El trabajo
ocupa un lugar central en nuestras vidas. Tener o no tenerlo es central para
cualquiera no solo desde la perspectiva obvia de que la gran mayoría de los
seres humanos, en un sistema capitalista, debe trabajar para subsistir, sino
incluso por razones psicológicas pues entendemos que el trabajo dignifica y que
es una parte esencial de nosotros mismos. Es más, podría decirse que, en la era
poscapitalista que habitamos, el trabajo determina ubicuamente nuestras
actividades hasta transformarnos en “animales productivos” para los que el
dormir mismo es una pérdida de tiempo. Este diagnóstico no es novedoso pero lo
que sí puede resultar, en parte, más original es la pregunta acerca de si
siempre ha sido así.
En este sentido, no viene mal un
poco de historia comparativa. Piénsese, entonces, en el lugar que ocupaba el
trabajo para los griegos en el Siglo V y IV AC. ¿Trabajar era sinónimo de
dignidad e, incluso, de liberación, como se veía, por ejemplo, en ciertas
elaboraciones del siglo XIX? Claramente no. Todo lo contrario. Trabajar era
estar a merced de la necesidad y el hombre libre era el que estaba más allá del
reino de esa necesidad. Desde esta perspectiva, el ocio no era el equivalente a
la holgazanería que tanto se repudia hoy sino la condición natural del hombre
libre que podía dedicarse a la búsqueda del placer, volcarse a las
intervenciones públicas o, como en el caso del filósofo, erigir una vida en
torno a la contemplación de la verdad. Sin dudas, es difícil transpolar esta
mirada a los tiempos actuales. ¿Qué cara pondría usted si el novio de la nena,
en la primera cena familiar, le indica que se ocupa de “contemplar la
verdad”?
Que en la antigüedad el trabajo
fuera visto como aquello que quitaba libertad al Hombre, libertad que le era
esencial, suponía detenerse en el ocio porque solo a través de éste era posible
trascender el terreno de la necesidad. Sin embargo, el ocio antiguo no es
equiparable al ocio en la actualidad pues Aristóteles no aceptaría que el ocio
de la contemplación de la verdad sea similar a mirar TV comiendo pochoclo
después de dormir 16 horas tras una resaca. No: el ocio antiguo era una
actividad también. Solo que era una actividad no vinculada a las “necesidades
vitales/físicas” como la de tener que comer. ¿Cómo se llega, entonces, de
aquella concepción del trabajo a la actual? Evidentemente, mucho tuvo que pasar
pero lo que no se puede soslayar es, según lo indicara Max Weber, el
protestantismo y el capitalismo. Y quien mejor describe esto es el filósofo que
les presenté hace algunas semanas en esta revista. Me refiero a Byung-Chul Han
que, en El aroma del tiempo, lo
explica así: “Gracias al calvinismo, el trabajo cobra un sentido económico
salvador. Un calvinista se enfrenta a la incertidumbre en relación al hecho de
ser elegido o rechazado (…) Solo el éxito en el trabajo se entiende como un
signo de haber sido elegido. La preocupación por la salvación lo convierte en
un trabajador. (…) Max Weber ve en el espíritu del protestantismo la
prefiguración del capitalismo. Se manifiesta como un impulso a la acumulación,
que lleva a la constitución del capital. El descanso en casa y el disfrute de
la riqueza son reprobables. Solo el afán ininterrumpido de beneficios puede
ganarse el favor de Dios”.
Lo curioso es que aun en un mundo
secular, sin carga religiosa, la lógica sigue siendo la misma. Es más, en la
Argentina al menos, cuando se acumula mucho dinero se suele afirmar “Me salvé”
y cuando se está por hacer un buen
negocio se indica “Si me sale esto me salvo”. ¿Hay quienes hayan roto con esta
lógica? La respuesta podría llevarnos al marxismo y sin embargo estaríamos
equivocados pues incluso podría decirse que esta tradición la profundizó en la
medida en que, abrevando en el rol “liberador” que Hegel le asignaba al trabajo
en la Dialéctica del Amo y el Esclavo, hizo del Hombre esencialmente un Homo Laborans. Y un hombre que es “su
trabajo” o que solo puede realizarse como tal a través del trabajo no es la
base desde la cual poner en tela de juicio el sistema. Como diría Byung-Chul
Han en su ensayo Psicopolítica: “La
izquierda política ha transfigurado el trabajo. No solo lo ha elevado a esencia
del hombre, sino que de este modo lo ha mitificado como presunto
contraprincipio del capital. A la izquierda política no la escandaliza el
trabajo, solo su explotación mediante el capital. De ahí que el programa de
todos los partidos de trabajadores sea el trabajo libre y no liberarse del
trabajo”.
