Cuando Manuel I de Portugal recibió al rinoceronte, la
noticia comenzó a circular rápidamente por toda Europa. No era para menos pues
corría el año 1515 y desde la época del imperio romano que una bestia semejante
no se veía por aquellas latitudes. El rinoceronte había sido obsequiado a
Afonso de Albuquerque, gobernador de la India portuguesa quien entendió que lo
mejor sería enviarlo a Lisboa para que los portugueses tuvieran la posibilidad
de observar al animal que por aquellos años era considerado prácticamente una
bestia mítica, como los unicornios. Tras varios meses de travesía, el
rinoceronte, junto a su cuidador, llegaron a la desembocadura del Tajo, muy
cerca del lugar donde se estaba construyendo la famosa Torre de Belem y el
suceso fue tal que hasta el día de hoy, si se mira con atención, se podrá notar
que, en uno de los costados de la Torre, aquello que sobresale es la figura del
rinoceronte.
La atracción por lo exótico es parte de la naturaleza humana
y el rinoceronte era, al menos en Europa y en aquel momento, verdaderamente
exótico. Se lo llamó Ganda y se cuenta que se lo enfrentó a uno de los
elefantes que poseía Manuel I con un resultado sorprendente: el elefante,
temeroso, escapó entre la multitud que se había agolpado para presenciar la
disputa. Pero el asunto no termina allí porque en la actualidad se puede ver un
“retrato” de Ganda en el Museo Británico pintado por Alberto Durero en 1515. El
detalle es que el pintor alemán lo realizó sin haber visto jamás al animal y
basándose solamente en descripciones orales lo cual no dejaría de ser una mera
curiosidad si no se tratara, probablemente, de la imagen de rinoceronte más
reproducida desde aquel momento, inspiradora, incluso, de la escultura de Salvador
Dalí “Rinoceronte vestido con puntillas”.
Sin embargo, la historia del exótico Ganda acabó trágicamente
pues Manuel I, para congraciarse con el papa León X, decidió enviarle al
rinoceronte pero el barco que lo trasladaba naufragó después de haber hecho una
escala previa en Marsella. El cuerpo del animal logró ser rescatado para ser
disecado pero evidentemente el atractivo ya no fue el mismo.
Con todo, la historia de Ganda me hizo recordar una obra de
teatro del rumano Eugene Ionesco, titulada, justamente, Rinoceronte. Englobada en lo que suele denominarse “teatro del
absurdo”, la obra de Ionesco se va tornando perturbadora y acaba
transformándose en una reflexión de lecturas variadas acerca de cómo lo que
consideramos exótico, diferente y fuera de la norma puede naturalizarse e
imponerse a fuerza de repetición. Son varios los personajes que intervienen
pero lo central es que en el almacén situado en una pequeña ciudad de
provincia, mientras Juan y Berenguer dialogan, se escuchan ruidos extraños a
través de la ventana. Al asomarse, con total incredulidad, los participantes de
la escena observan lo inverosímil: un rinoceronte de dos cuernos recorriendo
las calles del pueblo. Todos comienzan a comentar el fenómeno sin poder
explicarse de dónde ha salido el animal, salvo Berenguer, que permanece
indiferente.
En medio de conversaciones, por momentos, delirantes, otra
vez un sonido extraño desde la calle hace que todos se asomen por la ventana y
observen que se trataba de un rinoceronte pero que, a diferencia del anterior,
tenía solo un cuerno. El primer acto culmina con una discusión acerca de
cuántos cuernos tiene un rinoceronte y con el hecho de que un gato aplastado
por uno de los animales es la prueba de que no se trata de un gran delirio
colectivo.
El segundo acto, por su parte, transcurre en una oficina
administrativa pero el eje es el mismo: la discusión sobre la repentina
aparición extraordinaria de estos animales. Uno de los personajes descree de
los hechos, otro le indica que si fue publicado en el diario debe ser verdadero
y una mujer afirma haber sido perseguida por uno de los animales. Hasta que, de
repente, un rinoceronte irrumpe en el edificio generando pánico. Sin embargo,
una de las señoras allí presente comienza a hablarle como si el rinoceronte
fuera el marido y llegan noticias desde afuera indicando que serían diecisiete
los rinocerontes que circulan en la ciudad.
La escena luego se traslada a la casa de Juan, quien estaba
enfermo pero que, al descreer de los médicos, prefiere hacerse atender por
veterinarios. No se sabía qué le ocurría a Juan pero su piel se empezaría a
poner verde y la protuberancia en su frente comenzaría a crecer hasta
convertirse en un cuerno. Mientras Juan se transforma en rinoceronte y berrea,
intercala reflexiones y afirma: “¡(…)No es tan malo [convertirse en
rinoceronte]! Después de todo, los rinocerontes son criaturas igual que
nosotros (…) Hay que reconstruir los fundamentos de nuestra vida (…) volver a
la integridad primordial. (…) [Acabar con la moral] Hay que ir más allá de la
moral [y volver a la naturaleza] (…) La naturaleza tiene sus leyes. La moral es
antinatural”. Berenguer intenta hacer entrar en razón a su amigo y le explica
que si todos nos transformáramos en rinocerontes derribaríamos siglos de
civilización humana y todo un sistema de valores irreemplazables, pero a Juan
no le interesa y le contesta que le encantaría derribar toda esa construcción
de valores y que celebraría transformarse en un rinoceronte porque no tiene
prejuicios.
