Habiendo
pasado ya unos días de la victoria de Obama sobre Romney me gustaría dejar de
lado las elucubraciones acerca de qué puede esperarse de este nuevo gobierno
demócrata pues no se auguran demasiados cambios. Como contrapartida, un triunfo
republicano sí hubiera significado un importante giro en políticas sensibles al
interior de Estados Unidos y hacia el exterior seguramente hubiera implicado
una estrategia más agresiva capaz de transformar el mapa geopolítico más allá
de que, desde hace tiempo, el tipo de vínculo de Estados Unidos con el mundo no
lo determina el poder político sea demócrata, sea republicano. Pero era de
esperar que un Romney ganador agudizase el conflicto con Pakistán o Irán, y tomara
cartas en el asunto respecto a los desafíos económicos que le plantea China.
Asimismo, podía esperarse que la relación con Latinoamérica fuese mucho más
ríspida y que los choques con un aliado estratégico de la Argentina como Hugo
Chávez tuviera una escalada sin precedentes. Pero Romney no ganó, de manera que
todas estas reflexiones se tornan abstractas. Por ello, me interesaría hacer
énfasis en un aspecto más institucional. Me refiero al diseño electoral
existente en Estados Unidos, esto es, el país cuyo modelo de República ha sido
espejo para las constituciones latinoamericanas desde el siglo XIX. Tal
problemática resulta de relevancia no sólo para la actualidad de un país como
el nuestro en que la discusión acerca de la calidad de la democracia y el
respeto por las instituciones está constantemente atravesando la agenda pública,
sino porque también permite una visión comparada con algunos de los modelos
latinoamericanos que generalmente son examinados con lupa por las supuestas
debilidades que atentarían contra la transparencia democrática. En esta línea,
contrariamente a lo que muchos afirman, consideraré que el modelo
estadounidense es un mal ejemplo, con características antidemocráticas y
arcaicas. A continuación, entonces, intentaré justificar tal afirmación.
Lo primero que sorprende es cómo puede haber
un diseño que permita que pueda ser presidente alguien que fue superado en
cantidad de votos por su contrincante. No se dio en esta elección pues Obama
superó por el 2% a Romney pero sí sucedió, por ejemplo, en la controvertida primera
elección de George W Bush. La razón de
esto es el sistema de elección indirecta y sistema “toma todo” tan particular
de la democracia que dice ser la protectora por antonomasia de los derechos de
las minorías.
Siendo más específicos, el presidente es
elegido por un Colegio Electoral. Cada uno de los 51 distritos (50 Estados más
Washington) aporta, según su población, un número de electores que suman 538 y
el candidato que sea apoyado por un mínimo de 270 será el presidente.
Pero el mayor problema se da con el esquema de
lo que denominé “toma todo”. Adóptese, por ejemplo, el caso de Florida, un
Estado que aporta 29 electores. Allí, Obama, sorpresivamente, y más allá del
intenso lobby republicano y anticastrista, triunfó con el 49,9% sobre el 49,2%
de su rival. Apenas 60.000 votos de diferencia. Naturalmente, una elección tan
reñida debería distribuir proporcionalmente los lugares haciendo que, por
ejemplo, el ganador obtenga 15 y el perdedor 14 escaños. Pero no. El que pierde
se queda sin nada. ¿Resulta justo que quien obtenga 49,2% de los votos se quede
sin representación? Y además ¿usted se imagina lo dificultoso que puede ser
para una tercera fuerza independiente lograr algún tipo de participación con
este sistema?