El poscapitalismo y una sociedad
enteramente orientada al consumo profundizan esta lógica. El tiempo libre de
trabajo no tiene una función en sí misma. Es solo descanso necesario para mejor
rendimiento en el trabajo y/o espacio para consumo lo cual implica horas hombre
en el trabajo para conseguir el dinero necesario para tal consumo. Y en este
sentido se da un fenómeno paradójico en el que está incluido el tiempo:
consumimos bienes o, más bien, habría que decir, servicios, cuyo goce es cada
vez más efímero y a cambio nuestra vida cobra sentido solo en tanto vinculada
las 24 hs al trabajo. Para comprender mejor esto remítase a Carlos Fuentes y su
breve cuento llamado “El que inventó la pólvora”. Allí, Fuentes, con toda la
potencia crítica del realismo mágico, comienza narrando una situación particular:
la cucharita con la que revolvía su café se derritió. Lo mismo sucedió con los
cuchillos, los tenedores y el resto de las cucharas. El relato construido en
primera persona, prosigue, como es natural, con el protagonista yendo a comprar
un nuevo juego de cubiertos, los cuales, lamentablemente, corrieron mismo
destino a la semana. Claro que esto no le sucedía nada más que al narrador sino
a todas las personas a tal punto que las fábricas se comprometieron a
multiplicar la producción para garantizar que pudieran suplantarse, cada 24
horas, cada uno de los cubiertos y de esa manera evitar que la civilización
volviera a comer con la mano. Esta situación se mantuvo durante 6 meses pero
luego le llegó su avatar al cepillo de dientes que se desarticulaba en la boca,
y a los zapatos y a los sacos que se deshacían dejando en ridículo a sus
dueños. Los autos se destartalaban también pero para ello hubo una solución
inmediata del mercado: el auto del futuro que duraba un poco más que los “autos
del pasado” y resultaron, claro está, un éxito en las ventas. Lo que empezó a
ocurrir es relatado en el cuento de la siguiente manera: “La
serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo (…) lejos de provocar
asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la
población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el
problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas,
aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la
libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio;
sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las
exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de
un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo
aseguraba una vida rica, higiénica y libre. (…) La bonanza era increíble; todos
trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en
cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos”.
Sin embargo, el relato no termina
allí pues un día, al llegar a su casa, el protagonista observa que sus libros
se han convertido en polvo y al mirar por la ventana nota que los edificios se
resquebrajaban y se derrumbaban. En ese momento la vida útil de los objetos ya
ni siquiera alcanzaba las 24 hs. El relato prosigue: “Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se
derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y
las sirenas, algo de las costras del mundo. El ruido, que se ha hecho
sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo (…) que el espacio de
utilidad de las cosas se ha reducido a fracciones de segundo. Los aviones
estallan en el aire, cargados de bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero
sobre la ciudad, comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman,
consuman, ¡todo, todo!»”
El cuento termina con el protagonista escondido y en soledad
tomando dos ramas para “comenzar todo de nuevo” y volver a encender “por
primera vez” el fuego; un protagonista sentado sobre los escombros de una
civilización que supo ser próspera y se fagocitó a sí misma por llevar hasta el
paroxismo un sistema que le inculcó al Hombre que su esencia era trabajar y, su
destino, consumir.
Maestro Palma, lo saluda un colega (por lo de hincha de Vélez nada más) desde floresta.
ResponderEliminarLe envío un afectuoso saludo y un agradecimiento por su trabajo, que tan bien nos hace a los que andamos persiguiendo a la verdad.
No se si tiene intereses musicales, pero me tomo el atrevimiento de dejarle 2 discos instrumentales de mi autoría, pa que se los descargue o los escuche en línea si tiene ganas, como una pequeña retribución personal.
fragmentosdemusica.bandcamp.com
Un gran saludo, disculpe por la intromisión y seguramente nos encontraremos en la misma vereda.
Cualquier cosa le chisto.
Darío.
Muchas gracias, fortinero Darío. Ya empecé a escuchar "Antes del primer café". Abrazo grande
ResponderEliminarQue buen artículo, Dante, seguimos en sintonía, gracias!
ResponderEliminarMuy buena nota estimado Dante. La consideración del tiempo también tiene un papel preponderante. En el capitalismo el tiempo es oro, o sea dinero. El tiempo que uno tiene para pensar, contemplar y sentir debe ser convertido en materia. Por esa razón la labor social para el capitalismo es una pérdida de tiempo. No hay concreción tangible. No es entonces útil.
ResponderEliminarAbz !
Hola Dante, muy bueno tu blog. Ojalá vos y tus compañeros vuelvan a tener un lugar en los medios, es inaceptable lo que estamos viviendo. Si me preguntabas hace unos meses, para mí habría sido imposible imaginar que en poco tiempo íbamos a estar viviendo esta caza de brujas. Pero bueno, cuestión de esperar y estar alerta... no creo que dure mucho todo esto, la mentira tiene patas cortas. Un abrazo.
ResponderEliminarmuy buena Dant! me gustò...Y la cita del cuento de Carlos Fuentes, remató
ResponderEliminarUn abrazo
Dante querido, muy buena nota.
ResponderEliminarEl tiempo que no estamos "produciendo" es un tiempo que nos damos el lujo, diríamos así, de quemar...¿dinero perdido...?
Pero si ese tiempo en que no "producimos" nada, lo pasamos jugando con nuestras hijas...¿será dinero perdido ese tiempo "no productivo" o una inversión a futuro?
Creo que hay infinitas variables que nos atraviesan en la vida laboral y familiar diaria, si bien somos esos seres que muy bien describís...algunos ya hemos comenzado el camino de "revertir" aquello que nos etiqueta como seres laburantes, que comen, consumen, duermen y vuelven a levantarse al día siguiente para hacer lo mismo...
Invertir en cosas como las que mencioné, en tiempo con hijos, enriquece el alma, de unos y otros que comparten ese tiempo, es un ejenplo, podrían ponerse muchos otros.
Sólo quería comentarte lo que me "disparó" tu texto...
Abrazo.
felicitaciones muy buena nota!! lastima que sea tan real...
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