Lo veníamos diciendo hace años:
algo se estaba gestando subterráneamente. Mientras la política hablaba el
lenguaje de “los derechos” había un cambio “socio-antropológico” de base. Esa transformación,
acelerada por la pandemia, era una transformación de la subjetividad. Mientras
consumíamos perones y evitas andiwarholeados y nos trepábamos a las modas de
los sobreescolarizados, la épica del héroe colectivo era reemplazada por la del
“individuo roto”. Esa romantización de la marginalidad y la lumpenización se
fue de las manos. Se acababa la era del Eternauta. Llegaba el momento del
Joker. Cuando unos pocos tienen derechos, los derechos devienen un privilegio.
Se cumplen 40 años de una democracia
en la que muchos no tienen para comer y en la que se educa y se cura mal. Así,
los aspectos sustantivos se diluyen para que la democracia sea solo un sistema
de reglas, a veces, incluso, menos que eso: un sistema de selección de
representantes. De aquí que no sea casual que lleguemos a las cuatro décadas cumpliendo
el último paso de la crisis de la representación iniciada en 2001. En este
espacio lo habíamos llamado el paso del “que se vayan todos” al “que venga
cualquiera”; el cambio como significante vacío; el dientudo del video que
corriendo la picada dice “si nos matamos, nos matamos”.
A propósito, si lograr imponer el
clivaje “casta vs anticasta” fue la clave para que Milei llegara al balotaje,
evidentemente el clivaje “cambio vs continuidad” resultó central para que se alzara
con el triunfo. Se trata, por cierto, de un fenómeno que ha devenido la regla del
último lustro en Latinoamérica, ya que desde 2018 a la fecha, de las 23
elecciones que tuvo la región, en 20 triunfó la oposición. Algunos lo llaman
“insatisfacción democrática”. Yo prefiero llamarlo “mayorías que viven como el culo”.
En esta línea, el triunfo de
Milei sorprende menos que el hecho de que el oficialismo fuera competitivo. No
olvidemos todo lo que ocurrió desde aquel representativo retroceso que implicó
Vicentin hasta la fecha. Un gobierno articulado para satisfacer a los
compartimentos estancos que se unieron “para que no gobierne la derecha”, donde
los funcionarios que no funcionaban eran premiados con embajadas; un gobierno
que gobernó “para que nadie se enoje” y logró que se enojaran todos; un
gobierno liderado por un presidente alérgico a tomar decisiones que estructuró la
gestión para que nadie tenga mucho poder; un “Frente de todos débiles” donde cada
unidad ejecutora se trababa por las disputas intestinas: el ministro del
espacio A trabado por el secretario del espacio B que a su vez era trabado por
el subsecretario del espacio C que a su vez era trabado por la ineficacia de
los empleados que responden a A a B y a C. Esta fue una de las razones por las
que aquí consideráramos que “el albertismo” nunca existió porque fue una
destrucción antes que una construcción política. De hecho, a juzgar por las
últimas declaraciones, se confirman algunas presunciones: la presidencia de la
nación como un trampolín para vivir de dar clases en España, dar conferencias
en foros internacionales sobre desigualdad y cambio climático, y retirarse de
la política; la presidencia como una línea de CV en una historia laboral; un
presidente que aspira a ser recordado como un presidente que tuvo mala
suerte.
Con distintos niveles de
responsabilidad, las otras patas de la coalición han hecho sus aportes a todo
esto. Massa, cuya última imagen no lo deja tan mal parado, fue mejor candidato
que ministro. Gracias a la tregua en los egos de sus socios, aptitudes
personales y una campaña profesional abrumadoramente mejor que la de sus
rivales, estuvo cerca del milagro con la agenda propia, aquella que adoptó allá
cuando rompió con el kirchnerismo en 2013. Pero en materia económica su gestión
fue mala.
El caso de CFK es incomprensible:
demiurgo del triunfo electoral y con la suficiente responsabilidad política e
institucional como para no abandonar un barco atado al ego y al solipsismo de
su comandante, hizo su aporte para un pimpinelismo de gobierno fundando el
oficialismo opositor y ensimismada en una agenda demasiado personal. El mejor
ejemplo es el inútil impulso del juicio a la Corte, iniciativa alejada
completamente de las necesidades del ciudadano de a pie. A dónde quiere ir es
un misterio como fue un misterio el modo en que el kirchnerismo torpedeó el
acuerdo de Guzmán. Más allá de si ese acuerdo fue bueno o malo, el kirchnerismo
corrió por izquierda al ministro para luego darle en bandeja el puesto y el rol
protagónico a Massa, la figura más de derecha que ofrecía el espacio y quien
estuvo a punto de alcanzar la presidencia. Lo más curioso y paradojal es que si
Massa hubiera llegado a la Casa Rosada, las horas del kirchnerismo estarían contadas.
Detrás de una figura como CFK uno supone que todo tiene una razón de ser. Lo
doloroso es darse cuenta que esa razón no existía. De “lo personal es político”
pasamos a “lo personal es política”. Un error demasiado importante.
