Escena 1: la falsa marquesa mira por la ventana cómo los
campesinos a los que somete obedecen resignadamente y cómo esos mismos
campesinos maltratan y se abusan de la candidez de uno de ellos llamado Lázaro.
El hijo de la marquesa, preocupado y algo culposo le pregunta a su madre si no
siente temor a que los campesinos se den cuenta de esta explotación y ella
responde: “Yo los exploto a ellos y ellos explotan a ese pobre hombre [Lázaro].
Es una cadena. No se puede hacer nada”. Frente a ello, el hijo arremete y dice:
“Quizás [Lázaro] (…) no se aprovecha de nadie”. Pero la respuesta de la madre
es tajante: “Eso es imposible”.
Escena 2: Abigail, una noble caída en desgracia, utiliza todo
tipo de estrategias de seducción e intriga para transformarse en la protegida
de la reina Ana de la dinastía escocesa de los Estuardo. Mientras la reina
duerme, Abigail se dedica a poner su suela encima de uno de los conejos que
tanto adora Ana. Lo aprisiona contra el piso aunque, por suerte para el animal,
decide ser misericordiosa y lo suelta. Sin embargo, segundos después, como
sucedía casi todas las noches, la reina convoca a Abigail para que ésta se
postre ante ella y permanezca allí con el rostro sobre su sexo.
La primera escena corresponde a la película italiana Lazaro felice dirigida por Alice
Rohrwacher y la segunda corresponde a The
favourite, de Yorgos Lanthimos. Ambas escenas tienen algo en común: nos
demuestran que las relaciones de poder son mucho más complejas que lo que parecen
y no solo porque en este caso el poder lo ejerce una mujer contra un grupo de campesinos,
los campesinos contra uno de ellos, una mujer contra un animal o una mujer
contra otra, sino por una razón más conceptual que quisiera desarrollarles aquí.
Es que en los debates actuales en los que aparece “el Poder”, con mayúsculas,
sea lo que éste fuera, es decir, el imperialismo, el capitalismo, el
heteropatriarcado, el racismo, el nacionalismo, el colonialismo, el esclavismo,
etc., la imagen que se tiene del mismo resulta simplista y esquemática. Esto
obedece a una razón muy sencilla: se cree que las relaciones de poder son
estrictamente unilaterales de lo cual se seguiría la imagen ciertamente
equivocada de gente muy mala ejerciendo el poder y gente muy buena padeciéndolo.
Nada hay en el medio y la gente poderosa es muy pero muy mala y la gente que lo
sufre es muy pero muy buena. Victimarios y víctimas que siempre realizan el
mismo papel, de modo tal que se transforman en victimarios y víctimas
esenciales y eternos.
En general, en la actualidad, todo aquel que se posiciona en
la arena pública desafiando a algún poder abreva en ciertas tradiciones y
referentes entre los cuales sobresale, sin duda, el filósofo francés Michel
Foucault, conocido mundialmente como un “teórico del poder” a pesar de que él
se sentía más cómodo ubicado en la categoría de un pensador de “las condiciones
de posibilidad de la subjetividad”. Y hago expresa mención a él, justamente,
porque como suele pasar en la gran mayoría de los debates actuales, aun cuando
muchos de ellos provengan de las usinas universitarias, se cita y se deforman
autores, o, en todo caso, se los utiliza irresponsable y recortadamente con el
único fin de pretender confirmar un punto de vista.
Pero si pretendemos ser precisos hay que decir que, según
Foucault, la tradición liberal, la marxista y cierta interpretación del
psicoanálsis de Freud, tienen una visión totalizante y absoluta del poder. Es
que, según estas perspectivas, el poder se tiene o no se tiene porque éste es
entendido como un bloque homogéneo, una suerte de totalidad de la cual solo es
posible liberarse in toto. El poder
es visto así como una realidad compacta, exterior y delineable de lo cual se infiere
que la única salida sería el cambio revolucionario. El propio Foucault tenía
una concepción similar del poder en sus primeros escritos, lo cual explica la
excitación que él produce en algunas patrullas de izquierda universitaria. Sin
embargo, como él mismo indicara en una entrevista que brindara en 1977, su
posición fue variando con los años y la mirada que él tenía en un libro como El orden del discurso fue siendo
paulatinamente abandonada: “Hasta ese momento [1969] aceptaba la concepción
tradicional del poder, el poder como mecanismo esencialmente jurídico, lo que
dice la ley, lo que prohíbe, aquello que dice no, con toda una letanía de
efectos negativos: exclusión, rechazo, barrera, negaciones, ocultaciones, etc.
Ahora bien, considero inadecuada esta concepción.”
Efectivamente, Foucault se da cuenta que el poder es una
relación mucho más compleja y que todos los individuos son receptores y
emisores de poder, tal como se pudo observar en las dos escenas descriptas.
Nadie es completamente sometido ni nadie posee un poder que lo haga inmune a
alguna instancia de sometimiento, séase reina, protegida, marquesa, campesino o
conejo.
Así lo dice Foucault: “Entre cada punto del cuerpo social,
entre un hombre y una mujer, en una familia, entre un maestro y su alumno,
entre el que sabe y el que no sabe, pasan relaciones de poder que no son la
proyección pura y simple del gran poder del soberano sobre los individuos; son
más bien el suelo movedizo y concreto sobre el que ese poder se incardina, las
condiciones de posibilidad de su funcionamiento”.
Foucault afirma, entonces, que el poder está en todas partes,
lo cual no quiere decir que se presente como totalidad ni que sea imposible
resistirlo. Tampoco significa que el poder resida o se circunscriba al Estado
sino que hay poder en toda la red de relaciones sociales que atraviesan a los individuos
y que acaban siendo constitutivas de la subjetividad. El poder se presenta,
así, como una relación y no como aquello que poseerían sujetos con una
racionalidad previa e independiente de sus cursos de acción. De este modo el
poder no se ejerce sobre otro sino sobre las acciones de ese otro que es un
otro no cerrado y que se constituye como tal solo mediante la acción y la
relación que establece con un yo (que tampoco está dado de antemano).
No obstante, un punto central es que no toda relación es una
relación de poder porque la relación de poder se ejerce sobre sujetos libres,
lo cual implica que siempre hay posibilidad de decidir resistir, de modificar o
de retrovertir esa relación.
Esta mirada de “el último Foucault”, a diferencia de lo que
él sostenía en el principio y a diferencia también de las visiones clásicas
compartidas por marxistas, liberales y ciertas elaboraciones que se seguirían
de Freud, es mucho más interesante y debería interpelar a los participantes de
los debates públicos actuales en los que parece que todos buscamos obtener
legitimidad, ya no por la robustez de nuestros argumentos, sino por la presunta
condición de víctima de algo. Que todos seamos emisores y receptores de poder,
que haya intersticios y resistencias, y que todos estemos inmersos en
relaciones de poder no significa, claro está, que todos estemos en igualdad de
condiciones pero presenta un panorama mucho más complejo y más incómodo, no
apto para soluciones simplistas ni para moralinas maniqueas.
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