Esta semana la
agenda política argentina estuvo atravesada, sin dudas, por el episodio “8N” si
bien las principales preguntas que rodean a esta movilización vienen siendo
debatidas, al menos, desde el último cacerolazo del 13 de septiembre. La
cuestión de la espontaneidad como motivación romántica y sincera frente al
carácter organizacional y, por ello, presuntamente calculado, interesado y
direccionado propio de la actividad política, ha sido uno de los principales
tópicos. Como suele ocurrir, este tipo de dicotomías son falsas en la práctica
y conceptualmente insostenibles. Porque está claro que no se puede hablar de
espontaneidad cuando desde hace casi dos meses, los políticos opositores, las
redes sociales y los medios anti kirchneristas se refieren continuamente al 8N
o bien como el día del Armagedón o bien como el momento refundacional de la Argentina
republicana frente al populismo. Pero finalmente ese no es el eje de la
cuestión. Dígase entonces que todo lo que rodea a esta fecha no ha sido fruto
de la espontaneidad pero eso no necesariamente le quita mérito u honestidad a
la protesta. En otras palabras, sería falaz analizar la calidad del reclamo por
el modo en que éste se ha manifestado en la calle. Así, un reclamo espontáneo
puede ser “equivocado” y antidemocrático o “correcto” y democrático tanto como
lo puede ser cualquier reivindicación que se dé en el marco de una
manifestación perfectamente organizada y calculada.
Una cuestión
más interesante es la de preguntarse qué proporción de esos manifestantes son
votantes kirchneristas desencantados. Encuestadores serios afirmaron que la del
13 de septiembre fue una manifestación de los que en octubre de 2011 votaron a
un candidato no kirchnerista y parece bastante plausible tal conclusión pues
más allá del accidente de Once o la dificultad para comprar dólares, no parece
haber habido muchos más episodios novedosos que pudieran haber hecho cambiar de
parecer a un votante kirchnerista de clase baja y media. De hecho, el slogan
más repetido es “somos el 46%”, número que da cuenta de una identidad
determinada por la elección de 2011, y no se ha visto cartelería con
afirmaciones como “yo era del 54%”. En esta línea todavía es muy pronto para un
análisis acerca de las características de los convocados del 8N pero si se hace
hincapié en los que llamaron a la movilización, resulta claro que los
principales organizadores son aquellos que tenían una posición tomada frente al
kirchnerismo desde hace mucho, mucho, pero mucho tiempo, quizás, incluso, antes
de que el propio kirchnerismo existiera. Pero, una vez más, esto no hace a la
movilización ni mejor ni peor pues ese 46% no kirchnerista tiene todo el
derecho a expresarse y hasta incluso puede que tenga buenas razones para
hacerlo.
Pero más allá
de estos aspectos existen otras cuestiones, a saber: ¿es esta movilización el
hito que marca la unidad de la oposición en la Argentina? Difícil saberlo pero
me temo que no. ¿Por qué? Porque los une el espanto ante el kirchnerismo y ese
espanto no logra acordar una agenda propositiva o encarrilarse detrás de un
único candidato que pueda corporizar esa agenda. En este sentido, el gran arco
de los opositores argentinos desde el PRO hasta el desdibujado y tibio
socialismo, pueden ser el receptáculo de una visión antipolítica y
administrativa de la política pues ellos mismos la promueven. Pero de ahí a que
uno de sus candidatos pueda recibir homogéneamente ese caudal de votos
antikirchneristas, hay un abismo.
Ahora bien,
como de todos estos asuntos ya se ha dicho demasiado, es preferible centrarse en una operación discursiva mucha
más sutil, esto es, la que busca equiparar el 8N con el 7D como si se tratara
de dos códigos equivalentes y válidos para el recordado juego de mesa de “La
Batalla Naval”.
