Ante tanta
vorágine de inmediatez, vorágine que no busca otra cosa que la parálisis en el
tiempo presente, me permitiré hablar de modo algo más abstracto tomando como
eje algunas líneas de una obra de teatro que serán excusa para las reflexiones
políticas y filosóficas que desde aquí se suelen dar. Y no voy a recurrir a las
tragedias griegas tan contemporáneas que dan escalofríos o, al menos, nos llevan
a pensar que existen una serie de pasiones inherentes a los hombres más allá de
todo tiempo y espacio. Me voy a referir, puntualmente, a una obra de Mauricio
Kartun recientemente reestrenada en Buenos Aires y que lleva como título Terrenal. No invadiré secciones de la
revista ni pretendo de repente aparecer como un eximio crítico de arte así que
respecto de la obra solo diré que me gustó y que, incluso, me gustó más que el
ya de por sí excelente tríptico patronal (integrado por El niño argentino, Ala de
criados y Salomé de chacra) que
el autor había puesto en escena los últimos años.
Como breve marco, eso sí, déjeme
decir que en esta obra Kartun retoma esa especie de juego de intertexto con, en
este caso, la Biblia, y Terrenal no
es otra cosa que una reedición de la disputa entre Caín y Abel pero ambientada
aproximadamente en la Argentina de las primeras décadas del siglo XX y con la
participación de un tercer personaje, Dios, con acento santiagueño e inspirado
(juro que no es una broma) en Horacio Guarany.
Más allá del deseo del autor, la
clásica disputa entre los dos hermanos da lugar y herramientas para
problematizar varias de las principales discusiones que existen hoy en
Argentina. Sobre todo la mirada acerca del capitalismo, aunque, para decirlo
más preciso, refiere más al capitalista de carne y hueso que al capitalismo. Dicho
de otro modo, Caín, el que, como ustedes saben, acabará matando a su hermano
Abel (que en la obra aparece como un vago que trabaja los días de descanso
vendiendo isoca, esto es, la larva de esos escarabajos que tienen un cuerno que
los hace parecer “minirinocerontes” o “toritos”) es el arquetipo del
capitalista. Y en tal descripción el capitalista no aparece, precisamente, como
un astuto y ventajero hombre de negocios. Más bien todo lo contrario: es casi
un “pobre” tipo que trabaja todos los días sembrando morrones y tiene bien
internalizadas una serie de máximas como el respeto a la propiedad y la
necesidad de ley. Así es que Caín dice cosas como “Yo no violo propiedad. Hay
que respetar medianera. Sagrada privacidad” o “Padrecito patronal. Hacer
capitalito y hacer familia que lo herede para que no se desparrame”. Caín se
compró “un chumbo” (no se lo pidió a ningún amigo) y vive aterrorizado por la
inseguridad. A su vez se jacta de ser un experto en cuantificar, como buen
capitalista, y está obsesionado con que le marquen límites. La obra no ahonda
en aspectos psicoanalíticos pero, todo el tiempo, el Caín capitalista le exige,
a Dios, límites, como los límites de una propiedad. El capitalista necesita ley
para estar seguro y hasta cuando mata a Abel implora que Dios lo castigue más
por la necesidad de ley que por la culpa. Incluso podría decirse que el
capitalista aparece casi como un inimputable o más bien, alguien cuya
naturaleza lo lleva al destino inexorable del asesinato ante la imposibilidad
de poder tolerar un hermano con un actitud distinta respecto al trabajo y
enormemente flexible frente a las imposiciones de una sociedad “como Dios
manda”. Mientras tanto, algunas frases disparan reflexiones interesantes como
aquella en la que el capitalista establece claramente su relación con la tierra
y el medio que lo rodea al afirmar que “la tengo cortita a la naturaleza”. Toda
una definición moderna del afán de dominio que describe bien la relación entre
el Hombre y su entorno. Otra frase muy interesante de la obra pronunciada por
Caín es “No tengo muertos yo. No tengo historia. La historia comienza conmigo.
Me hago a mí mismo yo”. Se trata de una suerte de síntesis perfecta del
ciudadano medio o “medio pelo” que ni siquiera por maldad postula un egoísmo
inconsciente desvinculado de todo lo que lo rodea y al que le faltaría agregar “yo
en política no me meto”. Es el mismo que cuando le va bien manejando el taxi
cree que es mérito propio y cuando le va mal cree que es culpa del gobierno. Con
todo, su vida termina y empieza en él. Como el diario de todos los días que no
tiene vínculo con el pasado ni conexiones: puro presente descontextualizado.
Del mismo modo que el Caín
capitalista mata a Abel, en la escena anterior había matado a los escarabajos
que llama “toritos” por el simple hecho de que invadían su propiedad y ponían
en riesgo sus morrones, metáfora cara al pensamiento antiperonista que recuerda
“Casa Tomada” de Cortázar. Una vez más: lo hace por susto y por estupidez pero
actúa con la eficiencia y la banalidad de un burócrata.
Pero lo más jugoso es la
intervención de Dios. Se trata de un Dios imperfecto, jocoso, y versero que
aquí se llama Tata, y deja definiciones políticas como éstas: “¿Y quién te dijo
que pelear estaba mal, idiota? Pelear es ser par. El bofetón es vida. Sin
choque no hay chispa. Nada se mueve sin riña”.
Frente a ello, el capitalista,
que prefiere la paz en tanto es el mejor contexto para hacer negocios, replica
“¿Violencia, tatita?” Y este responde: “No. Dialéctica, infeliz. La miseria no
es pelear. Miseria es matar al par. El uno crece de a dos. El dos peleando es
armonía. Es vuelo. El uno solo, crece monstruo. Pájaro de un ala sola”.
Ante la idea pasteurizada de
democracia como diálogo y acuerdo, Dios le explica a Caín que el problema no es
pelear, el problema es exactamente el contrario, esto es, la eliminación de la
disputa. Sin adversario no hay mayor tranquilidad ni progreso. Hay una paz de
los cementerios, autoritarismo y, como se indica en la obra, una vez más con
guiños a la Biblia (y por qué no a la historia argentina reciente), un
genocidio.
Para finalizar, un Caín
desconsolado le pregunta a Dios por máximas tales como “ganarás el pan con el
sudor de tu frente” pero Dios se desentiende de esa autoría para afirmar: “[Es]
un eslogan de ustedes. Simios… [ustedes] los hacen y [ustedes] se [los] venden.
(…) Yo solo escribo las músicas, pelele. Notas para hacer bailar. ¡Pulsos!
¡Latidos! ¿Para qué mierda sirve la letra? Para distraer el baile (…) Yo música
pura. La música del universo. Yo concierto. Las letras las encajan los monos”.
Tata le enseña a Caín que los
monos (los hombres), creyendo dar contenido al plan de Dios no hacen más que
tergiversarlo y separar la unidad original, lo común. Pero Caín no logra
comprender y sigue exigiendo ley, un límite, seguridad jurídica, para decirlo
en los términos de moda. Frente a tal exigencia Dios responde de una manera que
bien vale un cierre de esta nota: “Amarás más a los inmuebles que a los
hombres. Y llevarás adentro el peor de los castigos que alguien pueda llevar.
Pero el peor de todos: no querrás que te vaya mejor. Querrás que a los otros
les vaya peor”.
3 comentarios:
Vi la obra y me parecio excelente
Comparto los comentarios de Dante Palma. Es una obra para verla varias veces y extraer muchas cosas e interpretarlas
cuánta semejanza con la realidad !
muy claro...cuánta semejanza con la realidad...
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