No le busquen
racionalidad, ni se apoyen en tecnicismos y legalidades para comprender una
decisión eminentemente política del poder económico. Había mucho en juego,
tanto que lo mucho que se jugaba Argentina era poco. Porque la disputa no es
entre un país sudamericano y un minúsculo grupo de lacras con abogados
igualmente saqueadores sino una disputa entre dos etapas del capitalismo que
coexisten más en pugna que amistosamente: el capitalismo productivo y el
capitalismo financiero.
En otras
palabras, esa aceleración capitalista que desde los años 70 se desvinculó de la
realidad material para inflar y explotar esporádicamente burbujas de timba,
debía dejar en claro que la seguridad jurídica coincide punto por punto con la
bestialidad irracional de un poder ilimitado para el que la soberanía de los
Estados particulares es simplemente una anécdota, un capricho obsoleto de la
cartografía política.
Así es que
llegamos a esta violencia barbárica que esbirros y adláteres de aquí y de allá
intentan justificar a partir de presuntos desaciertos en una negociación que
ganó el apoyo del 92,4% de los acreedores y le hizo ahorrar a la Argentina
miles de millones de dólares pagando, por cada dólar, 36 centavos. Negociación
que tuvo sucesivas reaperturas y que ha sido llevada adelante por una gestión
que ha demostrado voluntad de pago en varias ocasiones: desde la cancelación de
la deuda con el FMI, pasando por el pago en tiempo y forma de lo acordado en
2005 y 2010 con los acreedores de la deuda defaulteada creada por gobiernos
anteriores, el acuerdo con Repsol y el reciente trato con el Club de París.
Nada de esto
ha sido valorado a punto tal que hay quienes explican la decisión de un juez
estadounidense por el presunto destrato que habría recibido de autoridades
argentinas en discursos públicos realizados dentro de nuestro país. Al escuchar
ese tipo de análisis uno siempre se pregunta si son o se hacen. Pues al fin de
cuentas siguen una lógica similar a la que usan los chicos en la escuela cuando
no dejan que uno hable mal de la maestra ante el riesgo de que ella escuche, los
rete y los tome “de punto”. Pero lo más curioso es que apoyar tal hipótesis
supondría poner en tela de juicio la propia idoneidad de un juez como Griesa
pues se trataría de un hombre cuyos fallos no dependen de la letra de la ley
sino de la discrecionalidad de sus gustos, disputas personales y humores
mañaneros.
Pero, una vez
más, a no equivocarse: se trata de algo más que el berrinche de un juez. Pues,
más bien, lo que acaba de ocurrir en Estados Unidos no es más que la
radicalización de la disputa al interior del sistema capitalista. Por ello
Argentina no podía ganar. Porque el triunfo de Argentina hubiera significado el
triunfo de la soberanía de Estados nacionales que reivindicaban un modelo que
sin dejar de ser capitalista decidía poner fin al gran mecanismo de sujeción
que encontraron los poderosos para encadenar a los países sin necesidad de
intervención militar: la deuda. Los argentinos lo sabemos bien y durante mucho
tiempo hemos sido testigos de las misiones de organismos internacionales que,
con total descaro, venían a auditar nuestra economía y las decisiones que
tomaban nuestros representantes en materia de política económica. Los
esperábamos con gran expectativa, les dábamos la tapa de los diarios, los
tratábamos como emperadores extraterrestres y, luego, implorábamos una
palmadita en la espalda.
Pero esa es la gran trampa que
nos han legado. Porque ya no se trata de países ocupados. Se trata de países
endeudados; de países que dejaron de ser soberanos frente a organismos
internacionales y que se encuentran obligados a resolver sus disputas con
empresas en tribunales ajenos a la jurisdicción nacional. Sí, se trata de
países como el nuestro, que fueron sometidos a una legislación extranjera con
sede en New York por la anuencia de los gobernantes que tomaron deuda y aceptaron
una normativa hecha a medida del capital financiero. Porque la sede de New York
no es más segura, ni más neutral ni más objetiva: es sólo la más permeable a
los intereses de unos pocos y la simbólicamente más pesada carga que un poder
político puede tolerar, llámese gobierno argentino, gobierno estadounidense,
G77 más China o agrupación de Estados que se quiera reunir. Porque más allá de
que, independientemente de las cuestiones técnicas, sabemos que la salida a
esta cuestión tendrá que surgir, en el largo plazo, de una enorme presión de
los Estados nacionales actuando como bloque frente a la prepotencia del capital
transnacional, lo cierto es que hoy esa presión no ha sido efectiva y es
simplemente una testigo pasiva. ¿De qué? De la conjugación pornográfica del
poder económico con el poder judicial, esto es, el poder republicano que prescinde
de la legitimidad del voto y que, en tanto tal, se ha transformado en el último
redil de la reacción conservadora. Y, como se puede observar, no es una
problemática estrictamente argentina: es global. De hecho, la mayor perversión
del sistema es que ha constituido un entramado jurídico al servicio del poder
económico completamente centralizado al tiempo que ofrece las mieles de un
mundo sin fronteras que solo es tal para los negocios y nunca para los parias,
los marginados y los indocumentados.
En este
sentido son ingenuos o cómplices los que consideran que el gran problema del
proceso que comenzó en la dictadura y se afianzó mediante un gobierno
democrático en los años 90 en la Argentina, fue la corrupción, esto es, todo
aquello que se hizo “por izquierda”. Se trata, más bien, de todo lo contrario:
lo más nocivo es lo que se ha hecho “por derecha”, es decir, legalmente. Porque
lo que le da potencia a ese poder irracional es que hoy en día no se enfrenta a
la ley sino que coincide con ella de modo tal que su fuerza, para colmo de
males, está legitimada. La ley no lo limita sino que lo potencia y lo extiende.
Por eso no necesita la represión o la intervención directa. Puede utilizarla
pero en última instancia. Le alcanza con la ley y ni siquiera necesita
demasiado de las zonas grises del derecho ni de sus intersticios. Pues es desde
la plena legalidad que se prescinde de una penetración capilar y enmascarada
para, con toda visibilidad y vehemencia, condicionar a generaciones enteras sin
otro afán que el más vergonzante y violento deseo de usura.
Excelente. De qué modo la legalidad opera contra la legitimidad ha sido el gran descubrimiento de estos últimos años.Tanto es así que hoy suena cínico (más que antes) hablar de seguridad o garantías jurísicas.Felicitaciones. Rodolfo Rabanal.
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