En los seminarios que brindara entre 1983 y 1984, Cornelius
Castoriadis, destacado por sus aportes a la filosofía, la sociología y el
psicoanálisis, refería a la mítica batalla de las Guerras Médicas en la que 300
espartanos al mando de Leónidas enfrentaron al poderoso ejército de Jerjes en
las Termópilas. Allí se refiere al epitafio que indica que los espartanos no
retroceden jamás, aun a riesgo de morir, porque la infamia recaerá sobre
aquellos que retrocedan. Se trata de una regla tan rígida que hasta pudo ser contraproducente,
por ejemplo, en la batalla de Platea, cuando ni siquiera con fines tácticos los
guerreros aceptaron un repliegue circunstancial. De hecho dice Plutarco que las
madres espartanas despedían a sus hijos diciendo “Vuelve con el escudo o sobre
él”. Es una ley. Y no importa si quienes
ponen el cuerpo han participado de esa ley sino el hecho de que se trata de una
ley que se impone a todos.
Recordaba estas palabras de Castoriadis acerca de un
interrogante que surge a partir de las acciones del gobierno. En líneas
generales la pregunta podría ser: ¿debe un gobierno retroceder? ¿Hacerlo es
sinónimo de sabiduría o de debilidad? ¿Puede haber casos donde sea ambas cosas?
¿Acaso no sería posible pensar que éstas no son las únicas opciones? Hasta hace
muy poco tiempo se entendía que los retrocesos de un gobierno suponían
debilidad. Y en general es cierto más allá de que un retroceso no alcanza para
caracterizar todo un gobierno o toda una gestión. A veces hay que retroceder
porque el equilibrio de fuerzas no da pero es un retroceso circunstancial para
volver a intentarlo o para avanzar en otra dirección. ¿Por qué se asocia
retroceso con debilidad? Probablemente tenga que ver con conocer la naturaleza
humana y la política pero sobre todo parece conectarse con la idea de los
liderazgos clásicos, las presidencias fuertes, la lógica piramidal del poder.
En las últimas décadas ese tipo de liderazgos fue dejando espacio a otros que
venden supuesta horizontalidad, diálogo, ideas colegiadas, consenso. El
gobierno de Macri hizo un culto de esto más allá de que en la práctica
funcionaba piramidalmente. Arrasó con todo lo que pudo aunque en varias
ocasiones tuvo que retroceder. Del “si pasa, pasa” al “Juan Domingo Perdón”
había solo un pasito pero sobre todo estaba el intento de presentar el
retroceso como una fortaleza; no se retrocedía por debilidad sino por “buena
escucha”. Sonaba hermoso aunque todos sabíamos que era falso. Con todo es verdad
que a una persona o a un gobierno la escucha lo puede hacer cambiar de parecer.
¿Por qué no? A veces se toman decisiones cuya consecuencia no es calculada y
continuar adelante con la medida sería síntoma de tozudez.
De aquí surge otro aspecto que ya comentamos en este mismo
espacio. Me refiero a la discusión acerca de una política de la propuesta o una
política de la escucha. La discusión remite a enormes tradiciones y debates de
fondo acerca de la naturaleza del representante: ¿el elegido debe simplemente
obedecer un mandato, una pura escucha que solo administra y obedece a sus
mandantes? ¿O tiene iniciativa propia y un margen de autonomía? En la práctica,
estos puntos de vista que atraviesan la discusión entre las tradiciones
democráticas, liberales y republicanas se solapan y no son excluyentes.
Evidentemente, un gobierno que funciona autónomamente sin escucha está
condenado a ser resistido pero un gobierno que solo obedece mandatos puede
quedar preso de los vicios de esa lógica.
