La IV cumbre de UNASUR no sólo fue el ámbito donde se rindió un sentido homenaje a Néstor Kirchner sino que, además, significó la entrada en vigencia de uno de los puntos centrales de la agenda de la política continental del ex presidente argentino. Se trata de lo que se dio en llamar la “cláusula democrática”, la cual supone un paquete de medidas a utilizarse en caso de que en algún Estado corra serio peligro la continuidad del orden constitucional. De este modo, los intentos de golpe pueden tener como consecuencia formas de aislamiento que van desde la expulsión de UNASUR, el cierre de fronteras, el fin del intercambio comercial y diferentes tipos de sanciones diplomáticas y políticas. Sin duda, el episodio fallido de Ecuador y el golpe lamentablemente exitoso en Honduras aceleraron los tiempos y obligaron a una acción rápida de parte de todos los miembros de lo que empieza a erigirse como el espacio donde pueden profundizarse institucionalmente los nuevos vientos que soplan en estas latitudes. Pero más allá de lo estrictamente coyuntural, la cláusula democrática nos traslada al ámbito de interesantes discusiones algunas de las cuales tienen ya varios siglos. Tales controversias se dan en el ámbito de las propuestas internacionalistas en torno a bloques regionales en un momento muy particular, esto es, el de la crisis financiera del bloque europeo y la insólita adquisición de las recetas del Consenso de Washington que, a duras penas, pensábamos que se encontraban en algún “Outlet de discontinuados”.
La idea de poner en tela de juicio los límites políticos de los Estados-Nación tal como los conocemos, tiene varios antecedentes pero es de destacar el aporte de Immanuel Kant quien en 1795, en un pequeño librito llamando “Sobre la paz perpetua”, afirmaba que la única manera de acabar con la guerra y llegar a una paz duradera era a través de la formación de una Confederación, un bloque, en el cual los Estados miembros respetasen una serie de principios básicos. Ahora bien, el ingreso a tal Confederación no era irrestricto siendo el requisito más importante el de poseer un diseño institucional republicano y representativo. Ningún Estado que no sea republicano podía formar parte de la Confederación puesto que sólo en este sistema de gobierno, la ciudadanía, a través de sus representantes, gobierna. Dicho de otro modo, con importantes presupuestos racionalistas que luego serían desmentidos por la historia del nacionalismo, Kant consideraba que ningún pueblo elegirá ir a la guerra puesto que eso supone siempre costos materiales y humanos. En este sentido, son, justamente, los regímenes que hoy llamaríamos “no democráticos” los que, al estar gobernados por un sujeto o un grupo que toma las decisiones de forma inconsulta, resultan más proclives a estimular los conflictos. No hace falta demasiada teoría para dar cuenta de esto. Sin ir más lejos, recuérdese la historia argentina reciente en el que un General que no pasaría ni el más benevolente control de alcoholemia, valga la redundancia, “tomó” la decisión de hacer una guerra mandando chicos de 18 años muertos de frío al frente.
Más cercanos en el tiempo, la problemática de los requisitos para el ingreso a un bloque económico y político tiene ejemplos por doquier. Así, la disputa en Europa acerca del ingreso de Turquía pone sobre la mesa el fenomenal choque cultural entre un occidente pretendidamente laico y otro tipo de sociedades donde la separación entre la Iglesia y el Estado resulta, como mínimo, difusa. En este sentido, un teórico político norteamericano fallecido hace algunos años y que podríamos ubicar en la tradición socialdemócrata, John Rawls, se encarga, en la misma línea de Kant, de tratar de establecer un requisito preciso para lo que él llama, una eventual, “Sociedad de los pueblos”. Rawls, hijo de su época e hijo de su cultura, intenta formular una opción que pueda incluir dentro de un mismo bloque a pueblos de tradición occidental/cristiana y pueblos islámicos a los cuales se les exige como mínimo que posean un sistema de representación política que sin ser republicano y liberal posea canales en los que la ciudadanía toda pueda expresarse y donde se respeten los derechos humanos. En Latinoamérica, el choque religioso no resulta problemático más allá de que el peso de la religión resulta más importante en algunos países que en otros. Asimismo, los sistemas políticos resultan democráticos y representativos, más allá de que algunos trasnochados periodistas militantes de derecha confundan regímenes presidencialistas con autoritarismo.
