Mucha tinta se ha dedicado al
acto donde Yolanda Díaz anunció su candidatura de la mano del flamante espacio SUMAR.
El evento así lo ameritaba y no han faltado quienes han desmenuzado lo que ha
sido un discurso bien estudiado, aunque sin sorpresas, al menos si lo evaluamos
en términos de todos los lugares comunes de una agenda progresista de izquierda
que pretende estar a la izquierda del PSOE.
Acuerdo verde, país diverso con
distintos idiomas, mención a derechos LGTB y reivindicación de jóvenes que no
serían “de cristal”, como era de esperar, estuvieron presentes en la gala, del
mismo modo que hubo lugar para algunos conceptos de difícil elucidación como
“democracia económica”. También hubo varias menciones a la reforma laboral, algún
comentario más o menos marginal a los sindicatos (como nostalgia de los
derechos que alguna vez defendió la izquierda), y algunos grandes títulos con
los que nadie puede estar en desacuerdo. Todo esto fue parte de un discurso
donde la referencia a las mujeres y al feminismo se repitió como un mantra casi
como si lo que estuviera en juego fuera, más que una candidatura a presidente,
una interna con Irene Montero.
Pero lo que me parece más
interesante y que, habiendo pasado ya varios días de la presentación no ha sido
trabajado en profundidad, son algunos de los elementos que rodearon al discurso
y que reflejan, antes que un signo, un síntoma de época que se repite en
muchísimos países y en candidatos de distinto color político.
Empecemos por lo que cualquier
grupo de asesores recomendaría: una candidatura tiene que venir de la mano de
un discurso de futuro. Es que nadie vota por el pasado. Por eso hay que
prometer futuro, generar expectativa. En política, y quizás en la vida misma, la
ilusión es más importante que la verdad, especialmente cuando ésta supone
sacrificios. Bajo esta premisa es que podemos entender cuando Yolanda dice: “El
futuro está aquí”; “un nuevo proyecto de país para la próxima década”;
“principio de esperanza”; “SUMAR es un país para los jóvenes”, etc. Todo
apuntado al futuro y está muy bien que así sea si pretende ser candidata.
Ahora bien, la promesa de futuro tiene
que venir acompañada de otro aspecto: la necesidad de que la sociedad observe
al candidato en cuestión como parte de un cambio. La razón es simple: la
política ha adoptado los criterios de la moda donde lo nuevo es más valorado
que lo bueno. En política, como en el mundo de la moda, ya nadie pregunta qué
es lo mejor sino qué es lo último. La novedad tiene buena prensa; todo lo viejo
tiene una mácula.
Efectivamente, como sucede con
los objetos, especialmente los tecnológicos, necesitamos descartes rápidos por
obsolescencia; nada merece ni puede ser arreglado; precisamos lo nuevo;
conservar ha pasado de moda; mantener el teléfono móvil por más de un año es reaccionario;
reparar el ordenador es de derechas.
El punto es que el hecho de que
cualquier candidato deba poseer una propuesta de futuro y, en la medida de lo
posible, lograr posicionarse como novedad, puede chocar con algunas de las
restricciones propias del personaje y de las circunstancias. Así, no es lo
mismo un discurso de un outsider
recién llegado a la política que el de alguien con una trayectoria que supuso
responsabilidades de gobierno. Este es el caso de Yolanda Díaz a pesar de que,
si algún cronista extranjero desinformado hubiera asistido al evento por error,
supondría que se trata de una nueva figura de la política cuyo posicionamiento
es opositor al actual gobierno.
Sin embargo, y este es otro de
los puntos en los que quisiera extenderme, la actitud de Yolanda es más común
de lo que imaginamos. Se trata del fenómeno de “ausencia de oficialismos” que
vemos en distintos países, probablemente de la mano de una sociedad
infantilizada en la que nadie quiere hacerse cargo de las responsabilidades.
Por ello en la política de hoy todos son oposición. Los opositores son la
oposición del oficialismo; pero el oficialismo no es tal sino solo oposición de
la oposición. De aquí que Yolanda pueda decir “Queremos ganar el país para
transformarlo” cuando ya lo ha ganado y cuando está en el gobierno en un lugar
de toma de decisiones; y de aquí que pueda afirmar todo
lo que pretende hacer sin que nadie entienda bien por qué demonios no lo está
haciendo ahora.
Además, y esto también se
comprende en el marco de la infantilización antes mencionada, vivimos, como
diría Robert Hughes, en una “cultura de la queja”, de modo que lo que hay que
hacer es quejarse, incluso si eres parte del gobierno. Y si esa queja se hace
con indignación, mejor todavía. Nadie puede rebatir a un indignado porque su
indignación lo convierte en víctima. Además, el indignado/víctima siempre tiene
razón porque en la actualidad nadie puede osar poner en tela de juicio los
caprichos de la subjetividad.
Esto se ve en muchos gobiernos
que, estando en el poder, prosiguen con un discurso contestatario, sea contra
presuntos poderes fácticos, sea contra la oposición. En muchos casos, esos
actores pueden, efectivamente, poner enormes trabas a un gobierno y hasta
socavarlo; pero en otros se trata de la mera continuidad de la retórica
infantilizada, oposicionista y quejosa a la que hacíamos mención anteriormente.
En la medida en que las
elecciones se vayan acercando, la dinámica de un escenario político en el que
todos son opositores se irá profundizando. En este escenario, habrá que esperar
el mapa de alianzas y si a Pedro Sánchez le alcanza con hacer una campaña
opositora contra el PP y VOX. Si eso no sucediese habrá que estar abierto a
todo: quizás hasta el propio Sánchez se oponga a sí mismo y abogue por el fin
del sanchismo.
Una Cristina cualquiera
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