Días atrás, Iñigo Errejón, uno de
los referentes del Podemos español, disertaba sobre la noción de “hegemonía” en
el Centro Cultural Kirchner y mencionaba la siguiente anécdota que les contaré
más o menos de memoria y con alguna licencia que exija la narración.
Se trata de lo que sucedió
cuando, algunos años después de haber abandonado el poder, Margaret Thatcher
acepta dar una entrevista. El contexto político era otro, el partido
conservador de la “Dama de Hierro” había sido vencido y los laboristas habían
logrado formar gobierno. Estamos en los últimos años de la década del noventa.
La demencia senil que la llevaría a pasar los últimos años de su vida
prácticamente sin salir de su casa no estaba presente aún y el entrevistador
comienza preguntándole cuál es el mayor legado que ha dejado ella y el
“thatcherismo” a Inglaterra. Sin pensarlo mucho, quien fuera Primer Ministro
entre los años 1979 y 1990 y será recordada por su batalla contra los
sindicatos, su neoliberalismo furioso y su criminalidad cuando, violando las
normas del Derecho Internacional, decidió hundir el General Belgrano asesinando
323 soldados argentinos, respondió tajantemente: Mi mayor legado es Tony Blair.
El entrevistador no comprendió
cómo Thatcher, máxima referente del partido conservador, podía ser capaz de
afirmar que el que era, en ese momento, el Primer ministro inglés y provenía
del partido laborista, es decir, el partido opositor al conservadurismo, podía
ser su mayor legado. Interpretado el comentario como un equívoco, el
entrevistador le pide a la entrevistada que explique esa afirmación y Thatcher,
palabras más, palabras menos, y en tercera persona, indica que Tony Blair es su
mayor legado porque para triunfar tuvo que dejar de ser lo que era; tuvo que
abandonar el programa laborista para parecerse demasiado a Margaret Thatcher.
La justificación de la respuesta
es interesantísima y se puede aplicar a muchos ejemplos de la historia política
argentina reciente. Piénsese por ejemplo en el caso de la Alianza y el modo en
que el discurso socialdemócrata de la campaña terminó sucumbiendo el día en que
Domingo Cavallo es elegido como Ministro de Economía. La decisión de ubicar
allí al máximo exponente del modelo que generó una deuda imposible de pagar
mientras sumía en la pobreza a más de la mitad del país y hacía que más del 20%
de la población se encuentre sin trabajo, no obedecía simplemente a las
presiones de las corporaciones y del FMI sino a que una porción mayoritaria de
la población seguía creyendo que, quitando la corrupción, el modelo podía
sostenerse. En otras palabras, los principios neoliberales no solo tenían una
expresión normativa en las leyes ordinarias y en la Constitución del 94 sino
que también se habían hecho carne en el sentido común, se habían naturalizado.
Se repudiaba a Menem y al menemismo pero no al neoliberalismo porque el
neoliberalismo había hegemonizado a la sociedad argentina. Así, entonces, para
ganar la elección y para tener legitimidad en las acciones de Gobierno, la
Alianza tuvo que abandonar sus principios y parecerse demasiado a Menem.
Pero, claro está, las sociedades
cambian, fluctúan y hoy, claramente, independientemente del resultado de la
próxima elección, tras 12 años en el gobierno y con clara conciencia de que la
batalla debía ser, ante todo, cultural, son los principios, llamemos,
“nacionales y populares” los que hegemonizan la escena. Si usted simpatiza o no
con estos principios poco importa, del mismo modo que poco importaba si
simpatizaba con los principios neoliberales en la década del 90. Lo relevante
es que oficialismo y oposición libran su disputa electoral en el marco del
escenario político y cultural que construyó el kirchnerismo en estos años.
En ese contexto es que puede
entenderse la patética pantomima de un antiperonista como Mauricio Macri
inaugurando una estatua de Perón. Por supuesto que se han hecho cosas peores en
nombre del General así que nadie debe escandalizarse pero no deja de ser
llamativo que el referente del partido conservador en Argentina hable de
justicia social cuando la justicia social es, para el peronismo, el principio
por el cual el Bien Común le pone freno a la prepotencia usuraria
individualista, esto es, el principio por el cual la Constitución peronista de
1949, dicho por su máximo ideólogo, Arturo Sampay, “es anticapitalista”.
Un “hombre del mercado”
defendiendo un principio que ataca la base del capitalismo es, como mínimo, una
paradoja y alcanza para no dedicar demasiado espacio a la necesidad de analizar
el modo en que el conservadurismo argentino reivindica un Perón pasteurizado
cuyo único legado parece haber sido que, hacia el final de su vida, en vez de
hablar de “peronistas” habló de “argentinos”. Menos sentido aún tiene explorar
a los exponentes del peronismo residual que se hicieron presentes en la velada
pero que ni siquiera se atreven a decir públicamente que votarían al hijo de
Franco. Han perdido todos los pudores pero siempre un nuevo pudor asoma o un
espejo incómodo los refleja.
Retomando el eje, decir que la
inauguración de esta estatua responde al oportunismo electoral es una obviedad
si no se explica, además, el contexto en el cual reivindicar a Perón, a la
justicia social y a los derechos de los trabajadores se transforma en una
oportunidad electoral. Porque no siempre fue así. Pero hoy existe un horizonte
cultural en que kirchneristas, pero también muchos no kirchneristas, entienden
que dejar la economía a merced del mercado es un camino equivocado; que el
principal enemigo del ciudadano no es el Estado sino la ausencia del mismo; que
las multinacionales, los organismos de crédito internacional y los Fondos
Buitre presionan para instaurar en Argentina un modelo de exclusión; que YPF,
Aerolíneas y los fondos jubilatorios deben ser del Estado, etc. Y cabe
repetirlo: se trata de convicciones que exceden al votante kirchnerista, de
aquí que el kirchnerismo pueda entenderse como hegemonizando la escena.
Dicho por la “vía negativa”: ¿Cómo,
Mauricio Macri, el candidato conservador que habla de achicamiento del Estado
va a proponer en su campaña un Ingreso Universal a la niñez (más amplio que la
AUH), un millón de créditos hipotecarios (que, como se comentaba en esta
revista la semana pasada, supondría unos 300.000 millones de pesos, esto es, la
totalidad de las reservas) o “Pobreza cero”, si una porción mayoritaria de la
población no entendiera que ese tipo de propuestas (llevadas a la práctica en
esta última década, claro está) son las correctas? ¿Cómo puede haber un spot de
campaña en el que el máximo referente del PRO, partido que consecuentemente
votó en contra todas las leyes medulares de esta última larga década, afirme
que “vamos a continuar con todo lo que se hizo bien”, si no gracias a la evidencia
de que oponiéndose a los principios que sustentaron las políticas kirchneristas
va a perder la elección?
Resulta claro que una vez en el gobierno poco importan las
promesas que se hayan hecho y que hay decenas de justificaciones harto
transitadas para exponer frente a la sociedad un cambio de rumbo. Incluso, como
sucedió con el kirchnerismo, podría darse que Macri gobierne la Argentina más
de 4 años y que en ese lapso su mirada neoliberal vuelva a penetrar en la
sociedad hasta transformarse en hegemónica. Pero hoy por hoy, el mayor legado
de Cristina no es Scioli sino Makri, esto es, el Makri que se escribe con “K”,
el que, para ganar la elección, sabe que tiene que dejar de ser Mauricio para parecerse
cada vez más a Cristina.
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