No sería la primera vez que el
monstruo se desmadra. La historia se repite con distintos nombres: Frankestein,
Golem o ChatGPT. La criatura que se acaba autonomizando y destruye a sus
creadores. En política se crean adversarios y se usa la metáfora de “subir al
ring” a quien conviene porque desde allí se puede “acumular”, pero el resultado
no siempre es el deseado. El kirchnerismo lo subió a Macri porque era el
candidato fácil, la derecha que jamás podía ganar, el espejo frente al que
todos son buenos. Luego llegaron las elecciones de 2015 y fue tarde: el
monstruo se había ido de las manos.
Ahora está Milei y las encuestas
empiezan a hablar ya de tres espacios competitivos. Me sigo permitiendo dudar,
pero de repente llegan números sorprendentemente buenos de Milei en distritos
importantes donde ni siquiera tiene un candidato, y se impone un prudente
beneficio de la duda. Ahora bien: ¿es la competitividad de Milei lo más
importante, o se trata simplemente del síntoma de algo un poco más complejo?
El fenómeno Milei se explica por
tendencias más o menos planetarias y algunas particularidades locales.
Empezando por estas últimas, no debemos olvidar que Milei es un producto
televisivo desde su extravagante cabellera hasta su generoso repertorio de
exabruptos. Es política del espectáculo en el mejor y en el peor sentido del
término, y un consumo irónico de los sectores biempensantes. Sin embargo, a
pesar de ser tan radicalizado como muchos de los asiduos economistas que visitan
los canales de siempre, Milei agregó, además, voluntad de poder, pasión,
desacartonamiento y un ideario en línea con una nueva derecha que lo ha ido
puliendo con el tiempo.
En este sentido, es parte de esa
tendencia general que opera en casi todos los países y que muestra el
surgimiento de figuras, en muchos casos outsiders,
que irrumpen en la escena ante el giro radical de la agenda de izquierda y
progresista hacia las minorías, giro en el cual sucumben incluso partidos que
históricamente se han jactado de ser representantes de mayorías. En un juego
casi aritmético: si solo se le habla a las minorías y el Estado solo interviene
cuando un individuo puede alcanzar el estatus de víctima de algo, es natural
que las mayorías sientan que la clase política no los representa.
La tendencia venía de tiempo
atrás, pero la pandemia la hizo demasiado evidente. Allí, el oficialismo, el
que supuestamente conoce el territorio, de repente se dio cuenta que había 10
millones de tipos que ni siquiera estaban registrados en el sistema como
beneficiarios de un plan. Ya no era la famosa cultura “planera”, esas
generaciones que no han visto trabajar a sus padres. Era una cultura que está
por debajo de ella, para la cual hasta un plan con un estipendio miserable es
un privilegio. El que recibe al plan todavía está bajo el paraguas del Estado,
al menos agarrado de su dedo meñique. Pero hay casi un 20% de argentinos que el
Estado no sabía que existían. A eso agreguemos los que reciben planes y una
clase media cada vez más al límite, y allí comprenderemos por qué una mayoría
de los argentinos considera, como indicaría Milei, que el Estado es un
problema, sea porque no llega, porque llega poco o porque jode demasiado cuando
podés asomar un poco la cabeza.
Pero volvamos a esos “10
millones” que “aparecieron” en la pandemia. Estos no habitan el famoso
“territorio”, el lugar donde supuestamente el peronismo y los movimientos
sociales interactúan y construyen con “los de abajo”. La razón es que el
territorio supone categorización, un espacio delimitado y ordenado. Y lo cierto
es que el territorio explotó por todos lados y venía explotando incluso en los
buenos años kirchneristas. En este espacio no hay organización sino, en el mejor
de los casos, átomos del rebusque con trabajos de mierda, a los cuales no se
puede interpelar hablando de los logros del 2010, la patria grande y un “no” al
FMI; y los que no tienen la suerte de tener ese trabajo, aunque más no sea de
mierda, acaban siendo carne de cañón del narco, la organización que se extiende
en la desterritorialización, allí donde los papers
de la facu y las redes del Estado no han llegado.
El celular, que para los duranes
barba de la vida, “Primavera árabe” mediante, era la herramienta de liberación
de la juventud contra los autoritarismos, y que para la militancia vernácula
era el vehículo de la guerra de guerrillas comunicacional contra el lado
Magnetto de la vida es, para este sector invisibilizado, la excusa para ser
robado o la posibilidad de ser repartidor de Rappi. No mucho más.
A este sector ni siquiera les llega
la ley. A los más porque no los protege de la inseguridad, pero tampoco a los
menos que acaban delinquiendo, lo cual
no siempre es la mejor noticia. Es que la policía es un enemigo real pero ser
pasible de caer dentro del sistema penal es una forma de “estar” en el sistema.
Aun con la vulneración de derechos en la forma de violencia institucional, caer
preso supone un calvario pero “dentro” del sistema, ser un número al que se le
conculcan derechos pero un número al fin, una existencia. Aquí se está fuera
del sistema. Por eso, no hay nada que perder y todo el que de alguna manera
está dentro es visto como un privilegiado.
En este panorama, la vieja y la
joven política dice en la tele y en la red social de moda que con Milei viene el
caos y que con la derecha viene el ajuste. Tienen razón, claro, pero lo dicen
como si vivir con más de 100% de inflación no supusiera una forma del caos y el
ajuste. Lo cierto es que nadie parece entender la sociedad que debe gobernar.
Unos la desprecian; los otros creen que la van a cambiar universalizando cursos
de capacitación.
Y allí suben al ring a Milei.
Ojalá fuera una estrategia. Pero en el Frente de Todos parece más por una
mezcla de pereza y pánico moral; en la izquierda lo harán porque no toleran que
alguien les dispute el monopolio de la rebeldía; y en Juntos por el Cambio
quizás porque busquen terminar a los abrazos…
Siendo mediados de abril, sigo
considerando dificilísimo que en un sistema electoral como el nuestro y en un
territorio tan vasto y complejo, una fuerza unipersonal pueda hacer pie
electoralmente existiendo dos grandes megaestructuras nacionales.
Pero la política, o por qué no
decirlo, la casta política, cada vez centra sus mensajes en un sector más
concentrado de la población, obviando que hay millones de argentinos a los que
el Estado, o bien no ve, o bien le pone trabas en una jungla en la que quienes
deben gobernar se han transformado en espectadores indignados que libran su
batalla cultural por Twitter.
En este contexto, aun pecando de
irresponsable, podría decirse que el hecho de que Milei llegue a la segunda
vuelta sería, en un sentido, lo menos importante.
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