La creación de una playa citadina en el barrio de Villa Soldati, aquel que hace poco parecía el emblema de un país que “se prendía fuego”, se presenta como uno de los hechos que no por trivial deja de contener un importante simbolismo. Es verdad que ante la emergencia habitacional, los más entusiastas sostienen que ya que hay arena ahora sólo falta la cal y los ladrillos. Pero no me quiero desviar en una crítica teñida de ideología. Prefiero enfocar el fenómeno, aun con licencias poéticas, desde diferentes ángulos. Me centraré en “la foto”: funcionarios con sombrillas, gorritas, merchandising y sonrisas amarillas, rodeados de un contexto de pobreza y marginalidad que es recortado por la imagen; culos en bikini en una pasarela “montada para desmontar” el paisaje circundante. Al igual que sucedía en aquel clásico del cine de Antonioni, Blow up, el zoom hiperbólico nos hace olvidar que existe un contorno y un más allá de la imagen que observamos. Poco importa si es imposible zambullirse en el agua podrida y menos aun interesa el cartel que gentilmente sugiere no caminar descalzo fuera del perímetro de la arena ante el riesgo de pisar elementos cortantes. Tampoco importa que la metropolitana no esté en el barrio porque se ha decidido darle prioridad a otras zonas de la ciudad. En este sentido podría invertirse el lema de aquella publicidad de gaseosas para decir “La sed no es nada. La imagen es todo”.
Sin embargo, no todo es crítica pues a diferencia de lo que ocurre en nuestros hospitales, en la Pocitos autóctona de la zona sur, no hay prioridad para los habitantes de la Ciudad, y el ciudadano no-porteño que viene a gozar de nuestras no-costas está sujeto al único mérito universal de “el orden de llegada” ciego al color de piel y al pasaporte argentino. En otras palabras, las duchas y las reposeras no están prohibidas para los negros más allá de que la conjunción de la estética macrista con el descontrolado aluvión zoológico que viene de las márgenes y no paga ABL, derive, a juicio de un artista warholiano-PRO, en una “intervención de taxis humanos sobre lo público”.
Pero al fenómeno del “blow up” le debemos sumar el éxtasis de todo buen publicista y estratega político, una suerte de orgasmo tántrico del “duranbarbismo”: la utilización de figuras retóricas, aquellas utilizadas por los sofistas en sus intervenciones allá por el siglo V de la Atenas de Pericles. El recurso retórico muestra que para convencer no hace falta la verdad y que existen numerosas estrategias para persuadir a un auditorio. En este caso puntual tenemos lo que se conoce como la “sinécdoque”, es decir, mostrar una “parte” y pretender con ella describir el “todo”. En este sentido, cuando en los 90 se hablaba de desarrollo del país por el récord de inversión extranjera, o cuando hoy se dice que dado que el INDEC miente, entonces todo el Gobierno es una mentira, se está presentando sólo un aspecto como representativo de la totalidad de un sistema. Está claro que a simple vista parecemos hallarnos ante una pendiente resbaladiza por la cual es posible interpretar que la inversión extranjera en los 90, hecho que descontextualizadamente podríamos pensar como positivo, suponía que el resto de la economía y el país en general, iba viento en popa. En la misma línea están quienes se toman de la falta de credibilidad de las cifras del INDEC para endilgarle falta de credibilidad al gobierno entero. Parafraseando a Juan Carlos Pugliese, uno les habla con el corazón (y con los principios de la lógica) y ellos nos responden no sólo con el bolsillo sino con la ideología, la diferencia de clase y también, con buena dosis de ignorancia.
En este sentido, una playa con pomposa inauguración, ¿no es acaso un intento de hacer posar las miradas sobre ese mínimo espacio para, en una distracción, considerar que representa una totalidad tan jovial y amable como la que transcurre sobre ese cúmulo de arena?
Por último, y ya que hablamos de ella, dedicaré el último párrafo a la romántica arena, esa en la que soñamos despedir el atardecer más allá de que muchos prefieran hacerlo en las costas uruguayas que no se ven afectadas por la ausencia de billetes pues sólo a los montoneros autóctonos les falta previsión. Pero aceptemos que la arena es la arena siempre, aún cuando para pagar un pancho en la Bristol debamos hacerlo con débito automático.
Lo primero que me sugiere es un error de interpretación de las necesidades del porteño y de cualquier ser humano que intenta sobrevivir en una recalentada urbe de cemento. Para decirlo sin rodeos: quien tiene calor no quiere arena, quiere agua. De hecho, la arena es, muchas veces, el precio indeseado que debemos pagar por ir a una playa con agua apta para la zambullida humana. Pero nadie elige la arena en sí misma. Uno no entiende por qué los equipos del PRO consideraron que, más importante que el agua, era sumarle al porteño el deber de lidiar con la infatigable habilidad de esos granitos de arena que se esparcen en los lugares más recónditos de nuestro traje de baño, algo que más allá de las nuevas categorías del filósofo George Jakobson, afecta tanto a los humanos que hacen pis de parado como a los que lo hacen sentado.
