Días atrás se realizó una
protesta en distintos puntos del país bajo consignas varias pero con el
denominador común de ser claramente una manifestación opositora: algunos están
enojados por la cuarentena, otros por la reforma judicial, otros por la
economía. Sin embargo, en lo que todos coinciden es en estar enojados porque
perdieron la última elección. Y tienen todo su derecho porque en general la
gente que pierde una elección se enoja y luego busca razones para confirmar ese
enojo. Si la realidad le da esas razones, bien. Y si no se las da, habrá que
buscarlas o inventarlas.
El psicoanalista Jorge
Alemán, en una entrevista radial, afirmó, a propósito, que el capitalismo
rompió el punto de anclaje del lenguaje y que a ello se lo llama directamente “delirio”.
Si bien esto no cuadra con el diagnóstico de la locura clásica y Alemán no esté
afirmando que los que se han manifestado estén locos, resulta evidente que en
Argentina, pero también en otras partes del mundo, hay sectores de la sociedad
que basan sus acciones en delirios completamente alejados de la realidad: virus
de laboratorio creados por el nuevo orden mundial; soluciones mágicas que
pueden matarte pero que se invocan en nombre de la libertad y una suerte de
derecho a la intoxicación; gobiernos que impondrían microchips en vacunas o imperios
que a través de la vacunación masiva modificarían el ADN para convertirnos en
piratas o cosas así. Según el psicoanalista, el destinatario de ese delirio es
la derecha aunque ahí ya no estoy tan de acuerdo o, en todo caso, yo agregaría
que no es solo la derecha. Habría que decir, más bien, que es un clima de época
y que posturas, tanto de derecha como de izquierda, han roto el punto de
anclaje del lenguaje. Es más, no deja de llamar la atención cómo la agenda de
los debates públicos está reducida prácticamente a la cuestión del lenguaje
como si no existiese afuera realidad alguna, ni dato ni base empírica con la
que contrastar algo. Con esto no pretendo defender un realismo ingenuo que
hable de “la Verdad” y de una realidad independiente de las interpretaciones y
las perspectivas de los sujetos pero, de tener una mirada crítica del realismo
ingenuo no se sigue necesariamente un constructivismo lingüístico que podrá ser
más cool diciendo que todo “todo es
lenguaje” pero que resulta igualmente ingenuo.
A tal punto se trata de un
clima de época que izquierda y derecha se confunden pidiéndose prestado
posturas y lógicas de pensamiento.
Yendo al ejemplo de la marcha,
la derecha que se manifiesta se ha acomodado a la idea de lo que algunos llaman
“cultura del victimismo” y que podríamos definir como una cultura en la que
todos afirman ser víctimas de algo o de alguien. No se trata, claro está, de
afirmar que no existen las víctimas pues, en sociedades desiguales, las hay cada
vez más. De lo que se trata es de dividir a la sociedad en víctimas y
victimarios. Esto aparece con mucha potencia en algunas líneas dentro de lo que
se conoce como “políticas de la identidad” y que parecen encaramarse en el
objetivo de separar a la sociedad en grupos diferenciados con criterios
diversos: negros, indígenas, discapacitados, mujeres, LGBT, etc. Se trata,
claro está, de grupos que, en mayor o menor medida, y según su historia en cada
sociedad, han sufrido o siguen sufriendo discriminaciones varias que los
posicionan en un lugar de desventaja. Si bien quienes persiguen este tipo de
agendas se posicionan a la izquierda del espectro ideológico, a pesar de que en
muchos casos las luchas por la igualad fueron una agenda liberal, lo cierto es
que en el debate público este tipo de discusiones acaban ingresando en la
matriz de la competencia salvaje y atomística de la carrera meritocrática que,
en la actualidad, representa al ideal liberal. ¿Qué quiero decir con esto? Que
se critica a la meritocracia por liberal pero no se rompe su estructura porque
se sigue imponiendo una lógica de disputa y competencia, ya no en favor del
mérito, sino en favor del mérito de la falta, del mérito de haber soportado haber
sido una víctima. Toda una “meritocracia negativa” que expone así a las
verdaderas víctimas a una lógica perversa en la que pareciera que se debiera
competir para ver quién ha sido más víctima: ¿son más víctimas los negros que
los indígenas? ¿Los discapacitados que las mujeres? ¿A quién deberíamos atender
primero?
Pero lo más curioso es que
la derecha también ha reacomodado su discurso e ingresa en la cultura del
victimismo. Y eso está bien lejos de los tradicionales valores del
conservadurismo. Ahora, si la izquierda dice ser víctima del capital, del
patriarcado, del heteronormativismo, del especismo, etc., la derecha se
manifiesta por ser víctima del Estado que le cobra impuestos, de los pobres, de
la inmigración, de la inseguridad, de la corrupción, etc. Se produce así una
gran carrera en la que todos compiten por justificar quién es la víctima más
víctima por la sencilla razón de que quien sea consagrado gozará de la
impunidad que otorga esa condición, esto es, un acceso directo a la verdad en
plena posmodernidad. Como indica el italiano Daniele Giglioli en su libro Crítica de la víctima:
“La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser
víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento,
activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza
contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda
razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de algo? La
víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. En la víctima se articulan
carencia y reivindicación, debilidad y pretensión, deseo de tener y deseo de
ser. No somos lo que hacemos sino lo que hemos padecido”.
Izquierdas que usan un tipo
de meritocracia negativa que sigue siendo tan atomista y competitiva como la
meritocracia liberal, con el agravante de que lo que hacen competir allí son
víctimas; derechas que adoptan la lógica del adversario y, renunciando a sus
valores, se asumen víctimas y obtienen resultados electorales sorprendentes en
distintas partes del mundo.
Es evidente que en la lista
de las víctimas habrá que incluir a las brújulas y, sobre todo, a la coherencia.
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