El caso de Florida es paradigmático porque, si
usted no lo recuerda, fue ese el Estado clave para resolver la escandalosa
elección que llevó a Bush hijo al gobierno en 2000. Para los más desmemoriados,
el presidente que enfrentó el atentado a las Torres Gemelas, asumió tras un
fallo dividido de la Corte Suprema (5 votos sobre 9) que se conoció 5 semanas
después del día de la elección, y los votos de Florida fueron clave para que el
ex gobernador de Texas obtuviera 271 electores contra los 266 de su rival
demócrata Al Gore. Sin embargo, Gore había recibido casi 500.000 votos más que
su contrincante. Pero éste no fue el único caso, pues además de la elección del
año 2000, otras 3 elecciones (1824, 1876 y 1888) llevaron a presidir al país a
un candidato que triunfó en el voto electoral pero perdió en el voto
popular.
En palabras de uno de los autores de El Federalista, James Madison, el
sistema del colegio electoral permite a los representantes “refinar y elevar
las opiniones públicas, haciéndolas pasar a través de un cuerpo elegido de
ciudadanos, cuya sabiduría sea la que mejor pueda discernir el verdadero
interés de su patria, y cuyo patriotismo y amor a la justicia difícilmente
sacrificarían por consideraciones temporales o parciales”.
Esta mediación, a su vez, se complementa con
una arquitectura institucional que, a diferencia de las democracias clásicas
pensadas para pequeñas poblaciones, prefiere distritos electorales amplios y
periodos largos de cumplimiento de los mandatos en el Congreso para que “hicieran
al cuerpo más estable en su política y más capaz de contener las corrientes
populares que tomaran una dirección equivocada, hasta que la razón y la
justicia recuperaran su ascendiente”.
En pasajes como los citados se observa hasta
qué punto la desconfianza hacia las decisiones del pueblo se plasma en un
complejo de sucesivas capas de mediaciones que van filtrando la voluntad
popular en manos de unos pocos, si bien los “Padres Fundadores” eran
conscientes de que no siempre habría gobernantes iluminados y que el sistema
del colegio electoral puede favorecer un transfuguismo irrespetuoso de la decisión
de la ciudadanía.
Por último, algo que no es privativo del
sistema estadounidense pero que parece propio de su idiosincrasia
antiestatalista, es el hecho de considerar no obligatorio el voto. Hay mucho de
libertad moderna allí, de individuo ocupado en su proyecto de buena vida que
considera que el Estado necesita una administración mínima que “deje hacer”.
Pero, naturalmente, lo que sucede con este tipo de cosmovisión, es que el
porcentaje de votación es bajo y con ello la legitimidad de un gobierno corre
grave peligro. En esta elección, por ejemplo, alrededor de la mitad de la
población habilitada fue a votar. Imaginen este porcentaje aplicado al caso de
una elección como la Argentina en 2003. Néstor Kirchner ganando con el 22% pero
con una participación del 50% de los electores. Esto llevaría a un presidente
que asumiría su cargo con el voto de un 11% del padrón, lo que supondría, sin
duda, una legitimidad de origen absolutamente débil.
Para otro
artículo quedará la insólita disparidad de criterios existentes entre los 50 Estados
a la hora de legislar sobre el diseño y las autoridades que deben estructurar
el acto comicial y la participación ciudadana. Seguramente allí habría que
incluir un pequeño párrafo acerca de cómo los distintos husos horarios del país
hace que se empiecen a dar cifras oficiales mientras en buena parte del territorio
se sigue votando. Pero mucho más escandaloso sería indagar en la legislación
sobre el financiamiento de las campañas indicando el modo en que inciden los
magnates y los condicionamientos que semejantes apoyos constituyen. Por todo
esto, quizás, a la hora de pensar en qué podemos mejorar nuestro sistema, o los
pro y los contra de la última reforma política en Argentina, haya que valorar
los aspectos positivos de nuestro modelo y, en todo caso, antes de mirar a
América del Norte, habrá que estar atento a lo que sucede en aquellos países
latinoamericanos donde la participación popular y la legitimidad de los
gobiernos dan buenas señales de una robustez democrática que muchas grandes
potencias envidiarían.
1 comentario:
En que sitio (si está dsiponible) se pueden consultar El Federalista?
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