Aun a riesgo de comenzar con un cliché, pensar qué significa ser un intelectual lleva indefectiblemente a esa imagen del Jean Paul Sartre capaz de escribir La Náusea y, al mismo tiempo, repartir en las esquinas de París periódicos y volantes maoístas. Pero, evidentemente, entre aquellos tiempos emblemáticos de “imaginación al poder” y guerrillas latinoamericanas, y los horizontes reformistas que buena parte de la región emprende tras la década fatal del Consenso de Washington, el rol, los ámbitos y la propia definición de los intelectuales han cambiado.
Para encarar tal cuestión me interesa aquí avanzar sobre tres aspectos que considero fundamentales: la relación del intelectual con su cuerpo, con la problemática de la representación y con el poder.
Respecto de la primera cuestión, evidentemente, lo que surge a la hora de pensar a los intelectuales es la relación entre teoría y práctica o, yo agregaría, entre intelecto y cuerpo. Al fin de cuentas, la etimología del término intelectual parece hacerles un flaco favor a figuras cuyo plus estaba en que no sólo se dedicaban a usar el intelecto para determinar qué había qué hacer sino que, directamente, se lo hacía. Mal o bien, equivocados o no, para ser un intelectual había que suponer que no había pensamiento que no se hiciese en carne propia.
¿Pero debemos quedarnos con esta visión idealizada, casi heroica? Sin duda que no. De hecho, basta releer el famoso diálogo entre los filósofos Michel Foucault y Gilles Deleuze en el año 1972 donde aparecen una serie de interrogantes de los cuales me interesa destacar lo que para esta nota es el segundo punto en cuestión: la problemática de la representación. La pregunta aquí sería ¿a quién representa el intelectual? O más bien, ¿debe representar a alguien? Probablemente contra las vanguardias marxistas, en el diálogo mencionado, aparece la idea de que el intelectual ya no debe representar a las masas pues son ellas las que mejor saben lo que necesitan. No hace falta esclarecidos ni un minúsculo grupo de sujetos que ayude a tomar a conciencia o, en palabras de Rousseau, que “obligue a los hombres a ser libres”. En esta línea, el intelectual ya no puede ser el que provea una verdad que otros no ven, sino que su rol es el de interpelar al poder.
Y aquí entramos en la tercera cuestión, aquella para la que podemos tomar sobrados ejemplos de Argentina dado que, por un lado, parecemos asistir a un momento en que la derecha carece de pensadores de fuste y se representa, en la mayoría de los casos, por periodistas que en un test de coeficiente intelectual no irían más allá de fronterizo. Por su parte, en lo que podríamos llamar, el centro-izquierda, categoría amplia que incluye a Jauretche, a Marx pero también a pensadores del republicanismo democrático, encontramos algo así como dos tendencias: el fenómeno de Carta Abierta, un espacio de reedición de aquella militancia de la izquierda nacional y popular que simpatiza con los lineamentos generales del kirchnerismo, y, un segundo grupo que no funciona orgánicamente y que incluiría a una serie de plumas y pensadores que con una pertenencia de clase que se siente interpelada por algunas acciones del Gobierno siente un profundo malestar y, a pesar de haber abrevado de un pasado presuntamente progresista, hoy son los que critican visceralmente y, muchas veces por derecha, al kirchnerismo. Se trata de intelectuales y periodistas que confunden una conciencia crítica que puede valorar positiva o negativamente una acción, con crítica feroz y peyorativa a todo lo que provenga del Gobierno.
Hace algunos meses, justamente, en ocasión de un artículo sobre los periodistas progresistas, y perdón por la autorreferencialidad, quien escribe estas líneas indicaba que éstos poseían una idea profundamente anacrónica del poder, idea que ni siquiera estaba vigente en los años ’70. Se trata de pensar que el único poder está y surge del Estado sin tomar en cuenta que las relaciones de poder atraviesan toda la sociedad y que, por sobre todo, hace tiempo que emanan especialmente de las corporaciones económico-mediáticas que han doblegado a las débiles estructuras de los Estados nacionales. Es por eso que el rol de los periodistas e intelectuales con pretensiones progresistas, que vociferan desde una rabia que no es la del bolsillo vacío sino la del sentir amenazada su atalaya cultural y el presunto orden natural de las cosas que los ubica allí, resulta algo tan indignante como patético. En este sentido, la inorganicidad irreverente que otrora era el mínimo a cumplir para el dudoso mérito de estar a la izquierda del menemismo, hoy es una caricatura que los encorseta en la funcionalidad más rancia a los pensamientos conservadores. De este modo, se da la paradoja de que muchos de los intelectuales estrella de las corporaciones ya no interpelan sino que son interpelados por acciones de un gobierno cuyas medidas reformistas (no revolucionarias), alcanzan para ponerse a la izquierda de ellos y generarles una profunda incomodidad. De este modo, son intelectuales que ya no pueden ejercer su irreverencia más que en una oposición senil y sistemática que pone el cuerpo representando intereses corporativos que en algunos casos se les hacen carne pero no conciencia, mientras se golpean el pecho rezongando ante las ruinas del Estado, esto es, las ruinas de un poder que ya no es.
