada en la figura
de los sofistas, maestros en un arte de la persuasión accesible a cualquiera,
era vista como un gesto demagógico hacia aquellos sectores postergados que, en
tanto incapaces, eran fácilmente convencidos con argumentos que apuntaban al
placer instantáneo antes que a un bien duradero. De aquí que los sofistas, esta
suerte de sujetos pre-maquiavélicos, fueran criticados pues, al momento de hacer de consejeros de los
políticos, sugerían darle al pueblo lo que el pueblo quería aun cuando eso
fuese nocivo en el largo plazo. Incluso, podría decirse más, esto viene de la
mano de una suposición, que en algunos casos llega a la actualidad, y es
aquella que afirma que el pueblo siempre se equivoca, justamente, porque no
puede ver nunca más allá del aquí y del ahora.
En la
modernidad, las estructuras sociales ya no podían ser legitimadas por un orden natural
ni por una entidad trascendente, pero las pasiones siguieron siendo mal vistas.
De aquí que los diferentes pensadores que se ocuparon del origen y la
legitimidad del Estado apuntaran a un pacto entre seres racionales. La idea era
que la base de una sociedad justa no podía estar establecida por sujetos
movidos por las pasiones más allá de que en autores como Hobbes una emoción
como el miedo haya sido uno de los motores de su teoría.
Dicho esto, si bien en cada época existieron
pensadores que llamaban a tener en cuenta el elemento pasional y afectivo, la
imposición de la tradición racionalista los condenó a tener mala prensa. Y es
desde esta perspectiva que los fenómenos de liderazgos de masas durante el
siglo XX y el siglo XXI suelen seguir siendo interpretados en clave de
manipulación o sugestión. Sea que venga por derecha o por izquierda, se acusa a
estos procesos de autoritarios, totalitarios, cesaristas, etc. y se resuelve la
explicación de la relación con el pueblo en términos del presunto carácter
hipnótico que un líder carismático irradia hacia una masa de pobres
desvencijados deseosos de satisfacer sus necesidades inmediatas. En este
paquete, junto al nazismo, el stalinismo o el fascismo, ha caído el populismo
que, sin duda, caracteriza a la construcción política chavista.
Si bien no es este el espacio para discutir
acerca de qué se entiende por populismo, recuérdese que esa definición
instalada del sentido común que prácticamente lo equipara a una de las plagas
de Egipto, no es la única definición posible, tal como señalara Ernesto Laclau
en el primer capítulo de La Razón
populista. Con esto, claro está, no quiero poner en tela de juicio el
carácter personalista de Chávez ni obviar el modo en que en varios de los
discursos que brindara no faltaba oportunidad para presentarse como una suerte
de encarnación del pueblo. Incluso, sin proponérselo, claro, las condiciones de
lucha con una enfermedad tan traicionera lo elevaron directamente a una
personalidad mítica en vida. Todo esto resulta insoslayable. Pero lo que quiero
resaltar de la construcción política de Chávez y que en menores dosis se repite
en los liderazgos de centro izquierda de la región, es la reivindicación de la
pasión ya no entendida como una devaluación de lo racional. La pasión como
inherente al hecho político, guste o no. Porque el haber visibilizado a
sectores completamente olvidados, sumidos en la pobreza extrema sin atención
sanitaria, ni educación, ni vivienda ni trabajo genera naturalmente una buena
razón para establecer vínculos afectivos con ese líder y con ese movimiento.
¿Cómo no entender la pasión por el peronismo o por el chavismo en aquellos a
los que ningún gobierno prestaba atención?
Hablar de la
pasión como variable de lo político supone enfrentar esa parte de la biblioteca
que ha triunfado en los planes de estudio universitario y que entiende que la
política se reduce a una serie de reglas procedimentales, un conjunto de
instituciones republicanas que vehiculizan y tamizan la voluntad irracional de
las mayorías; una serie de instancias que se controlan entre sí con sucesivos
niveles de representación cuyo carácter presuntamente aséptico beatifica las
decisiones de los sectores dominantes. ¿Pero es esta la política racional? ¿Las
masas deben seguir a aquellos representantes que leyeron esa parte de la
biblioteca e hicieron de Venezuela un prostíbulo de petróleo con toda la
seguridad jurídica para quienes compraban el barril a 1 dólar?
¿Entonces las
masas deben dejar su costado pasional para comprender que es racional y serio
perseguir las políticas de los grandes centros financieros? En esta línea,
¿deben votar a aquellos que hablan pausado, poco y “en difícil”, pues no sea
cosa que le ocupen mucho espacio en la cadena nacional? ¿Deberán manifestarse a
favor de los blancos que tienen cara de estadista, visten bien y padecen cierta
afectación en los modos?
Permítame,
para finalizar, entonces, preguntar: ¿de dónde habrá salido que elegir ese tipo
de propuestas que llaman a administrar lo que hay y a manejarse en el campo de “lo
posible”, resultan elecciones más racionales que las otras? ¿Qué maravillosa
inteligencia o dispositivo habrá instalado en el sentido común que matar de
hambre a la mitad de la población es el producto de un plan racional y que hay
que esperar que la riqueza derrame?
En síntesis, ¿quién nos habrá hecho creer que
votar a un populista (como Chávez), un populista que da trabajo, salud,
educación y casa, es un gesto clientelístico basado en la pasión y en la
irracionalidad, pero votar a un técnico (como Rajoy), un técnico que aumenta la
desocupación, recorta en salud, en educación y apunta al récord de suicidios
por desahucio, es una lección racional de ciudadanos occidentales bien
pensantes y bien modernos?
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