Sin embargo, quizás debiéramos hacernos una pregunta inicial cuya respuesta no es trivial ni obvia, esto es: ¿qué es lo que haría que un Estado-Nación soberano eventualmente arriesgue al menos parte de su soberanía en pos de participar de un bloque junto a otros Estados? ¿Qué motivación tendría para hacerlo? Como suele ocurrir con muchos aspectos de nuestra vida, el gran estímulo es la posibilidad de comerciar para así confirmar una vez más aquel adagio milenario de “no importa de que hablan: piensan en dinero”.
La corriente liberal que en la Argentina ha tenido muchos cultores conoce bien este aspecto y muestra que el gran problema de la guerra es, más allá de las pérdidas en todo sentido, las dificultades que trae aparejadas para el comercio. De hecho, los liberales consideran que la necesidad de vender un producto hace que se estrechen vínculos de amistad y que pueblos que pudieran arrastrar odios ancestrales vean disminuir tales sentimientos en la medida en que efectúan actos comerciales que suponen crecimiento y bienestar.
Tomemos los casos más cercanos: la Unión europea tuvo su principal antecedente en la Comunidad del Carbón y Acero suscripta por seis países, y tras varias décadas de instituciones comunes y paulatino declive de barreras arancelarias, logró lo que para algunos hoy es su peor ancla: la unidad monetaria, el euro. Salvando las distancias, el Mercosur no fue más que un gran acuerdo económico. Pero, como lo muestra el ejemplo de UNASUR y la “cláusula democrática”, el vínculo económico no puede ser un fin en sí mismo, y el paso posterior parece ser el del acercamiento político y cultural. Sin embargo no puede desconocerse que aun con todas las ventajas que Latinoamérica tiene en relación con Europa, si lo económico no trae ya, de por sí, suficientes conflictos, los avances en torno a fomentar la convivencia armónica de diversas culturas y poner en tela de juicio la soberanía estatal con instituciones supranacionales que, por ejemplo, en el caso de una Corte Penal Regional, pudieran pasar por encima del sistema jurídico de algunos de los Estados-miembro, abre una infinita cantidad de interrogantes respecto al proceso de profundización de estos bloques.
Pero más allá de las naturales dificultades y aunque viene a paso lento, el impulso de esta “cláusula democrática” sumado a la inminente entrada en vigencia, refrendado por los parlamentos de 9 de los países miembros, del Tratado Constitutivo de UNASUR, parecen buenas señales para dejar bien en claro que aquellas intentonas golpistas y esa compulsión destituyente que aún existe en los países de la región, cada vez verá más acotada su posibilidad de éxito. Más compleja aún será, una vez profundizados los vínculos económicos y políticos, dar la batalla cultural pero no resultan menores los ánimos revisionistas que al menos en algunos países de la región han decidido comenzar esa disputa en torno a la verdades naturalizadas de la “historia oficial”. Esta disputa cultural que, alguien podrá decir, existió siempre, ahora tiene una ventaja: se va a realizar en un contexto donde parece existir la decisión política de dejar bien en claro que la democracia no es negociable.
La idea de poner en tela de juicio los límites políticos de los Estados-Nación tal como los conocemos, tiene varios antecedentes pero es de destacar el aporte de Immanuel Kant quien en 1795, en un pequeño librito llamando “Sobre la paz perpetua”, afirmaba que la única manera de acabar con la guerra y llegar a una paz duradera era a través de la formación de una Confederación, un bloque, en el cual los Estados miembros respetasen una serie de principios básicos. Ahora bien, el ingreso a tal Confederación no era irrestricto siendo el requisito más importante el de poseer un diseño institucional republicano y representativo. Ningún Estado que no sea republicano podía formar parte de la Confederación puesto que sólo en este sistema de gobierno, la ciudadanía, a través de sus representantes, gobierna. Dicho de otro modo, con importantes presupuestos racionalistas que luego serían desmentidos por la historia del nacionalismo, Kant consideraba que ningún pueblo elegirá ir a la guerra puesto que eso supone siempre costos materiales y humanos. En este sentido, son, justamente, los regímenes que hoy llamaríamos “no democráticos” los que, al estar gobernados por un sujeto o un grupo que toma las decisiones de forma inconsulta, resultan más proclives a estimular los conflictos. No hace falta demasiada teoría para dar cuenta de esto. Sin ir más lejos, recuérdese la historia argentina reciente en el que un General que no pasaría ni el más benevolente control de alcoholemia, valga la redundancia, “tomó” la decisión de hacer una guerra mandando chicos de 18 años muertos de frío al frente.
