Dos peces jóvenes nadaban juntos hasta que, de
repente, de manera casual, se cruzan con un pez mayor que al pasar les saluda y
les dice: “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?” No hubo respuesta y los
jóvenes peces siguieron su camino hasta que, algo meditabundos, tras un rato, uno
le dice al otro: “Pero, ¿qué demonios es el agua?”
Esta parábola se popularizó a partir del año 2005
porque fue aquella con la que inició David Foster Wallace su famoso discurso de
felicitaciones a los graduados de Kenyon.
El mismo fue más tarde publicado bajo el título Esto es agua y su enseñanza es clara:
solemos naturalizar de tal modo aquello que nos rodea, que lo consideramos como
algo dado a tal punto que acaba pasando desapercibido.
Si
en lugar de peces pensamos en humanos, hay infinidad de cosas que no
problematizamos y que atraviesan nuestras vidas de manera determinante y una de
ellas es el azúcar. Es más, hasta podría decirse que la historia de la
civilización humana y muchas de las problemáticas actuales, desde determinado
tipo de enfermedades hasta los cambios en el ambiente y una nueva concepción
del capitalismo, bien podrían comprenderse a través de la historia del azúcar.
Así al menos lo cree Ulbe Bosma, doctor en Historia
por la Universidad de Leiden y profesor de Historia Social Comparada
Internacional en la Universidad Libre de Ámsterdam, en su último libro titulado,
justamente, Azúcar, publicado por
Ariel.
Bosma, cuyo interés apunta a historias conectadas al trabajo, su efecto en
las olas migratorias y en la forma en que circulan los productos básicos,
muestra que el consumo de azúcar, al menos en estos niveles, es una relativa
novedad en la historia humana. Sin ir más lejos, hace apenas 200 años, el azúcar blanco de mesa resultaba ser un
lujo y solo podía producirse en pequeñas cantidades mediante fabricación
artesanal. Ahí hay una de las claves: el azúcar no es tan fácil de extraer como
la sal.
“El azúcar granulado no tiene más de 2500 años de
antigüedad, y el azúcar blanco granulado empezó su carrera aún más
recientemente en Asia, hace unos 1500 años, como puro lujo, signo de poder y riqueza
(…) Con el tiempo, el consumo de azúcar por parte de la realeza se extendió a
las élites de las crecientes ciudades de China y la India, así como a gran
parte de Asia Central y África del Norte, antes de llegar a Europa. En el siglo
XIII, la técnica azucarera se había desarrollado lo suficiente como para que el
azúcar se convirtiera en un importante producto comercial de toda Eurasia. La
historia del capitalismo azucarero comenzó en Asia, donde, hacia la década de 1870,
se producía la mayor parte del azúcar mundial”.
Allí se puede hacer un punto porque si, justamente,
de migraciones vinculadas al trabajo se trata, la llegada del azúcar a Europa
será determinante, por ejemplo, para comprender la relación con “el nuevo
mundo” a partir del siglo XVI y, sobre todo, para explicar el tráfico de
esclavos desde África a través del Atlántico. Es que la necesidad de satisfacer
el mercado europeo llevó al propio Colón, ya en su segundo viaje, a implantar
la caña de azúcar que luego se extendería por lo que hoy es Colombia, Perú,
Puerto Rico, Cuba y México, a lo cual luego habría que agregarle zonas de la
costa brasileña para beneficio de los portugueses. De hecho, Bosma menciona que
se calcula que, entre la mitad y los dos tercios de los 12,5 millones de
esclavos africanos llevados a América, fueron destinados a plantaciones de
azúcar.
El desarrollo de la industria azucarera fue tal que,
a mediados del siglo XIX, el azúcar ocupaba el lugar que ostentaría el petróleo
en el siglo XX en tanto el producto de exportación más valioso del hemisferio
sur.
Pero, claro está, sería imposible comprender el
lugar del azúcar en nuestras vidas sin hacer énfasis en el rol que tuvo Estados
Unidos, especialmente a partir de finales del siglo XIX tras lo que se conoce
como “la crisis del azúcar de 1884” originada por la expansión revolucionaria
del azúcar de remolacha en Europa.
En ese escenario, los principales productores
estadounidenses, que extraían de Cuba el 62% del azúcar que necesitaban, exigen
al gobierno una serie de medidas proteccionistas. Así, el comercio de azúcar
que estaba lo suficientemente globalizado, ingresa en una guerra de aranceles y
mercados intervenidos.
Sin
embargo, un factor determinante fue, aunque resulte sorprendente, el factor
religioso y una serie de medidas políticas que transformaron Estados Unidos y
el mundo. Sí, el puritanismo y el conocido como “movimiento por la sobriedad”
en el marco de la vigencia de La ley seca, fue clave porque el té devino el
ícono del movimiento contra el alcohol. El punto es que, como todos lo sabemos,
no hay té sin dulces y pasteles, y fueron los cuáqueros los que ocuparon un
lugar de relevancia fomentando la industria de los dulces, justamente, como
forma de combatir el alcohol:
“En
Estados Unidos, la creciente desaprobación social de las bebidas alcohólicas
fue acompañada de una publicidad omnipresente de todo lo dulce y de la
introducción de nuevas bebidas”.
De
hecho, si hablamos de bebidas azucaradas, Coca Cola, por ejemplo, fue inventada
en 1886 como respuesta a la prohibición del alcohol en la ciudad de Atlanta,
Georgia; y durante la vigencia de la Ley seca, la industria que más se expandió
fue la de los caramelos. Los dentistas agradecidos.
Y
ya que hablamos de la salud, solo el lobby de la industria azucarera ha logrado
en algunos momentos de la historia confundir a la opinión pública para desligar
la responsabilidad del producto en la obesidad y en enfermedades como la
diabetes de tipo 2, la cual, se calcula, crecerá exponencialmente en las
próximas décadas.
Si
con esto no alcanzara, Bosma sostiene que el daño ambiental que produce la hiperproducción
de azúcar sería ya una causa suficiente al menos para ponerle límites:
“Solo las consecuencias medioambientales deberían
hacernos replantearnos todo lo referente a la producción del azúcar.
Actualmente, el consumo medio anual de azúcar y edulcorantes de una persona que
vive en Europa occidental es de 40 kilos; en Norteamérica, esa cifra es de casi
60 kilos. Imaginemos por un momento que todo el mundo consumiera la misma
cantidad de azúcar que los europeos. La producción mundial tendría que pasar de
los 180 millones de toneladas actuales a 308 millones. Ello provocaría una
devastación de tierras casi proporcional, ya que hoy en día es casi imposible
aumentar la productividad por hectárea. Y hay que tener en cuenta que cada vez
se dedica más tierra al cultivo de la caña para producir etanol, que se utiliza
como biocombustible”.
Aunque la OMS no goza del mejor momento en cuanto a
su credibilidad, Bosma propone seguir su consejo y avanzar hacia la imposición
de un límite global de 20 kilos de azúcar por persona cada año y prohibir el
uso de la caña para producir combustible. Sin embargo, entiende que el lobby
allí también es potente y que los gobiernos prefieren no intervenir.
De
aquí concluye que:
“El
inmenso poder de los conglomerados azucareros nos hace pagar a los consumidores
por las tarifas protectoras, por el consumo excesivo, por los asombrosos costes
de los seguros sanitarios y por reparar los daños medioambientales”.
Puede
que la parábola de Foster Wallace deba ser reescrita con protagonistas humanos,
obesos y desdentados que reemplacen a los peces y a los que se les pregunte qué
tan dulces son las comidas que ingieren día a día. En lugar de Esto es agua, el discurso se llamaría Esto es azúcar.
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