En las últimas horas, el gobierno dio marcha atrás con un
proyecto que pretendía alcanzar con bienes personales los plazo fijo en un
momento en el que sería bueno que la gente ahorre en pesos; Alberto Fernández
prepara un decreto que permitiría compatibilizar la ley argentina con las
pretensiones de Pfizer, exponiendo al gobierno a la sencilla pregunta de por
qué no lo hizo antes; también se confirmó la marcha atrás del insólito
enchastre hecho con los monotributos cuando a principio de año no se
actualizaron los montos para meses después aplicar aumentos de manera
retroactiva; podemos sumar una salida circunstancial que no resuelve la
cuestión de fondo en el caso de la Hidrovía, la casi segura marcha atrás que se
dará con las restricciones de 600 pasajeros por día sin que se explique por qué
no permitir que ingresen más pasajeros y obligarlos a que permanezcan en
hoteles de la ciudad de recepción pagados por sus bolsillos, etc. La lista es
casi interminable si vamos algunos meses atrás y se ha transformado en una característica
de este gobierno. Un paso adelante y un paso para atrás; un meme que dice: “El
gobierno dio marcha atrás. No importa cuando leas esto”. A veces presionado por
los propios, a veces por los ajenos, a veces por Twitter… el gobierno cede. Es
un gobierno susceptible a las presiones o que al menos escucha demasiado a
algunos sectores y las iniciativas que tiene, y no son exigidas como mandato,
parecen poco representativas de sectores mayoritarios. Por momentos ni siquiera
es el “Juan Domingo Perdón” de Macri sino una suerte de gobierno que de tan
frentista no es ni bicéfalo sino que se parece más a la cabeza de medusa con
varios tentáculos que funcionan con autonomía. La diferencia entre coaliciones
plurales con múltiples voces y un gobierno paralizado por sus tensiones
internas a veces se define por penales. Quizás funcione como estrategia pero llama
la atención cómo Sergio Massa, por ejemplo, aparece de repente como asumiendo
funciones ejecutivas y tomando las decisiones que favorecen a la clase media. Además
de presidente de la cámara tiene la función tácita de dar buenas notis para los
que no las reciben a menudo porque es la clase media la que lleva más años
siendo castigada. Massa se posiciona así como un presidenciable para el 2023
representando el ala moderada de la coalición y buscando retener a los
desencantados. Mientras tanto Alberto se corre de la escena para no desgastarse
más y la figura de CFK se agranda siempre: cuando habla y cuando no habla. Todo
esto, claro, a pesar de que no parece estar en su intención ocupar el lugar de
Alberto o un eventual regreso a la presidencia. De ser así, por cierto, ya
hubiera avanzado en un terreno donde no parece haber figuras de peso que puedan
minarle el camino.
Dicho esto, podemos volver al principio y tratar de responder
los interrogantes planteados. Allí aparece que no hay manual que indique
automáticamente el mejor camino a seguir. ¿Se necesita un gobierno tan rígido
como planteaba la ley espartana que impedía el retroceso? Claro que no. A veces
la fortaleza del objeto está en la flexibilidad que hace que no se rompa. Pero
retroceder siempre no es una buena señal y lleva a pensar que o bien hay
impericia o bien no se tiene claro el rumbo. En cualquiera de los casos son
aspectos que se valoran negativamente en una gestión. En el mismo sentido,
¿quién puede celebrar a un gobierno que no escucha? Sin embargo, qué bien
vendría que el gobierno imite a Ulises y se ponga un poquito de cera en los
oídos cada vez que se deja presionar por la indignación del día o por un puñado
de usuarios del micromundo de Twitter que no son representativos del argentino
medio. Se puede decir “no” aunque eso suponga pagar algún costo político, el
cual se paga igual diciendo que sí a casi todo. No hace falta inmolarse como
los espartanos. Nadie pide que Alberto sea Leónidas y que elija a sus 300 para
ir a la muerte segura. Pero del retroceso constante no puede surgir nunca una
épica. Si el resultado del diálogo y de la búsqueda de consensos es que nada se
modifique demasiado, la consecuencia natural será el descrédito. Hay que
avanzar en alguna batalla que valga la pena dar y que represente mayorías.
Si tenemos la suerte de que la vacuna nos permita sacar el
foco de la incertidumbre sobre la continuidad de nuestra vida, será un buen
momento para discutir el sentido de la misma. Está claro que de eso no se puede
hacer cargo la política sino cada uno de nosotros pero si la política es más
que la administración de lo que hay y es más que kioskos y cargos, algo podría
ofrecer. Si no es una realidad, que al menos sea una ilusión.
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