Para encarar tal cuestión me interesa aquí avanzar sobre tres aspectos que considero fundamentales: la relación del intelectual con su cuerpo, con la problemática de la representación y con el poder.
Respecto de la primera cuestión, evidentemente, lo que surge a la hora de pensar a los intelectuales es la relación entre teoría y práctica o, yo agregaría, entre intelecto y cuerpo. Al fin de cuentas, la etimología del término intelectual parece hacerles un flaco favor a figuras cuyo plus estaba en que no sólo se dedicaban a usar el intelecto para determinar qué había qué hacer sino que, directamente, se lo hacía. Mal o bien, equivocados o no, para ser un intelectual había que suponer que no había pensamiento que no se hiciese en carne propia.
¿Pero debemos quedarnos con esta visión idealizada, casi heroica? Sin duda que no. De hecho, basta releer el famoso diálogo entre los filósofos Michel Foucault y Gilles Deleuze en el año 1972 donde aparecen una serie de interrogantes de los cuales me interesa destacar lo que para esta nota es el segundo punto en cuestión: la problemática de la representación. La pregunta aquí sería ¿a quién representa el intelectual? O más bien, ¿debe representar a alguien? Probablemente contra las vanguardias marxistas, en el diálogo mencionado, aparece la idea de que el intelectual ya no debe representar a las masas pues son ellas las que mejor saben lo que necesitan. No hace falta esclarecidos ni un minúsculo grupo de sujetos que ayude a tomar a conciencia o, en palabras de Rousseau, que “obligue a los hombres a ser libres”. En esta línea, el intelectual ya no puede ser el que provea una verdad que otros no ven, sino que su rol es el de interpelar al poder.
Y aquí entramos en la tercera cuestión, aquella para la que podemos tomar sobrados ejemplos de Argentina dado que, por un lado, parecemos asistir a un momento en que la derecha carece de pensadores de fuste y se representa, en la mayoría de los casos, por periodistas que en un test de coeficiente intelectual no irían más allá de fronterizo. Por su parte, en lo que podríamos llamar, el centro-izquierda, categoría amplia que incluye a Jauretche, a Marx pero también a pensadores del republicanismo democrático, encontramos algo así como dos tendencias: el fenómeno de Carta Abierta, un espacio de reedición de aquella militancia de la izquierda nacional y popular que simpatiza con los lineamentos generales del kirchnerismo, y, un segundo grupo que no funciona orgánicamente y que incluiría a una serie de plumas y pensadores que con una pertenencia de clase que se siente interpelada por algunas acciones del Gobierno siente un profundo malestar y, a pesar de haber abrevado de un pasado presuntamente progresista, hoy son los que critican visceralmente y, muchas veces por derecha, al kirchnerismo. Se trata de intelectuales y periodistas que confunden una conciencia crítica que puede valorar positiva o negativamente una acción, con crítica feroz y peyorativa a todo lo que provenga del Gobierno.
Hace algunos meses, justamente, en ocasión de un artículo sobre los periodistas progresistas, y perdón por la autorreferencialidad, quien escribe estas líneas indicaba que éstos poseían una idea profundamente anacrónica del poder, idea que ni siquiera estaba vigente en los años ’70. Se trata de pensar que el único poder está y surge del Estado sin tomar en cuenta que las relaciones de poder atraviesan toda la sociedad y que, por sobre todo, hace tiempo que emanan especialmente de las corporaciones económico-mediáticas que han doblegado a las débiles estructuras de los Estados nacionales. Es por eso que el rol de los periodistas e intelectuales con pretensiones progresistas, que vociferan desde una rabia que no es la del bolsillo vacío sino la del sentir amenazada su atalaya cultural y el presunto orden natural de las cosas que los ubica allí, resulta algo tan indignante como patético. En este sentido, la inorganicidad irreverente que otrora era el mínimo a cumplir para el dudoso mérito de estar a la izquierda del menemismo, hoy es una caricatura que los encorseta en la funcionalidad más rancia a los pensamientos conservadores. De este modo, se da la paradoja de que muchos de los intelectuales estrella de las corporaciones ya no interpelan sino que son interpelados por acciones de un gobierno cuyas medidas reformistas (no revolucionarias), alcanzan para ponerse a la izquierda de ellos y generarles una profunda incomodidad. De este modo, son intelectuales que ya no pueden ejercer su irreverencia más que en una oposición senil y sistemática que pone el cuerpo representando intereses corporativos que en algunos casos se les hacen carne pero no conciencia, mientras se golpean el pecho rezongando ante las ruinas del Estado, esto es, las ruinas de un poder que ya no es.
1 comentario:
Muy acertado en todo
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