Solo una buena historia puede conectar
el cuerpo embalsamado de Jeremy Bentham, el viaje de Darwin en el Beagle, un
centenar de indígenas del fin del mundo exhibidos en zoológicos humanos
europeos y el intento de preservar del olvido una lengua remota.
Eso es lo que logró el chileno
Cristóbal Marín, licenciado en Filosofía y Doctor en Estudios culturales, en Huesos sin descanso. Fueguinos en Londres,
un libro que llega a España gracias a editorial Debate. Se trata de un texto
difícil de categorizar entre el ensayo, el relato histórico y la novela
autobiográfica que se lee de corrido y, lo más importante, con entusiasmo.
Marín había viajado a Londres en
1992 para desarrollar una tesis sobre Jeremy Bentham, el padre del
utilitarismo, cuya faceta menos conocida era una pasión por el taxidermismo, o,
al menos, algún deseo entre narcisista y generoso, según de qué lado se lo
mire, de ofrecer su cuerpo a la ciencia. Su idea era ser diseccionado en
público y luego embalsamado según técnicas maoríes para devenir un auto-ícono,
esto es, una suerte de monumento realizado con su propio cuerpo, el cual podría
oficiar de referencia para acabar con los cementerios. Evidentemente, su idea
no generó la mayor felicidad para el mayor número y, además, la técnica falló
justo en la cabeza de modo que hoy se puede visitar el auto-ícono, pero éste
posee una cabeza artificial y la verdadera, que ha adoptado un tono negruzco, se
exhibe apartada. No apto para impresionables.
Lo cierto es que esta relación
con los cuerpos “que no descansan” conecta a Marín con una historia familiar de
cadáveres de parientes que son inhumados, exhumados y trasladados por diversas
vicisitudes, pero su estadía en Inglaterra le depararía una sorpresa: la enorme
cantidad de material, en librerías de usados y libros antiguos, referida a
mapas de lo que se suele llamar “el fin del mundo”, esto es, el sur de
Latinoamérica compartido por Chile y Argentina y, en particular, ese terreno
con un clima tremendamente hostil llamado Tierra del Fuego, en Argentina. Allí,
justamente, a principios del siglo XX se construyó un presidio cuyo diseño
reproducía la idea benthamiana del panóptico que resultaría luego vital para
Michel Foucault, quien encontraría en ella el símbolo de lo que llamará una
“sociedad disciplinaria”.
Así, entonces, una investigación
que había comenzado tratando de rastrear las conexiones de Bentham con figuras
determinantes del largo proceso que derivó en la independencia de las
excolonias españolas en Latinoamérica, O’Higgins, Bolívar y Rivadavia, entre
otros, de repente deviene en un interés particular sobre el conocido caso de
los cuatro fueguinos que son llevados a Inglaterra con la intención de ser “civilizados”.
Efectivamente, quien tuvo aquella idea no fue otro que Robert Fitz Roy, el
comandante del Beagle que luego tendría en su tripulación a un jovencísimo
naturalista, un tal Charles Darwin, en el viaje que sería determinante para la
elaboración de la teoría más revolucionaria del siglo XIX. Lo cierto es que, al
regreso del primer viaje hasta el sur, en 1830, Fitz Roy embarca a cuatro
indígenas a los que rebautizarían como Fuegia Basket, York Minster, Jemmy
Button y Boat Memory.
La muerte de este último por una
enfermedad y el misterio acerca de dónde estaría su cuerpo lleva a Marín a
adentrarse en una investigación apasionante. En primer lugar, es importante
decir que los tres fueguinos sobrevivientes, sabiendo algo de inglés y habiendo
aprendido las normas civilizatorias de la Inglaterra victoriana, regresan a
Tierra del Fuego en el viaje que embarca a Darwin hasta allí por primera vez.
El detalle viene a cuento porque, en palabras del propio autor de El origen de las especies, una vez
llegados a destino, su contacto con los fueguinos que, digamos, permanecían “en
estado salvaje”, fue un elemento que contribuiría a su idea de evolución. De
hecho, en su libro de 1871, El origen del
Hombre, Darwin afirma:
“La principal conclusión a la que
llegamos en esta obra, es decir, que el hombre desciende de alguna forma
inferiormente organizada, será, según me temo, muy desagradable para muchos.
Pero difícilmente habrá la menor duda en reconocer que descendemos de bárbaros.
El asombro que experimenté en presencia de la primera partida de fueguinos que
vi en mi vida en una ribera silvestre y árida nunca lo olvidaré, por la
reflexión que inmediatamente cruzó mi imaginación: tales eran nuestros
ancestros”.
Este juicio era avalado por los
estudios de la Frenología de aquella época que encontraba en las
características de los cráneos de los fueguinos una supuesta prueba de
inferioridad.
Pero a medida que Marín avanza en
la investigación halla que, en las sucesivas décadas, al menos un centenar de
fueguinos fueron trasladados a Europa con mucha menos suerte que los primeros tres.
En el mejor de los casos, se insistió en la idea de trasladarlos para
evangelizarlos, algo que no había funcionado bien durante la primera
experiencia; en el peor de los casos, muchos de ellos fueron directamente
secuestrados para ser exhibidos en zoológicos humanos como ejemplares de “el
eslabón perdido” y aberraciones similares.
El destino de esos cuerpos es una
incógnita, pero también es incierto el final de muchos expedicionarios y
misioneros que se aventuraron hacia aquellas lejanas tierras del sur y
perecieron por el clima o a manos de los propios indígenas, tal como se pudo
reconstruir en el episodio de una matanza atroz contra misioneros llevada
adelante por los locales entre los que, según algunas fuentes indican, habría
estado Jemmy Button, uno de los tres “civilizados” que había aprendido inglés y
buenos modales.
Marín repasa muchas de estas
historias y hacia el final se posa en el sacerdote austriaco Martin Gusinde,
quien hacia principios del siglo XX fue testigo del declive demográfico de la
población indígena de la zona producto de las enfermedades y los cambios de
hábitos que trajeron los europeos sumado al acoso constante impulsado por los
hacendados de la zona. Gusinde, por cierto, recopiló objetos, realizó
grabaciones y, sobre todo, creó un archivo fotográfico que al día de hoy
permite reconstruir cómo era la vida local allí.
En esa misma línea, Marín
menciona a Thomas Bridges, un personaje clave para la preservación de la
cultura local. Se trata de una figura central porque, después de la matanza
mencionada, se establece allí hacia 1862. La idea sigue siendo “evangelizar”
pero lo que cambia es la estrategia: hay que hablarles en su idioma.
Bridges inicia así un proyecto
monumental que le llevaría treinta años: el diccionario Yámana-Inglés en el
cual acabaría recogiendo 32000 vocablos, lo cual daría a entender que se
trataba de una cultura mucho más evolucionada de lo que los británicos del
siglo XIX suponían.
Si como el propio Marín menciona
en un pasaje del libro, la ritualidad en torno a la muerte es un elemento
distintivo y esencial de lo humano, es natural que sintamos indignación ante
historias de muertos que ni siquiera pudieron hallar el merecido descanso.
Esa materialidad de los cuerpos
ya sin vida, conecta, evidentemente, y de alguna manera, con el mundo de los
vivos a través de eso que nosotros llamamos “memoria” y que seguramente
encuentra un término equivalente entre los miles de vocablos Yámana recogidos
en el diccionario.
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