El último acto de la obra de Ionesco transcurre en el cuarto
de Berenguer y allí el diálogo se desarrolla con el personaje Dudard, quien, en
la misma línea que Juan, relativiza la problemática de convertirse en
rinoceronte. Primero indica que podría ser una enfermedad pasajera pero luego
acaba afirmando que, al fin de cuentas, los rinocerontes son buenos y que para
convertirse en uno de ellos hay que tener vocación. Además, agrega Dudard,
“¿dónde termina lo normal y dónde comienza lo anormal? ¿Puede usted definir
esas nociones: normalidad, anormalidad? Filosófica y médicamente, nadie ha
podido resolver el problema”. La discusión se va enrevesando y eligen buscar al
lógico del pueblo para que acerque algo de razonabilidad pero éste ya se había
convertido en rinoceronte.
En ese momento ingresa a escena Daisy y Berenguer afirma que
los rinocerontes son anárquicos puesto que están en minoría pero tanto Dudard
como ella le aclaran que son una minoría solo por el momento puesto que cada
vez son más. Además, grandes personalidades ya se han convertido en rinoceronte
lo cual, sin duda, otorga un status diferencial. De hecho, la gente ya se ha
acostumbrado a los rebaños de rinocerontes que recorren las calles y
simplemente se aparta cuando ellos llegan para luego retomar su paseo habitual.
Pero los rinocerontes crecen en número e irrumpen en el
escenario. Dudard ya es uno de ellos y solo quedan Daisy y Berenguer como los
únicos representantes de los seres humanos en un pueblo de rinocerontes donde
lo exótico se transformó en la norma. La sensación de ahogo de Berenguer crece,
el ambiente se llena de polvo porque los animales barren con todo lo que hay a
su paso. En la radio ya no hay noticias sino solo berridos y Berenguer,
desesperado, le indica a Daisy que “No hay más que ellos. Las autoridades se
pasaron de su lado”. Sin embargo, ahora es Daisy la que lo relativiza todo y le
dice a Berenguer que quizás ha llegado el momento en que deberían aprender el
idioma de los rinocerontes, su psicología y que, después de todo “a lo mejor
somos nosotros los que necesitamos que nos salven. A lo mejor somos nosotros
los anormales”.
Daisy finalmente decide irse y Berenguer queda solo. Es allí
cuando comienza a dudar pero todavía insiste, racionalmente, en que hablándoles
podría convencer a los rinocerontes para que vuelvan a ser humanos. Sin
embargo, Berenguer empieza a descreer hasta de su propia lengua: “¿Pero qué
lengua hablo? ¿Cuál es mi lengua? ¿Es castellano esto? Tiene que ser
castellano. ¿Pero qué es el castellano? Se lo puede llamar castellano, si se
quiere, nadie puede oponerse, soy el único que lo habla. ¿Qué digo? ¿Acaso me
comprendo?”. Dudando de su propia lengua, inmediatamente Berenguer duda de sí
mismo y para autoidentificarse grita “¡soy yo!”. Pero el proceso ya estaba en
marcha y su percepción comienza a cambiar a tal punto que ya empieza a observar
como deseables las características de los rinocerontes para culminar diciendo:
“Ellos son los hermosos. ¡Me equivoqué! (…) ¡Cuánto quisiera ser como ellos! No
tengo cuerno (…) ¡Qué fea es una frente lisa (…) Ojalá me salga [un cuerno] y
no sentiré más vergüenza, podré ir a reunirme con todos ellos (…) Tengo la piel
fofa (…) ¡Cuánto quisiera tener una piel dura y ese magnífico color verde
oscuro, una desnudez decente, sin pelos, como la de ellos! (…) [Y esos] cantos
tienen atractivo, un poco áspero, pero un atractivo indudable. (…) ¡Ay, soy un
monstruo! (…) ¡Jamás me convertiré en rinoceronte!”.
La obra tiene un final abierto pues pareciera que,
finalmente, Berenguer decide resistir en calidad de “último hombre” pero, más
allá de eso, la historia de Ganda y la obra de Ionesco nos presentan un buen
ejemplo de cómo lo exótico, diferente o extraordinario puede transformarse en
el patrón de normalidad que siempre supone imposiciones violentas y fuertes
procesos de desindentificación, como el que le sucede a Berenguer cuando ve
transformada su percepción, su criterio estético y hasta acaba dudando de su
lengua y de su propia identidad. Si bien está claro que de la obra de Ionesco
se pueden hacer múltiples interpretaciones, me interesa hacer énfasis en el
modo en que lo diferente también puede transformarse en autoritario cuando
deviene hegemónico y se transforma en el patrón de normalidad que acaba
presionando al que no acepta la imposición, que, en este caso, es el humano
Berenguer y no el o los rinocerontes.
Sé que está de modo atacar los pilares de occidente y la
modernidad. En algunos casos, sin dudas, está muy bien que sea así. Pero hay
otros casos en los que no. En este sentido, si me quieren convencer de que la
presunción de inocencia debe ser selectiva y que la igualdad ante la ley admite
excepciones; si insisten en que finalmente todo es relativo y que la realidad
es una mera disputa simbólica en el terreno del lenguaje sin ningún tipo de
vínculo con la materia; y si van a intentar hacerme creer que debemos tolerar
que la democracia y las instituciones, por ser productos históricos, estén a
merced de las modas y los grupos de presión sin más, no cuenten conmigo. Elegiré
seguir siendo un humano aun cuando a mi alrededor los berridos de los
rinocerontes quieran convencerme de otra cosa. Pueden acusarme de conservador y
puede también que cuando intente explicar por qué hay principios de la
modernidad que defiendo, mi idioma castellano ya no se entienda. Pero al fin de
cuentas y pese a todo, todavía puedo discernir y escribir que prefiero esta
frente lisa y esta piel fofa antes que ese cuerno que tiene muy poco de bello y
mucho menos de revolucionario.
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