Quienes siguen esta columna
semanalmente habrán notado que en las últimas entregas, más allá de la
coyuntura electoral, se tocaron problemáticas diferentes entre las que se
pueden mencionar: los desafíos del ostensible cambio climático, el tipo de
identidades que forjan las sociedades del espectáculo, el vínculo entre redes
sociales, opinión pública y movimientos de emancipación, y las mutaciones del
periodismo.
Si bien tales problemáticas no
parecen tener directa vinculación entre sí hay un elemento subyacente a todas
ellas: el capitalismo financiero o la nueva etapa de un sistema económico, político
y cultural que algunos denominan “poscapitalismo”.
Pues, ¿cómo separar la
continuidad de catástrofes asociadas al cambio climático de un modelo de
producción esencialmente voraz e incapaz de autolimitarse ni siquiera ante el
peligro real de la desaparición de la vida en el planeta? Asimismo, ¿no es la
cultura del simulacro espectacularizado un signo de los tiempos en el que se
impone una lógica del consumo constante, el entretenimiento, la satisfacción inmediata
y la disolución de la frontera entre lo público y lo privado? Efectivamente, se
trata del mismo sistema que absorbe y esteriliza cualquier tipo de movimiento
de liberación, paradójicamente, en nombre de la libertad y fomentando ágoras
virtuales en las que presuntamente hay un acceso igualitario a la palabra; el
mismo que ha hecho del periodismo una caricatura cínica sustentada en un mito
de origen que sucumbe frente a la prepotencia del interés económico de las
empresas dueñas de los medios de comunicación.
Si bien esta columna tematizó las
particularidades de este poscapitalismo, lo dicho puede dar el marco para unos
breves comentarios estimulados por la lectura de un libro que publicara en
español, recientemente, editorial Paidós. Se trata de 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño, de un profesor de
Teoría y Arte moderno de Columbia University llamado Jonathan Crary.
La referencia numérica del título
no apunta a ningún hecho sucedido el 24 de julio de algún año sino a lo que,
para el autor, es el máximo desafío del poscapitalismo: lograr que la gente
esté despierta los 7 días de la semana, las 24 horas. Sí, aunque usted se
sorprenda, Crary afirma que el poscapitalismo está avanzando contra la barrera
biológica de las horas de sueño que los humanos necesitamos para poder llevar
adelante una vida plena. En este sentido aporta datos elocuentes: el
estadounidense medio dormía aproximadamente 10 horas hace un siglo y, hoy en
día, solo 6 horas y media. ¿Quién se ha quedado con esas horas en las que ya no
se duerme? El capitalista, aquel que obtiene plusvalor de tu fuerza de trabajo
y de tu tiempo.
Sin embargo, la posibilidad de
eliminar la necesidad de dormir e invertir “productivamente” ese tiempo no es
solo una perversión del capitalista sino un anhelo de una sociedad que no
tolera el tiempo de ocio y siempre debe estar “ocupada” o “entretenida”; una
sociedad en la que la vida profesional lo inunda todo de manera ubicua y las
jornadas laborales con un horario fijo de 8 horas en una fábrica son solo un
recuerdo; una sociedad en la que el consumo no tiene horario tal como demuestra
la posibilidad de acceder a cualquier servicio durante las 24hs o la moda de los
kioskos Open 24 en las grandes ciudades.
Ahora bien, cualquier lector
sabrá que no dormir afecta nuestra vida pudiendo generar distintos tipos de
trastornos. De hecho, uno de los elementos de tortura más terribles utilizado,
entre otros, por Estados Unidos, es impedir al prisionero que concilie el sueño,
pues no poder dormir deja a la víctima en estado de indefensión y
vulnerabilidad. El resultado es, tras un breve período, psicosis y, luego de
una semanas, daño neurológico irreversible.