Pero lo más preocupante es la
incomprensión del momento histórico en los referentes y seguidores del espacio,
algo que atraviesa al peronismo y especialmente a esta variante progresista que
ha hegemonizado el peronismo del siglo XXI.
Efectivamente, si el
antiperonismo demuestra ser más estable y menos mítico que el propio peronismo,
ahora aparece un “antiestatismo popular” que no estaba presente cuando ganó
Macri. Hordas de pretendidos Self-Made-Man,
(cansados del paternalismo de los CEOs de la pobreza), a los cuales el
peronismo actual solo responde “Más Estado” como un acto reflejo, incluso
cuando en muchos casos lo que hace falta es lo contrario, tal como se sigue ya
no de la escuela austriaca sino de Perón.
Este conato de libertarismo intuitivo
penetró en los sectores populares donde nunca pudo llegar el macrismo, más allá
de que, como hemos dicho aquí también, sería un gran error de diagnóstico de
las autoridades entrantes imaginar que la sociedad argentina se ha vuelto
libertaria.
En cuanto a la variante progresista
que ha hegemonizado ideológicamente al peronismo siglo XXI, uno de los síntomas
más evidentes de la transformación es el reemplazo de los actos por las clases
magistrales. La política como evento universitario. Gente que se dedica a
explicar y no a transformar; gente que prefiere hacer papers antes que cloacas.
Más que nunca se vio ese cambio
en la composición del apoyo mayoritario al oficialismo. ¿Dónde lo encontramos
ahora con más fuerza? En las capas medias de profesionales de mediana edad, sobreideologizados
y con pánico moral (piensen si no en Massa cerrando la campaña en el Pellegrini,
el colegio de los hijos de esas capas medias sobreideologizadas, cantando “el
jingle”); vanguardias que subestiman y exponen las contradicciones de los
votantes de Milei sin explicar cómo podría ser racional votar un gobierno que,
con la inflación, dio el segundo paso de la “desorganización de la vida”
iniciado por el experimento frustrado del neoliberalismo de Macri.
Los mismos que disfrutaron de las
mieles del Estado de Bienestar y lo defienden frente a quien quiere
exterminarlo, pero mandan a los pibes a escuela públicas de elite o a escuelas
privadas porque al oído confiesan que están podridos de los paros y de los
compañeritos “marrones” que “atrasan al nene”; los mismos que se atienden en
OSDE porque “el hospital se cae a pedazos”.
Son los que cantaban “Alberto
presidenta” (SIC) y “Compañero de piquete cuando quieras sale un pete;
compañera piquetera, cuando quieras hay tijera”, para luego hacer micromilitancia
en trenes y redes llamando a votar “al normal” con esposa y dos hijos. Estaban
deconstruidos pero les resultó sospechoso que el presidente electo no tuviera
hijos, no se le conocieran novias y prefiriera los perros a los humanos.
Son los que primero acusaron de
fascista a los fascistas pero luego acusaron de fascista a todo aquel que se
opusiera a la agenda: fascista el que no se compromete, fascista el que no
cancela, fascista el Estado de Derecho, fascista el que no abraza la patria
latinoamericana, fascista el que come carne, fascista el heterosexual, fascista
el que cree en el mérito, fascista la presunción de inocencia, fascista la O, fascista
el que no es víctima, fascista Massa antes de ser el candidato, fascista el que
quiere comprar dólares, fascista el que cree en Dios, fascista el youtuber
fascista, fascista el que no alquila, fascista el que está en contra del aborto,
fascista el que no recicla, fascista el que hace chistes, fascista la bandera, fascista
el kioskero que aumenta, fascista el de Rapi… y así hasta lograr que, de
repente, los supuestos fascistas sean mayoría y acaben creyendo que ser
fascista es lo más normal del mundo. Si a esto le sumamos que también dicen que
es fascista uno de los candidatos, lo más natural es que esa larga lista de
presuntos fascistas “vote a uno de los propios”.
En tanto hiperincluidos, están en
el mejor de los mundos posibles porque arriesgan poco y tienen en Milei a esa
suerte de caricatura provocadora de todo lo que está mal en el mundo, contra la
cual es fácil indignarse, firmar un Change.org y viralizar un tiktok porque,
además, no faltará oportunidad para hacerlo y con razón. Incluso muchos de los
que habían dejado de ser progres por ser antiperonistas, podrán volver a ese
rictus de indignación del ciudadano comprometido con el progreso de la sociedad
porque en frente está Milei. Así podremos volver a ver en A dos Voces a todo un
amplio arco ideológico que irá desde Nelson “Hubris” Castro hasta Bregman, la
neutral.
Con su vida material más o menos
resulta, los hiperincluidos alternarán mofa y enojo sobre las hordas de
presuntos ignorantes que se dieron el tiro en el pie porque votaron “al
fascista”. Viralizarán cada arrepentimiento de voto mileista para que funcione
como lección, para que el arrepentido sea humillado y aun cuando seguramente
tengan razón, fomentarán más odio, más Jokers.
Y van a querer resistir con
aguante porque no resisten escuchar; y van a decir que el pueblo se equivoca.
¿Saben por qué? Porque antes que gobernar, prefieren tener razón.
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