Más cercanos en el tiempo, la problemática de los requisitos para el ingreso a un bloque económico y político tiene ejemplos por doquier. Así, la disputa en Europa acerca del ingreso de Turquía pone sobre la mesa el fenomenal choque cultural entre un occidente pretendidamente laico y otro tipo de sociedades donde la separación entre la Iglesia y el Estado resulta, como mínimo, difusa. En este sentido, un teórico político norteamericano fallecido hace algunos años y que podríamos ubicar en la tradición socialdemócrata, John Rawls, se encarga, en la misma línea de Kant, de tratar de establecer un requisito preciso para lo que él llama, una eventual, “Sociedad de los pueblos”. Rawls, hijo de su época e hijo de su cultura, intenta formular una opción que pueda incluir dentro de un mismo bloque a pueblos de tradición occidental/cristiana y pueblos islámicos a los cuales se les exige como mínimo que posean un sistema de representación política que sin ser republicano y liberal posea canales en los que la ciudadanía toda pueda expresarse y donde se respeten los derechos humanos. En Latinoamérica, el choque religioso no resulta problemático más allá de que el peso de la religión resulta más importante en algunos países que en otros. Asimismo, los sistemas políticos resultan democráticos y representativos, más allá de que algunos trasnochados periodistas militantes de derecha confundan regímenes presidencialistas con autoritarismo.
Sin embargo, quizás debiéramos hacernos una pregunta inicial cuya respuesta no es trivial ni obvia, esto es: ¿qué es lo que haría que un Estado-Nación soberano eventualmente arriesgue al menos parte de su soberanía en pos de participar de un bloque junto a otros Estados? ¿Qué motivación tendría para hacerlo? Como suele ocurrir con muchos aspectos de nuestra vida, el gran estímulo es la posibilidad de comerciar para así confirmar una vez más aquel adagio milenario de “no importa de que hablan: piensan en dinero”.
La corriente liberal que en la Argentina ha tenido muchos cultores conoce bien este aspecto y muestra que el gran problema de la guerra es, más allá de las pérdidas en todo sentido, las dificultades que trae aparejadas para el comercio. De hecho, los liberales consideran que la necesidad de vender un producto hace que se estrechen vínculos de amistad y que pueblos que pudieran arrastrar odios ancestrales vean disminuir tales sentimientos en la medida en que efectúan actos comerciales que suponen crecimiento y bienestar.
Tomemos los casos más cercanos: la Unión europea tuvo su principal antecedente en la Comunidad del Carbón y Acero suscripta por seis países, y tras varias décadas de instituciones comunes y paulatino declive de barreras arancelarias, logró lo que para algunos hoy es su peor ancla: la unidad monetaria, el euro. Salvando las distancias, el Mercosur no fue más que un gran acuerdo económico. Pero, como lo muestra el ejemplo de UNASUR y la “cláusula democrática”, el vínculo económico no puede ser un fin en sí mismo, y el paso posterior parece ser el del acercamiento político y cultural. Sin embargo no puede desconocerse que aun con todas las ventajas que Latinoamérica tiene en relación con Europa, si lo económico no trae ya, de por sí, suficientes conflictos, los avances en torno a fomentar la convivencia armónica de diversas culturas y poner en tela de juicio la soberanía estatal con instituciones supranacionales que, por ejemplo, en el caso de una Corte Penal Regional, pudieran pasar por encima del sistema jurídico de algunos de los Estados-miembro, abre una infinita cantidad de interrogantes respecto al proceso de profundización de estos bloques.
Pero más allá de las naturales dificultades y aunque viene a paso lento, el impulso de esta “cláusula democrática” sumado a la inminente entrada en vigencia, refrendado por los parlamentos de 9 de los países miembros, del Tratado Constitutivo de UNASUR, parecen buenas señales para dejar bien en claro que aquellas intentonas golpistas y esa compulsión destituyente que aún existe en los países de la región, cada vez verá más acotada su posibilidad de éxito. Más compleja aún será, una vez profundizados los vínculos económicos y políticos, dar la batalla cultural pero no resultan menores los ánimos revisionistas que al menos en algunos países de la región han decidido comenzar esa disputa en torno a la verdades naturalizadas de la “historia oficial”. Esta disputa cultural que, alguien podrá decir, existió siempre, ahora tiene una ventaja: se va a realizar en un contexto donde parece existir la decisión política de dejar bien en claro que la democracia no es negociable.
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