Lo cierto es que Crary muestra
cómo, en el marco de la “guerra” contra el terrorismo, se sigue experimentando
con todo tipo de técnicas para lograr el objetivo del “soldado insomne”, aquel
capaz de estar en estado de alerta durante días enteros sin el deterioro
cognitivo y de atención que supone la falta de sueño. En este sentido, Crary
señala que el Departamento de Defensa de Estados Unidos lleva años estudiando al
gorrión de corona blanca, esto es, un ave migratoria capaz de estar 7 días sin
dormir durante la ruta que lo lleva de Alaska al norte de México.
Sin embargo, si de curiosidades
se trata, también hubo empresas rusas con propuestas que, más allá de ser algo
delirantes, obedecían al mismo paradigma de reducción del sueño en pos de una
maximización de la productividad. Más específicamente, Crary se refiere a un
consorcio espacial que se proponía generar una cadena de satélites en órbita
sincronizados con el sol de modo tal que pudieran redirigir su luz hacia la Tierra
aun cuando el ciclo de rotación del planeta determinara que “llega la hora de la
noche”. El proyecto apuntaba o dar luz a regiones alejadas en las que las
“noches polares” son extremadamente largas pero rápidamente se ofreció como una
forma de ahorro de energía para ciudades en las que las horas con luz solar y
la noche se encuentran en mayor equilibrio. La utopía de un mundo sin noche, con
plena luz las 24 horas, es la metáfora perfecta para una sociedad en la que
todo debe ser mostrado y en la que se pretende ver todo. La referencia a la
cárcel panóptica que Foucault utilizaba como emblema de sociedades
disciplinarias donde distintas instituciones se encargaban de repartir la
disciplina a lo largo de nuestra vida y a lo largo de cada uno de nuestros días
para generar cuerpos dóciles, es casi una obviedad. Sin embargo, otro francés,
Gilles Deleuze, algunos años después, ya advertía que las sociedades
disciplinarias estaban dejando su lugar a sociedades de control. En las
primeras teníamos la cárcel, la fábrica, la escuela y el hospital como ejemplos
de instituciones que buscaban controlar espacial y temporalmente los cuerpos.
En las segundas, estas instituciones siguen existiendo pero se difuminan en una
temporalidad totalizante que ya no deja ni esos breves intersticios de
desconexión que se producían cuando se pasaba de una institución disciplinaria
a otra. Porque hoy en día no hace falta que estemos en una cárcel para estar
encarcelados y controlados a través de, por ejemplo, una pulsera electrónica o,
si nos ponemos un poco más irónicos, a través de la información que
voluntariamente vertemos en internet; tampoco necesitamos asistir a un lugar de
trabajo para trabajar, lo cual para algunos puede ser algo beneficioso salvo
por el hecho de que buena parte de los trabajos de hoy son por objetivo e
implican estar disponible a los requerimientos del jefe las 24 horas. Incluso,
para estudiar, no hace falta ir a la escuela o a la universidad pero el sistema
ha impuesto la lógica de la formación permanente, lo cual no es otra cosa que
la internalización de que siempre nos falta algo. Por último, salvo casos
excepcionales o de emergencias, los miembros de clases sociales con niveles de
ingreso aceptables no deben ir al hospital o al sanatorio para recibir
atención. Por el contrario, son presas de una sociedad en la que la
automedicación aparece como el necesario sostén para un cuerpo incapaz de soportar
las exigencias de la vida capitalista.
Esto muestra que el paso de las
sociedades disciplinarias a las sociedades de control y, dentro de ellas, el
desafío de alcanzar el 24/7, es posible solo en la medida en que el avance
tecnológico generó prótesis electrónicas que, en formato de computadoras,
tablets, celulares, etc. impiden la “desconexión” y nos atan a un simulacro
virtual que incide directamente en la realidad y en nuestros cuerpos. En este
panorama, no puedo más que culminar estas líneas con el interrogante que se
plantea a partir de una dramática e interpelante sentencia de Crary: “No hay
armonía posible entre los seres vivos actuales y las demandas del capitalismo
24/7”.
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