Hay un latiguillo que se ha
instalado en la Argentina hace ya algunos años y que obedece a una clara
intencionalidad basada en una tergiversada y torpe interpretación de categorías
políticas con importante circulación en los ámbitos académicos. Más
específicamente, casi todos los editorialistas opositores al kirchnerismo y, en
la última semana, un preocupado Marcelo Tinelli y un crispado abogado llamado
Daniel Sabsay, indicaron que el kircherismo divide a la política entre amigos y
enemigos.
Tal idea es originaria de un alemán,
filósofo del derecho, llamado Carl Schmitt con una relación, como mínimo,
controvertida con el régimen nazi. Para Schmitt, el origen del Estado no es un
acuerdo entre individuos libres e iguales sino el fruto de una decisión que
establece un nosotros y un ellos, los amigos y los enemigos. Toda decisión
política en tanto tal marca un adentro y un afuera y entre los amigos y los
enemigos se da una tensión existencial capaz de derivar en el extermino físico.
Más allá de que las interpretaciones que se pueden hacer sobre Schmitt merecen
mucho más de 5 renglones, cuando se indica que el kirchnerismo sigue la lógica
schmittiana (para algunos nazi) se estaría diciendo que busca eliminar
físicamente a sus contrincantes políticos.
Y no hace falta ser kirchnerista
para echar por tierra semejante brutalidad ya que es posible hacerle críticas a
la administración actual pero adscribirle una supuesta pretensión persecutoria
y hasta genocida resulta un despropósito. Porque el kirchnerismo es hijo de la
democracia e incluye dentro de sí la impronta colectivista y verticalista del
peronismo clásico complementada con principios liberales y universalistas como
la defensa irrestricta de los derechos humanos. Por eso hay progresistas no
peronistas que se sienten kirchneristas y muchos peronistas que afirman que el
kircherismo no se puede comprender sin la base justicialista.
Lo que sí ha hecho el
kirchnerismo es plantear que hay una alternativa a la política y a la
democracia entendida como mero consenso. Sí, efectivamente, lo que se viene
planteando desde 2003 hasta la fecha es que esa mirada liberal republicana de
la política y la democracia no toma en cuenta la problemática del poder, es decir,
esconde que cuando nos sentamos en una mesa a consensuar muchas veces no somos
iguales y se le llama acuerdo a lo que es una mera imposición. En este sentido,
el kirchnerismo entiende que la política es disputa, pelea, lucha y
determinación de un nosotros y de un ellos. Sin embargo, ese “ellos”, ese
“otro”, no es un enemigo al que se pretende exterminar sino un adversario
frente al que se lleva la disputa política hasta las últimas consecuencias
dentro de las reglas de la democracia. En otras palabras, estamos hablando de
política, no de un juego de niños, y por eso al otro se lo intenta vencer
disputando, militando, persuadiendo y enojándose hasta el día en que vamos a
votar. Y allí se acepta el resultado y se hace política desde el gobierno o
desde la oposición. No es ni más ni menos que eso y para la trágica historia
argentina, aquella en la que dictaduras militares identificaban enemigos
internos para exterminarlos, es un enorme paso adelante.
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