Algunos días atrás, Javier Benegas publicaba un interesante artículo titulado “Only a Man” https://disidentia.com/only-a-man/ en el que hacía una serie de reflexiones a partir de la foto de una revista de motociclismo de los años 80. Más específicamente, la imagen retrataba una carrera de motocross en el preciso instante en el que tres de los participantes saltaban una rampa y se encontraban literalmente en el aire. La foto es tomada desde atrás y, en la espalda del participante que más alto había saltado, podía leerse la frase “Only a Man” (“Solo un hombre”).
El artículo transita
distintos tópicos pero quisiera detenerme en esta intervención que hace Benegas
a partir de la foto:
“Es con este sentido de lo épico que la frase “Only a
Man” se vuelve evocadora. Porque, en esta sociedad exhibicionista, de búsqueda
de la atención a cualquier precio, la mayoría de los individuos que realizan
actividades lúdicas que son peligrosas, lo hacen para significarse, para
desbordar ese anonimato con el que todos venimos al mundo, y que a la inmensa
mayoría nos acompaña hasta el final de nuestros días. Los dispositivos de
grabación subjetiva con los que estos sujetos registran sus proezas, y sobre
todo a sí mismos, nos interpelan con un grito que dice “¡Miradme! ¡Mirad lo que
YO hago!”. Es decir, que lo que importa son ellos, no lo que hacen. No hay
pasión en su temeridad, solo exhibicionismo.
Por el contrario, el tipo que vuela a lomos de una moto,
con el anónimo “Only a Man” escrito en su espalda, en el lugar que debería
ocupar su nombre, tiene una moraleja diferente. Nos dice que lo importante no
es el quién, sino el qué”.
Efectivamente, cuarenta
años después, una foto como la descripta estaría luchando por el Me gusta del
día y desbordaría de hashtags y
etiquetas señalando los nombres propios y las cuentas de Instagram de los
protagonistas; o algo mucho peor: podría ser acusada de misógina y transfóbica
por no decir “Only a Woman” u “Only a Trans”.
Lo cierto es que Benegas
da en el eje: ser visto haciendo es más importante que lo que efectivamente se hace,
y esta primacía del “quién” abarca distintas dimensiones de nuestras vidas. De
hecho, varias veces en este mismo espacio se ha advertido cómo algunos cambios
en la legislación penal, en nombre de buenas causas, han vuelto a introducir de
hecho el “derecho penal de autor” vigente en las etapas más oscuras de nuestra
civilización, esto es, la idea de que, al momento de juzgar, resultan relevantes
determinadas características de un individuo (ser judío, ser musulmán, ser
negro, ser varón, ser mujer, ser marxista, ser de derechas, etc.), antes que el
hecho en sí. En otras palabras, se trataría de un derecho penal enfocado en lo
que se es, antes de en lo que se hizo.
La conquista de la
presunción de inocencia como pilar de un sistema de garantías que bien supo
construir Occidente, está siendo reemplazada por la presunción de culpabilidad
en función de la identidad del acusado y este esquema se reproduce también en
los debates públicos: es necesario primero saber quién habla y cuál es la
historia del que habla para permitir que participe del intercambio. Ejemplos
concretos se dan todo el tiempo desde que se ha instalado que solo el que
pertenece a determinada identidad puede hablar de los temas que serían
“propios” de esa identidad: así solo las mujeres pueden hablar de mujeres; solo
los negros pueden hablar de los negros; solo los latinos pueden hablar de los
latinos y solo los LGBT pueden hablar de los LGBT. Si es otra la identidad que
habla y no coincide con el punto de vista expuesto, automáticamente pasa a
transformarse en una identidad en sí misma “odiante”. Pero agreguemos a esto
una perversión más: todos los grupos mencionados no solo son los únicos que
pueden hablar de ellos mismos, sino que están obligados a hacerlo porque se les
impone que no puedan ser otra cosa más que ellos mismos en tanto mujeres,
negros, latinos o LGBT. Una vez más se muestra que pertenecer a un colectivo
nunca es gratuito.
Ahora bien, reivindicar
el anonimato afirmando “Only a Man” me
retrotrajo bastante más allá de esa foto de los 80. Diría que incluso me llevó
unos cuantos siglos atrás. Es que me recordó el espíritu ilustrado de la
igualdad ante la ley que fue la base sobre la que se construyó la Declaración Universal
de los Derechos Humanos cuyo único requisito era ser “solo un hombre”. En otras
palabras, para escándalo de muchos en la actualidad, se trató de una conquista
por la que se instauró que la religión, la edad, la cultura, el género, la
etnia, la clase, etc. resultan indiferentes al momento de pensar en los
derechos que tienen las personas.
Por ello es que, más
allá de que todos tendremos nuestros 15 minutos de fama en los que el narcisismo
aflorará, lo cierto es que no viene mal una humilde apología del anonimato, un
volver a ser “solo un hombre”. Es que cuando todos buscan diferenciarse, actuar
anónimamente es la única manera de que el eje se ponga en el “qué” antes que en
el “quién”. No solo eso: incluso puede ser la única estrategia si lo que se
busca es expresar lo que pensamos sin riesgo a la muerte civil a la que nos
invita la cultura de la cancelación.
Es que si bien
persecuciones ha habido siempre y, en algunos momentos de la historia, éstas
han sido mucho más feroces y sanguinarias, el clima actual se caracteriza por
ofrecer un dispositivo que identifica el nombre propio y actúa con la celeridad
y la repentización del enjambre para que luego Google y Wikipedia cumplan el
rol de una memoria que eternice la letra escarlata en el señalado. Así, un
artista o cualquiera que pretenda participar activamente del debate público,
necesita de las redes para forjar su identidad y su nombre propio, pero para
ello debe hacer un pacto fáustico: exposición total, un “Serás escuchado al
precio de que sepamos todo de tu vida”. Ni que hablar de los denominados influencers cuyo ser es, en sí mismo,
ser visto por otro. En este sentido, el influencer
influye al precio de ser esclavo de sus influidos, en una suerte de revival de la famosa dialéctica
hegeliana.
Para concluir, propongo:
ser anónimos como una forma de no renunciar a nuestro decir; dejar de afirmar
lo que somos todo el tiempo para que sean nuestras palabras y actos los que
sean juzgados; entender, a contramano de la vieja máxima berkeleyana, que se
puede ser sin ser percibidos y, sobre todo, estar tan, pero tan comprometidos
con la tarea… que olvidemos sacarnos la foto.
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