Por todo esto, desde Parador Soldati, aperitivo en mano y sin hacer distinción entre bikinis nacionales controladas o bikinis extranjeras descontroladas, les sugiero cuidarse y, entre tanto “Claringrilla”, a estar atento, que dado que los incendios se apagan con arena, no sea cosa que el monopolio de los granitos esté en manos del PRO.
Sin embargo, no todo es crítica pues a diferencia de lo que ocurre en nuestros hospitales, en la Pocitos autóctona de la zona sur, no hay prioridad para los habitantes de la Ciudad, y el ciudadano no-porteño que viene a gozar de nuestras no-costas está sujeto al único mérito universal de “el orden de llegada” ciego al color de piel y al pasaporte argentino. En otras palabras, las duchas y las reposeras no están prohibidas para los negros más allá de que la conjunción de la estética macrista con el descontrolado aluvión zoológico que viene de las márgenes y no paga ABL, derive, a juicio de un artista warholiano-PRO, en una “intervención de taxis humanos sobre lo público”.
Pero al fenómeno del “blow up” le debemos sumar el éxtasis de todo buen publicista y estratega político, una suerte de orgasmo tántrico del “duranbarbismo”: la utilización de figuras retóricas, aquellas utilizadas por los sofistas en sus intervenciones allá por el siglo V de la Atenas de Pericles. El recurso retórico muestra que para convencer no hace falta la verdad y que existen numerosas estrategias para persuadir a un auditorio. En este caso puntual tenemos lo que se conoce como la “sinécdoque”, es decir, mostrar una “parte” y pretender con ella describir el “todo”. En este sentido, cuando en los 90 se hablaba de desarrollo del país por el récord de inversión extranjera, o cuando hoy se dice que dado que el INDEC miente, entonces todo el Gobierno es una mentira, se está presentando sólo un aspecto como representativo de la totalidad de un sistema. Está claro que a simple vista parecemos hallarnos ante una pendiente resbaladiza por la cual es posible interpretar que la inversión extranjera en los 90, hecho que descontextualizadamente podríamos pensar como positivo, suponía que el resto de la economía y el país en general, iba viento en popa. En la misma línea están quienes se toman de la falta de credibilidad de las cifras del INDEC para endilgarle falta de credibilidad al gobierno entero. Parafraseando a Juan Carlos Pugliese, uno les habla con el corazón (y con los principios de la lógica) y ellos nos responden no sólo con el bolsillo sino con la ideología, la diferencia de clase y también, con buena dosis de ignorancia.
En este sentido, una playa con pomposa inauguración, ¿no es acaso un intento de hacer posar las miradas sobre ese mínimo espacio para, en una distracción, considerar que representa una totalidad tan jovial y amable como la que transcurre sobre ese cúmulo de arena?
Por último, y ya que hablamos de ella, dedicaré el último párrafo a la romántica arena, esa en la que soñamos despedir el atardecer más allá de que muchos prefieran hacerlo en las costas uruguayas que no se ven afectadas por la ausencia de billetes pues sólo a los montoneros autóctonos les falta previsión. Pero aceptemos que la arena es la arena siempre, aún cuando para pagar un pancho en la Bristol debamos hacerlo con débito automático.
Lo primero que me sugiere es un error de interpretación de las necesidades del porteño y de cualquier ser humano que intenta sobrevivir en una recalentada urbe de cemento. Para decirlo sin rodeos: quien tiene calor no quiere arena, quiere agua. De hecho, la arena es, muchas veces, el precio indeseado que debemos pagar por ir a una playa con agua apta para la zambullida humana. Pero nadie elige la arena en sí misma. Uno no entiende por qué los equipos del PRO consideraron que, más importante que el agua, era sumarle al porteño el deber de lidiar con la infatigable habilidad de esos granitos de arena que se esparcen en los lugares más recónditos de nuestro traje de baño, algo que más allá de las nuevas categorías del filósofo George Jakobson, afecta tanto a los humanos que hacen pis de parado como a los que lo hacen sentado.
Por todo esto, desde Parador Soldati, aperitivo en mano y sin hacer distinción entre bikinis nacionales controladas o bikinis extranjeras descontroladas, les sugiero cuidarse y, entre tanto “Claringrilla”, a estar atento, que dado que los incendios se apagan con arena, no sea cosa que el monopolio de los granitos esté en manos del PRO.
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