El primer episodio sucedió el 7
de enero. Mark Zuckerberg, director ejecutivo de META, graba un video de algo
más de 5 minutos en el que anuncia un cambio de era.
Se trata más bien, según sus
dichos, de un retorno a los orígenes de los valores de la compañía,
comprometida con brindar voz a todo el mundo como una forma de contribuir a un sociedad
democrática y libre.
Naturalmente, el anuncio tuvo
repercusión, pero bastante menos de lo esperado, al menos tomando en cuenta el
contenido explosivo del mismo. Es que, sin sonrojarse, Zuckerberg estaba
diciendo sin eufemismos que, bajo la excusa de proteger a los usuarios contra
la desinformación, fue presionado por gobiernos y medios tradicionales, para
que tomara cartas en el asunto, eventualmente, creando controles y censuras.
Esta presión, según sus dichos, fue “política”, si bien también incluía una
preocupación legítima acerca de la proliferación de contenido que podría
incitar a la violencia, la persecución política y el genocidio, como así
también acciones terroristas, tráfico de drogas, explotación infantil, etc.
Lo cierto es que, frente a la
desinformación, esa a la que muchas veces se hace responsable de los resultados
electorales que no nos gustan, META utilizó Fact-Checkers, verificadores que
resultaron ser, según esta declaración, demasiados sesgados. Sí, Zuckerberg
aceptaba lo que todos veíamos: el sesgo progresista de toda la burocracia
biempensante de verificadores que pretendían erigirse como jueces neutrales de
la realidad.
Pero esto no se queda aquí: en lo
que no podría haber ocurrido nunca apenas 2 o 3 años antes, Zuckerberg anuncia
que eliminará restricciones para comentarios sobre género e inmigración. La
razón era que lo que había empezado como un intento de ser más inclusivos había
derivado en una excusa para limitar la libertad de expresión. Sí, así lo dijo.
El triunfo de Trump marcaba,
evidentemente, una nueva etapa y META debía asumir vivir en una sociedad adulta
para dolor de los Safe Spaces de universidades
americanas y todos sus satélites, burócratas expertos en victimología que
vivieron de los impuestos de los contribuyentes estadounidenses que
generosamente la administración Biden distribuía a lo largo del mundo en un
claro ejemplo de soft power.
Por último, a pesar del estrés
que puede generar en las generaciones de cristal, META volverá a sugerir
noticias sobre política, elecciones o temas sociales, mudará sus departamentos
de seguridad, confianza y moderación de California a Texas y trabajará junto al
gobierno de Estados Unidos contra todos aquellos países que avanzan en distinto
tipo de regulaciones y/o, lisa y llanamente, censuras al contenido de Internet.
Es tan grotesco el giro, la alineación total al nuevo gobierno, que despierta
vergüenza ajena. Casi que permite imaginarse a Zuckerberg entrando a la reunión
que había tenido con Trump días atrás de rodillas diciendo, como en aquel
episodio de Los Simpsons: “Hola, Señor Presidente. Hice campaña por el otro
candidato, pero voté por usted”.
Pero el miedo no es tonto.
Zuckerberg entiende que los vientos andan soplando para otro lado y que su
destino es el de la veleta.
El segundo episodio ocurrió una
semana después en España. El protagonista es Iñigo Errejón en su comparecencia
ante el Tribunal de Justicia. Como todos sabemos, tras ser acusado de haber
cometido una agresión sexual contra la actriz Elisa Mouliáa, el exportavoz de
SUMAR renuncia a su cargo y debe responder ante la justicia. Los medios acceden
al material del interrogatorio a ambas partes y el revuelo es mayúsculo
especialmente por un juez que no vacila en interpelar y, por momentos,
acorralar a ambos buscando inconsistencias. En el caso de la denunciante, entre
varias lagunas en el relato, el momento más incómodo es cuando ella atina a
decir que todavía no se explica cómo después de haber recibido dos presuntas
agresiones sexuales, decide ir a la casa del presunto agresor.
Pero lo más interesante es el
modo en que el juez expone las contradicciones políticas de Errejón. En
particular cuando le consulta acerca de su dimisión y Errejón admite: “Tengo que dimitir
porque estaba en un espacio político que defendía que todos los testimonios,
aunque sean anónimos y en redes sociales, son válidos. Por eso tengo que
dimitir”.
Es ahí cuando el juez le espeta: “Usted defendía eso
antes. ¿Cuando le pasa algo es cuando cambia?”. Y su respuesta es, sencillamente,
“sí”. En otras palabras, todos los testimonios de mujeres eran válidos hasta
que uno de esos testimonios fue contra él. Allí volvió la posibilidad de que
existieran motivaciones políticas y linchamientos mediáticos detrás de una
denuncia; y que una mujer, en tanto parte del género humano, pueda mentir, del
mismo modo que lo pueden hacer otros miembros del género humano, aquellos
denominados “varones”.
El segundo momento del
interrogatorio fue hasta humillante porque el juez se pregunta retóricamente cómo
puede ser que le tenga que explicar que solo sí es sí, es decir, que debería
respetar la ley que él y su espacio defienden. Frente a ello él responde: “es
que en la vida real la gente no habla con consignas”.
En los próximos meses, la
justicia determinará si Errejón es culpable o no, pero de lo que estamos
seguros es de que mientras defendía públicamente una ley, en privado la asumía
como una consigna vacía e impracticable. Errejón, en su propia carne, padecía
aquel doble estándar y ese hiato entre lo que se dice/hace en privado y lo que
se dice/hace en público al que el neopuritanismo empuja. Hasta ahora, al menos,
no ha dado el paso para reconocer que fueron sus propuestas y las de su espacio
y exaliados las que generaron un escenario por el cual, según él, se estaría
cometiendo una injusticia. Mientras tanto, aun si la denuncia fuera falsa,
Errejón está padeciendo el modo en que este tipo de acciones, sin costo alguno
para la denunciante, pueden acabar con la carrera y la reputación del señalado.
Pero su defensa habla por sí sola: nunca es tarde para revalorizar el principio
de inocencia y recordar que nunca debe invertirse la carga de la prueba, ni
siquiera cuando la ideología y la agenda política así lo requieran.
El último episodio al que quería
referirme, también tiene como protagonista a España si bien el escándalo
trasciende las fronteras. La actriz trans Karla Gascón, protagonista del
narcomusical Emilia Pérez, iba directa a hacer galardonada como mejor actriz
hasta que, de repente, un descuido y alguien con deseo de hacer daño,
desempolvaron una serie de twitts agresivos y discriminatorios contra minorías
y musulmanes, entre otros.
Mientras escribo estas líneas,
Netflix la bajó de la gira de promoción, la quitó de la cartelería y, lo que parecía
una victoria segura, se ha puesto en entredicho. Mientras tanto, Gascón da
entrevistas tratando de aclarar lo que es difícil aclarar sin salir nunca de la
mención a sus padecimientos de mujer trans, pero sin entender que, para el
mainstream de la corrección política, ser de derecha quita el aura de víctima. “Facha
mata trans”, digamos. Expresando opiniones de derecha, Gascón devino una “traidora
de género” porque las únicas identidades minoritarias a ser protegidas son las
progresistas.
Pero, además, ha quedado presa de
la propia dinámica que la catapultó: no iba a ser elegida por su actuación sino
por su identidad. Y ahora es posible que pierda el premio por lo que piensa y
no por su performance. Paradójicamente, su única posibilidad de triunfar, al
menos desde lo discursivo, es exigir que la elección sea por mérito y no por lo
que ella es o por el mensaje que a través suyo la academia quiere dar en su
disputa abierta con Trump. Pero, claro, de exigir eso, todo su discurso de la
prioridad y la deuda con la víctima, caería.
Con todo, y aunque Gascón no dé
ese paso, lo que este episodio comparte con los anteriores es que ha quedado al
descubierto groseramente lo que siempre se supo pero se intentó encauzar al
menos desde las formas: las premiaciones y los concursos ya no evalúan obras ni
actuaciones. Importa el mensaje buenista y la identidad del ejecutante. Si la
actuación, la película, el libro, son buenos o malos importa un carajo. En
breve, todas las categorías de premios deberían reducirse a una sola:
moralidad.
Para finalizar, digamos que, en
los tres episodios, distintos referentes que de una u otra manera han estado
asociados en mayor o menor medida a la cultura progresista y han sacado
provecho de ella, quedan expuestos o atrapados en hipocresías, contradicciones
y/o en la aceptación de lo que era evidente pero no se podía decir. En estos
tiempos vertiginosos y cambiantes nadie puede asegurar nada y el contrataque
puede llegar a ser feroz porque el progresismo controla buena parte de los presupuestos,
las instituciones y los medios de comunicación, pero estamos asistiendo, como
mínimo, a un reequilibrio de fuerzas y a la evidencia de que el wokismo está
desnudo.
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