En un país
donde todos son expertos en materia judicial y amplios conocedores de una causa
complejísima, quisiera referirme a un aspecto que ha estado en el foco de la
polémica la última semana en la causa por la ex Ciccone. Más específicamente
quisiera apuntar a la sorprendente propuesta del Vicepresidente Amado Boudou de
transmitir en vivo su declaración indagatoria o, eventualmente, grabarla para
luego darla a conocer a través de los diferentes medios de comunicación.
El eje estuvo
puesto, en un primer momento, en la cuestión técnico-legal, acerca de si tal
posibilidad estaba permitida, pero hombres difícilmente sospechables de alto
contenido de kirchnerismo en sangre,
como el fiscal de la causa Jorge Di Lello, o el ex fiscal y diputado por la UCR,
Manuel Garrido, admitieron que no existía prohibición alguna aunque, eso sí, indicaron
que la decisión quedaba en manos del juez. Para quitar el eufemismo, debieran
haber dicho que, si no hay prohibición legal alguna, lo que queda en manos del
juez es la determinación arbitraria y discrecional sobre el asunto, algo que
sigue sucediendo demasiadas veces aun en los sistemas jurídicos actuales.
Lo cierto es
que el juez se negó a que la indagatoria sea transmitida o grabada para
posterior publicación de modo tal que, al menos por ahora, la polémica ha sido
cerrada más allá de que quedará para futuras especulaciones las razones últimas
por las que el juez tomó esa decisión, especialmente tomando en cuenta que la
declaración indagatoria es un derecho del indagado.
Ahora bien, detengámonos
en ese punto porque la intuición, para los ciudadanos de a pie que no visitamos
asiduamente tribunales, es que la no publicidad de la declaración es un derecho
del indagado. Es más, probablemente, si a usted le tocara ser indagado,
exigiría que la declaración no salga del despacho del juez aun cuando se
supiese inocente. En este sentido, ¿qué es lo que llevaría al Vicepresidente a
exigir insistentemente que se le permita mostrar a la ciudadanía toda su
declaración?
Tal pregunta obliga
a hacer una breve reseña histórica de la importancia que ha tenido la
publicidad como uno de los modos que encontraron los ciudadanos para protegerse
del poder.
Piénsese, por
ejemplo, la enorme transformación que significó en la antigua Grecia que los
jueces tuvieran que dar a conocer por escrito sus sentencias. Sí, ese pequeño
detalle, implicó que se acabara con la discrecionalidad de los jueces, algo que
iba en detrimento de la igualdad de la ciudadanía. Porque cuando los jueces no
hacían públicas las razones de sus fallos, tenían el camino libre para resolver
los conflictos de manera arbitraria según el modo en que se hubieran despertado
ese día, el rostro, la pertenencia social/familiar del acusado en cuestión,
etc.
Algo similar
sucedió cuando durante el siglo de las luces creció exponencialmente el reclamo
de la sociedad hacia gobernantes cuyo autoritarismo ya no sería tolerado por
una ciudadanía que se sabía poseedora de un conjunto de derechos invulnerables.
¿Qué logró
imponerse? Algo bastante simple: que los gobernantes estén obligados a hacer
públicas las decisiones.
Sí,
efectivamente, se acababa el secretismo, las decisiones a espaldas a la
ciudadanía, por la sencilla razón que lo público comenzó a ser visto como
manifestación de una moral racional y universal que funcionaría como tribunal
de las decisiones de los gobernantes. En términos del imperativo categórico de
Immanuel Kant, para saber si una acción es correcta debo poder reflexionar
tomando en cuenta si puedo desear que todos actúen del mismo modo que yo. Es
decir, debo “universalizar la máxima”. En este sentido, si estoy a punto de
mentir debería pensar “¿puedo desear que todos mientan?” y el resultado de esa
reflexión arrojaría que no corresponde mentir.
Llevado al
terreno jurídico, según Kant, una máxima que no puede ser expresada
públicamente y que debe mantenerse en secreto por la falta de reconocimiento y
aceptación que generaría entre la ciudadanía, no puede ser considerada
jurídica.
Aclarado esto,
se comprenderá mejor que no es casual que el poder siempre haya rechazado esta
obligación de publicitar sus acciones pues, naturalmente, lo expone, lo desnuda,
frente a la opinión pública. Y tampoco es casual que haya sido la ilustración
la que hizo de la obligatoriedad de la publicidad de los actos uno de los
estandartes de las repúblicas y, más tarde, de los sistemas democráticos, pues durante
el siglo de las luces se marcó un punto de inflexión en cuanto a la relación
entre la sociedad civil, el poder y las verdades establecidas.
De hecho, ha
sido ese siglo XVIII el que dio lugar a los cafés, a los encuentros sociales y
a la aparición de la prensa, aquella encargada de controlar al poder y de
acercar información a la opinión pública. Claro que el tiempo ha pasado y quien
considere, al día de hoy, que el poder sigue estando, exclusivamente, en manos
de los gobiernos es ingenuo o cómplice. Si no, basta observar cómo los grandes
medios de comunicación, por intermedio de sus portavoces estrellas, se negaron
a transmitir la audiencia. No importó el rating esta vez, ni la situación
inédita de la transmisión en vivo de la indagatoria a un Vicepresidente.
Importaba lo que allí se pudiera decir, lo que se le podía espetar al juez y lo
que Boudou afirmaría sobre el rol que jugaron los medios de comunicación en
esta causa. Más allá de que, sin duda, el pedido de Boudou puede verse como una
estrategia de cara a una opinión pública que cada vez tiene menos autonomía y
está constituida a imagen y semejanza de la opinión publicada por los medios
que consume, lo cierto es que ha llamado la atención la negativa de los grandes
medios a, simplemente, mostrar al Vicepresidente en una indagatoria en la que,
según indicaban estos mismos medios, no tendría manera de responder a las
presuntas pruebas recogidas por el juez.
Pero así
funciona el poder, como indicaba Michel Foucault en su célebre descripción del
modelo panóptico que regía las disciplinarias instituciones occidentales. Se
trataba de esa estructura en la que un solo vigilador podía observar, desde su
sitio, a todos los vigilados sin que éstos pudieran observarlo a él. Esta
ausencia de reciprocidad entre el que ve y los que son vistos era la marca
identitaria de esa cárcel y de las instituciones que seguían ese modelo. No
podía ser de otra manera porque, justamente, de eso trata el poder: de verlo
todo sin jamás ser visto.
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