domingo, 16 de septiembre de 2007

El Estado, el gasto público y la inflación

Mientras aguardo desde hace ya unos meses el cumplimiento de la, por definición, siempre pasible de ser corroborada profecía de accidente aéreo de Piñeiro y temo que unas valijas voladoras implosionen la tensa calma de nuestro país generando un nuevo 20 de diciembre, previo a mi llegada al kiosco de diarios donde Perfil seguramente señalará un presunto hecho de corrupción del gobierno y antojado como estaba de almorzar una ensalada mixta, caigo en la cuenta del precio del tomate perita: 8 pesos. Para corroborar mi percepción no tuve mejor idea que postergar mi antojo y llegar hasta el kiosco para llevarme la edición dominical del 16/9/07 de Clarín. Ahí me di cuenta que el tema de la semana era la inflación. No hace falta ser muy observador para darse cuenta de ello. Basta simplemente hacer un repaso por el cuerpo principal del diario y sus títulos. Así, en la tapa puede leerse: “También el Estado siente una mayor inflación al comprar”; en la página 8 “La oposición pegó por el alza de precios”; en la 9, unas declaraciones de Lavagna que indican “Hay que desplazar del INDEC a los políticos” y unas de Prat Gay que atacan el desmedido crecimiento del PBI por el riesgo de inflación que éste acarrea ; en la 11, una nota sobre el presupuesto 2008 donde Sarghini, Melconián y otros señalan que el principal problema del presupuesto es que prevé una inflación por debajo de la real; en la 19 una nota cuyo título es “Estatales o privados, los jubilados pierden contra la inflación”; en la 23 otra nota que indirectamente apunta al tema de fondo: “Duro ataque de Greenspan a Bush por su indisciplina fiscal”; en la 28, el editorial cuyo título reza “La inflación y la responsabilidad compartida” y en la 32-33 el desarrollo de la nota de tapa cuyo título resulta sutilmente diferente: ya no se dice que el Estado también gasta más sino que “Al comprar, el Estado sufre más inflación de la que admite”.
Lo que desarrollaré a continuación no tiene como eje principal la forma en que los medios resultan formadores de opinión e instaladores de agenda (especialmente los medios gráficos). Eso resultaría una obviedad. Se trata más bien, simplemente, de hacer algunos comentarios acerca del tema de la semana, simplemente para estar en sintonía con la realidad.
Más allá de la contienda electoral en la cual oficialistas y opositores intentan sacar tajada, existe, claro está, un elemento ideológico conceptual detrás de la discusión sobre la inflación. Al fin de cuentas, tanto en los años previos a la crisis del año 29 como a partir de los 90, la idea libertaria plasmada por Williamson en el “Consenso de Washington” de un Estado mínimo cuya intervención en el mercado es siempre dañina, estuvo a la orden del día. Claro está que las crisis mexicana, la de los tigres asiáticos, la de Rusia y la de Brasil y el aumento de la conflictividad social en los países emergentes produjo un viraje hacia políticas algo menos optimistas respecto de la globalización y con un perfil, presuntamente, más redistributivo. Más allá de ello, ha quedado en el imaginario popular y dirigencial tras las políticas que hicieron eclosión a fines de los 60 (lo cual tal vez sea bueno) la idea de que los Estados deben mantener los superávit gemelos de cuenta corriente y fiscal. Si bien en Argentina las importaciones están creciendo, la ventaja competitiva hace que todavía no se haga hincapié en la cuenta corriente. De aquí que todo recaiga en el gasto fiscal y el aparente riesgo de un ensanchamiento del Estado. Cabe mencionar por cierto, que detrás de esta alarma existe un presupuesto discutible acerca de que el gran causante de inflación es el déficit fiscal. Pero aún concediendo eso, ¿es tan preocupante la inflación como dejó entrever Redrado hace unos días? Tal vez la respuesta sea sí y no. Por un lado, está claro que la inflación es el precio que se debe pagar por un crecimiento fenomenal como el que ostenta nuestra economía. A su vez, si bien la inflación afecta a los ciudadanos deteriorando su poder de compra real, la reactivación ha hecho que, desde la devaluación, al menos los sectores de trabajadores “en blanco”, hayan conseguido aumentos que se encuentran por encima del índice de inflación. Sin embargo, también debería decirse que una inflación que supere el 20 % anual licuaría los aumentos de sueldos (además de afectar a la gran porción de los trabajadores en negro) y las ventajas competitivas de las exportaciones lo cual conllevaría la necesidad de subir el dólar obligando al BCRA a seguir comprando dólares para disminuir la oferta al precio de una mayor emisión de pesos y la creación de bonos. A su vez, como ya sabemos, un elemento que escapa al análisis macroeconómico tiene que ver con la idiosincrasia propia de un pueblo como el argentino que ante cualquier mínima suba del precio del dólar estalla en histeria generalizada y estampida.
Si a este contexto le sumamos el dato de que en el primer semestre de 2007 el gasto público aumentó un 43% y la recaudación sólo un 32%, parece haber razones para preocuparse más allá de que el superávit sigue otorgando un amplio margen de maniobra.
Pero me gustaría traer a colación algunos datos que Roberto Navarro recoge de la CEPAL y que son publicados en el suplemento Cash de este mismo domingo (16/9/07). Estos datos resultan interesantes para, como indica la nota, derribar algunos mitos, a saber: El Estado argentino es un monstruo gigante, amorfo y despilfarrador de recursos. Frente a esto notamos que salvo Chile, un país con una sostenida política neoliberal a lo largo de décadas, el Estado argentino es, en Latinoamérica, el que menos gasta en relación a su PBI. Así, el gasto público en Argentina en 2006 fue de 19,3 del PBI frente al promedio de la región que es de 25,2. Asimismo, si algún malicioso quisiera notar que los países de Latinoamérica no son justamente ejemplos de prosperidad, pongamos el acento en Europa. Allí el promedio del gasto público es de 40% del PBI y en Francia, Italia y Alemania llega al 53%, 50% y 45% respectivamente.
Por otra parte, otro mito que suele esgrimirse y que puede ser derribado por los datos, refiere a la cantidad de empleados públicos. Se dice, a veces con verdad, que al menos en muchas provincias, no hay inversión privada y existe una gran masa de empleados públicos que en tanto tales son dependientes y pasibles de sufrir una relación clientelar con el gobierno de turno. En este sentido, debería decirse que en Argentina sólo el 4,9% de la población es empleado del Estado. Se trata, claramente, de un porcentaje mucho menor en comparación con países como Noruega, Estados Unidos o Brasil que ostentan un 16,7%, un 12,1% y un 7,7% respectivamente.
Lamentablemente, la torpeza del gobierno al intervenir el INDEC y al dar a conocer números que no sólo resultan falsos sino que dan lugar a que cualquier consultora poco seria construya números también falsos acordes al candidato contratante, ha desviado el foco de atención que más que entrar en la batalla técnica acerca de cómo medir un índice, debería estar puesto en el debate en torno a la importancia del rol protagónico del Estado a la hora de la reactivación de la economía y la redistribución de la riqueza.

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