sábado, 8 de marzo de 2025

El wokismo está desnudo (publicado el 13.2.25 en www.disidentia.com)

 

El primer episodio sucedió el 7 de enero. Mark Zuckerberg, director ejecutivo de META, graba un video de algo más de 5 minutos en el que anuncia un cambio de era.

Se trata más bien, según sus dichos, de un retorno a los orígenes de los valores de la compañía, comprometida con brindar voz a todo el mundo como una forma de contribuir a un sociedad democrática y libre.

Naturalmente, el anuncio tuvo repercusión, pero bastante menos de lo esperado, al menos tomando en cuenta el contenido explosivo del mismo. Es que, sin sonrojarse, Zuckerberg estaba diciendo sin eufemismos que, bajo la excusa de proteger a los usuarios contra la desinformación, fue presionado por gobiernos y medios tradicionales, para que tomara cartas en el asunto, eventualmente, creando controles y censuras. Esta presión, según sus dichos, fue “política”, si bien también incluía una preocupación legítima acerca de la proliferación de contenido que podría incitar a la violencia, la persecución política y el genocidio, como así también acciones terroristas, tráfico de drogas, explotación infantil, etc.

Lo cierto es que, frente a la desinformación, esa a la que muchas veces se hace responsable de los resultados electorales que no nos gustan, META utilizó Fact-Checkers, verificadores que resultaron ser, según esta declaración, demasiados sesgados. Sí, Zuckerberg aceptaba lo que todos veíamos: el sesgo progresista de toda la burocracia biempensante de verificadores que pretendían erigirse como jueces neutrales de la realidad.   

Pero esto no se queda aquí: en lo que no podría haber ocurrido nunca apenas 2 o 3 años antes, Zuckerberg anuncia que eliminará restricciones para comentarios sobre género e inmigración. La razón era que lo que había empezado como un intento de ser más inclusivos había derivado en una excusa para limitar la libertad de expresión. Sí, así lo dijo.

El triunfo de Trump marcaba, evidentemente, una nueva etapa y META debía asumir vivir en una sociedad adulta para dolor de los Safe Spaces de universidades americanas y todos sus satélites, burócratas expertos en victimología que vivieron de los impuestos de los contribuyentes estadounidenses que generosamente la administración Biden distribuía a lo largo del mundo en un claro ejemplo de soft power.

Por último, a pesar del estrés que puede generar en las generaciones de cristal, META volverá a sugerir noticias sobre política, elecciones o temas sociales, mudará sus departamentos de seguridad, confianza y moderación de California a Texas y trabajará junto al gobierno de Estados Unidos contra todos aquellos países que avanzan en distinto tipo de regulaciones y/o, lisa y llanamente, censuras al contenido de Internet. Es tan grotesco el giro, la alineación total al nuevo gobierno, que despierta vergüenza ajena. Casi que permite imaginarse a Zuckerberg entrando a la reunión que había tenido con Trump días atrás de rodillas diciendo, como en aquel episodio de Los Simpsons: “Hola, Señor Presidente. Hice campaña por el otro candidato, pero voté por usted”.

Pero el miedo no es tonto. Zuckerberg entiende que los vientos andan soplando para otro lado y que su destino es el de la veleta.

El segundo episodio ocurrió una semana después en España. El protagonista es Iñigo Errejón en su comparecencia ante el Tribunal de Justicia. Como todos sabemos, tras ser acusado de haber cometido una agresión sexual contra la actriz Elisa Mouliáa, el exportavoz de SUMAR renuncia a su cargo y debe responder ante la justicia. Los medios acceden al material del interrogatorio a ambas partes y el revuelo es mayúsculo especialmente por un juez que no vacila en interpelar y, por momentos, acorralar a ambos buscando inconsistencias. En el caso de la denunciante, entre varias lagunas en el relato, el momento más incómodo es cuando ella atina a decir que todavía no se explica cómo después de haber recibido dos presuntas agresiones sexuales, decide ir a la casa del presunto agresor.

Pero lo más interesante es el modo en que el juez expone las contradicciones políticas de Errejón. En particular cuando le consulta acerca de su dimisión y Errejón admite: “Tengo que dimitir porque estaba en un espacio político que defendía que todos los testimonios, aunque sean anónimos y en redes sociales, son válidos. Por eso tengo que dimitir”.

