El Museo Ashmolean de Oxford, fundado en 1683, fue el primer
museo construido con el propósito de estudiar un grupo específico de objetos.
La colección principal pertenecía a John Tradescant y a su hijo, ambos
botánicos y jardineros del siglo XVII. Entre los objetos a destacar, el
escritor argentino Alberto Manguel menciona, en su libro Curiosidad, este particular listado:
“-Un chaleco babilónico.
-Diversas clases de huevos de Turquía: uno de ellos tomado
por un huevo de dragón.
-Huevos de Pascua de los patriarcas de Jerusalén.
-Dos plumas de la cola del fénix.
-La garra del Ave Roc que, según informan los autores, es
capaz de levantar un elefante.
-Un dodo de la isla de Mauricio; como es tan grande no puede
volar.
-Cabezas de liebre, con rugosos cuernos de diez centímetros
de largo.
-Un pez sapo, y uno con espinas.
-Diversas piezas talladas en semillas de ciruela.
-Una bola de bronce para calentar las manos de las monjas”.
Como bien infiere Manguel, parece evidente que lo único que
tiene en común esta lista de objetos es la imaginación del padre y el hijo que
los coleccionaba. Era esta imaginación privada la que daba coherencia y una
apariencia de orden al mundo. A su vez, naturalmente, siempre que leemos
clasificaciones de este estilo recordamos la harto citada lista de los animales
según una apócrifa Enciclopedia china creada por otro escritor argentino, Jorge
Luis Borges, en el cuento “El idioma analítico de John Wilkins”.
Allí los animales se dividen en:
“a) pertenecientes al Emperador b) embalsamados c)
amaestrados d) lechones e) sirenas f) fabulosos g) perros sueltos h) incluidos
en esta clasificación i) que se agitan como locos j) innumerables k) dibujados
con un pincel finísimo de pelo de camello l) etcétera m) que acaban de romper
el jarrón n) que de lejos parecen moscas”.
De aquí concluye Borges que, para escándalo de todos aquellos
que han intentado y todavía intentan hallar una clasificación objetiva del
mundo real, “no hay descripción del
universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos
qué cosa es el universo. ‘El mundo –escribe David Hume- es tal vez el bosquejo
rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado
de su ejecución deficiente; es la obra de un dios subalterno, de quien los
dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad
decrépita y jubilada, que ha se ha muerto’”.
Las advertencias que nos viene brindando la literatura a
propósito del modo en que clasificamos el mundo no han alcanzado para que
dejemos de intentarlo. La razón es biológica y cultural: el mundo es demasiado
complejo y demasiadas cosas lo pueblan como para que tratemos de definirlo
prescindiendo de las clasificaciones. Sin ir más lejos, en las próximas semanas
se estarían cumpliendo 14 años de la primera vez que alguien utilizó un “hashtag” en el mundo de las redes
sociales. El hashtag se construye con
una palabra o una frase a la que se le antepone la tecla numeral, o almohadilla,
y no es otra cosa que una etiqueta que permite ordenar el flujo infernal de la
información que circula por internet: desde eventos específicos como
#Mundial2018, pasando por temas generales como #Literatura, hasta proclamas del
activismo como #BlackLivesMatter. A partir de estas clasificaciones hacemos más
expeditivas nuestras búsquedas, generamos conversaciones, participamos de
determinados temas, etc. En la virtualidad, como en el mundo real del cual
participa la virtualidad, sería imposible hallar la información, las
conversaciones y las temáticas que nos interesan sin estas etiquetas
ordenadoras. Sin embargo, cuando accedemos a estudios que se hicieron hace
apenas unos años mostrando que solo en Twitter se producen 125 millones de hashtags diarios, alguna duda se nos
genera, o al menos se nos plantea que es evidente que hay algún tipo de abuso
en el uso de las etiquetas. La mezcla entre la dinámica de las redes para sumar
seguidores, el extremo individualismo que nos lleva a pensar que cada uno de
nosotros debe crear una etiqueta original para ser tendencia y un tipo de
sociedad a la cual le interesa más juzgar que intentar describir, hace el
resto. Y aquí aparece un aspecto preocupante porque detrás de esta compulsión
por el etiquetado está también esa pasión tan humana por segregar, por marcar
al que no piensa como uno. A lo largo de la historia de la humanidad ser
etiquetado podía costar la vida y hoy también aunque en general lo que sucede
es que las etiquetas actúan como sicarios que ejecutan la muerte civil del
señalado. Como muchas veces ya hemos mencionado aquí, a diferencia de lo que
sucedía siglo atrás, estar “marcado” por la etiqueta en internet hace que la
mácula se lleve a todos lados porque la forma en que alguien te ha etiquetado permanece
en la web disponible a ser traído al presente cada vez que se necesite
recordarle al muerto civil que no tendrá lugar para resucitar.