La trampa está
en suponer que cada uno de estos días representa una fecha emblemática para las
dos grandes facciones que aparentemente se enfrentan en la Argentina. Así, la
movilización del 8N representaría la demostración de fuerza de esa (casi) mitad
de la población antikirchnerista y el 7D, día en que cae la medida cautelar que
protege al grupo Clarín, vendría a ser la fecha clave de esa otra “algo
excedida” mitad. La operación es bastante obvia. Primero se trata de dividir la
realidad argentina en mitades, como si el arco antikirchnerista ya hubiera
encontrado su Capriles autóctono. Pero es más, en segundo término, aun si se concediese
que el estar unidos por el espanto hacia lo kirchnerista transforma a la
movilización del 8N en representativa de una homogénea facción, ¿sucede lo
mismo con el 7D? Es decir, ¿se puede reducir tal fecha al momento de “la
batalla final” entre el Grupo Clarín y el gobierno? Sin duda, tal reducción es ingenua
o interesada y se hace tanto desde el propio Clarín que acusa al gobierno de
atentar contra el grupo por ser “el único opositor”, como de aquellos
periodistas que desean representar una generación nueva, una suerte de
periodistas “pos-independientes”, es decir, periodistas que no están ni con el
“periodismo militante del gobierno” ni con el “periodismo independiente” de
Clarín.
Pero por distintas razones unos y otros se
equivocan pues el 7D no es el día emblemático en que la facción K pretende
celebrar una victoria propia pues lo que está en juego ahí trasciende al
gobierno de turno. Dicho de otra manera, todos sabemos que el gran adversario
político del kirchnerismo no es otro partido político sino ese poder cultural y
económico que es representado por Clarín. Pero el 7D no es el momento en que
CFK y Magnetto se enfrentan con espadas láser verdes y rojas. Es el momento en
que una ley democrática entrará en vigor sometiendo al poder fáctico más
importante de la Argentina. En este sentido, por un lado, la clase política
opositora debiera entender que lo que está en juego es la maduración de la
democracia argentina y que esta fecha se transformará en un hito que servirá a
los futuros gobiernos sean kirchneristas, radicales, socialistas o residuales
peronistas. Porque el hecho de que la decisión la tome el poder político
garantiza que quien es elegido por el pueblo tendrá la potestad de diseñar un
proyecto de país sin el condicionamiento de aquel poder que operó desde las
sombras y determinó políticas de Estado a pesar de nunca ser validado en
elecciones libres.
Pero por otro
lado, también los manifestantes, aquellos que sinceramente creen tener razones
para hacer sonar su cacerola, debieran reflexionar acerca del modo en que su
reclamo acaba siendo funcional a intereses que largamente los trascienden.
Porque de no aproximarse el 7D, sin dudas, no habría 8N y tal afirmación no es
una perogrullada de calendario en mano. La prueba de ello estará en los días
que vienen y usted, cacerolero medio y honesto, lo verá cuando lea el diario y
le informen que, sin saberlo, participó de una epopeya ciudadana a favor de la
libertad de expresión. Cuando eso suceda, quizás se sienta engañado, orgulloso
o no le importe pero ojalá le sirva de lección para aprender que a veces unas
buenas razones particulares para protestar deben quedar entre paréntesis si se
percibe que pueden ser manipuladas. En este sentido, le harán creer que su
reclamo puntual es el mismo que el del 46% de la gente y que éste, a su vez,
coincide con los intereses de las grandes corporaciones. Incluso le dirán que
usted ya no pertenece a un 46% perdedor sino que, “como indican las últimas
encuestas”, ya está del lado de ese 50% más uno que quiere un país distinto. Pero
no se deje engañar: lo que sucederá en diciembre será una conquista para el
100% de los ciudadanos argentinos incluso para ese porcentaje fervientemente antikirchnerista.
Lo del 8N, en cambio, es la manifestación de una facción heterogénea que
incluye algunos reclamos no necesariamente antidemocráticos pero que será
utilizada por las grandes corporaciones económicas para seguir sosteniendo un
lugar de poder que excede largamente los límites de las leyes democráticas.
Porque recuerde bien: si estas corporaciones ganan no pierden nada más que los kirchneristas.
Pierde usted y pierden todos los argentinos.
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