Es ahí cuando el juez le espeta: “Usted defendía eso antes. ¿Cuando le pasa algo es cuando cambia?”. Y su respuesta es, sencillamente, “sí”. En otras palabras, todos los testimonios de mujeres eran válidos hasta que uno de esos testimonios fue contra él. Allí volvió la posibilidad de que existieran motivaciones políticas y linchamientos mediáticos detrás de una denuncia; y que una mujer, en tanto parte del género humano, pueda mentir, del mismo modo que lo pueden hacer otros miembros del género humano, aquellos denominados “varones”.   

El segundo momento del interrogatorio fue hasta humillante porque el juez se pregunta retóricamente cómo puede ser que le tenga que explicar que solo sí es sí, es decir, que debería respetar la ley que él y su espacio defienden. Frente a ello él responde: “es que en la vida real la gente no habla con consignas”.

En los próximos meses, la justicia determinará si Errejón es culpable o no, pero de lo que estamos seguros es de que mientras defendía públicamente una ley, en privado la asumía como una consigna vacía e impracticable. Errejón, en su propia carne, padecía aquel doble estándar y ese hiato entre lo que se dice/hace en privado y lo que se dice/hace en público al que el neopuritanismo empuja. Hasta ahora, al menos, no ha dado el paso para reconocer que fueron sus propuestas y las de su espacio y exaliados las que generaron un escenario por el cual, según él, se estaría cometiendo una injusticia. Mientras tanto, aun si la denuncia fuera falsa, Errejón está padeciendo el modo en que este tipo de acciones, sin costo alguno para la denunciante, pueden acabar con la carrera y la reputación del señalado. Pero su defensa habla por sí sola: nunca es tarde para revalorizar el principio de inocencia y recordar que nunca debe invertirse la carga de la prueba, ni siquiera cuando la ideología y la agenda política así lo requieran.   

 

El último episodio al que quería referirme, también tiene como protagonista a España si bien el escándalo trasciende las fronteras. La actriz trans Karla Gascón, protagonista del narcomusical Emilia Pérez, iba directa a hacer galardonada como mejor actriz hasta que, de repente, un descuido y alguien con deseo de hacer daño, desempolvaron una serie de twitts agresivos y discriminatorios contra minorías y musulmanes, entre otros.

Mientras escribo estas líneas, Netflix la bajó de la gira de promoción, la quitó de la cartelería y, lo que parecía una victoria segura, se ha puesto en entredicho. Mientras tanto, Gascón da entrevistas tratando de aclarar lo que es difícil aclarar sin salir nunca de la mención a sus padecimientos de mujer trans, pero sin entender que, para el mainstream de la corrección política, ser de derecha quita el aura de víctima. “Facha mata trans”, digamos. Expresando opiniones de derecha, Gascón devino una “traidora de género” porque las únicas identidades minoritarias a ser protegidas son las progresistas.  

Pero, además, ha quedado presa de la propia dinámica que la catapultó: no iba a ser elegida por su actuación sino por su identidad. Y ahora es posible que pierda el premio por lo que piensa y no por su performance. Paradójicamente, su única posibilidad de triunfar, al menos desde lo discursivo, es exigir que la elección sea por mérito y no por lo que ella es o por el mensaje que a través suyo la academia quiere dar en su disputa abierta con Trump. Pero, claro, de exigir eso, todo su discurso de la prioridad y la deuda con la víctima, caería.

Con todo, y aunque Gascón no dé ese paso, lo que este episodio comparte con los anteriores es que ha quedado al descubierto groseramente lo que siempre se supo pero se intentó encauzar al menos desde las formas: las premiaciones y los concursos ya no evalúan obras ni actuaciones. Importa el mensaje buenista y la identidad del ejecutante. Si la actuación, la película, el libro, son buenos o malos importa un carajo. En breve, todas las categorías de premios deberían reducirse a una sola: moralidad.

Para finalizar, digamos que, en los tres episodios, distintos referentes que de una u otra manera han estado asociados en mayor o menor medida a la cultura progresista y han sacado provecho de ella, quedan expuestos o atrapados en hipocresías, contradicciones y/o en la aceptación de lo que era evidente pero no se podía decir. En estos tiempos vertiginosos y cambiantes nadie puede asegurar nada y el contrataque puede llegar a ser feroz porque el progresismo controla buena parte de los presupuestos, las instituciones y los medios de comunicación, pero estamos asistiendo, como mínimo, a un reequilibrio de fuerzas y a la evidencia de que el wokismo está desnudo.

 

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