Dicho esto, si fuera por el solo hecho de intentar describir,
lo máximo a lo que arribaríamos es a la frustración de reconocer, como indicaba
Borges, que toda clasificación es
arbitraria. Pero cuando observamos que el etiquetado, más que un afán de
descripción, a veces esconde la intención de juzgar, encontramos que la
consecuencia es que la etiqueta que juzga no lo hace para incluir al etiquetado
entre aquello conocido sino para dejarlo fuera del mundo. Hay etiquetas para
conocer y, con ese conocimiento, incluir. Y hay otras etiquetas para juzgar y,
con ese juicio, excluir. En una sociedad donde no importa lo que uno hace sino lo
que uno, o el resto, cree que es, la etiqueta lo es todo. Y en una sociedad
donde prima la tiranía de la subjetividad, estamos a merced de ser juzgados por
una imaginación privada tan arbitraria como la del padre e hijo jardineros que
acercaron su colección de objetos al Museo Ashmolean de Oxford.
A propósito, en un pasaje en línea con los ya citados, el
personaje principal de La Caída de
Albert Camus, obsesionado por el modo en que la gente necesita juzgar,
comentaba lo siguiente:
“(…) si todo el mundo se sentara a la mesa y llevara inscrito
en su persona su verdadero oficio no se sabría dónde volver la cara. Imagínese
las tarjetas de visita: Dupont, filósofo cobarde, propietario cristiano o
humanista adúltero; hay donde elegir verdaderamente. Pero sería el infierno. Sí;
el infierno debe ser así: calles con rótulos, sin medio de explicárselos. Uno
está encasillado de una vez para siempre (…)”.
No casualmente, algunas páginas adelante, Camus vuelve a
utilizar la metáfora infernal cuando se refiere a cómo algunos han reemplazado
a Dios pero siguen haciendo lo mismo desde un nuevo fundamento: “Como a pesar
de todo no pueden prescindir de juzgar, se agarran de la moral. En suma,
aplican un satanismo virtuoso”.
Curiosamente, los mismos que se abrazarían a un relativismo
que celebraría la confirmación de que todo intento de clasificar el mundo
resulta arbitrario, no aplican la relatividad a sus juicios de valor ni a las
sentencias que se decretan diariamente en el mundo de las redes. Si estas
sentencias están fundamentadas, son rumores o lisa llanamente falsedades, poco
importa cuando lo que se intenta es juzgar. La humanidad en el siglo XXI puede
tolerar que haya aspectos de la realidad a los cuales no pueda acceder o que
sean esencialmente controvertidos. Lo que no puede tolerar es que quede alguien
sin ser juzgado de manera sumaria con una sentencia eterna. Mientras se celebra
el cambio constante y cualquier mutación deviene virtuosa, hay que etiquetar y
fijar para siempre a los que cumplen el rol de “los malos” según la nueva moral
cada vez más restringida y solo accesible a sus legisladores y guardianes.
En línea con Camus, habría que decir que nadie sabe
exactamente cómo es el infierno pero seguramente es un lugar cada vez más
grande y lleno de etiquetas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario