El escándalo generado a partir de
la decisión de Puffin Books de reescribir pasajes de la obra de literatura infantil
de Roald Dahl que pudieran herir la susceptibilidad de alguna minoría, sigue
sumando capítulos en los últimos días. Es que a la crítica contra la medida,
lanzada incluso desde las tribunas de medios progresistas, le siguió la
reacción rápida de Alfaguara informando que la edición en español no tendrá cambio
alguno. Pero esto no fue todo: en las últimas horas, y tras la intervención en
el debate público del propio primer ministro británico, Rishi Sunak, y hasta de
la mismísima reina consorte, Camila Parker Bowles, Puffin resolvió avanzar en
una suerte de decisión salomónica, esto es, la publicación de dos ediciones: la
original inalterada y una segunda con reescrituras que, más que para niños,
parece dirigida a adultos infantilizados.
Para quienes no están al tanto de
la controversia, el sello británico Puffin Books sometió a la obra de Roald
Dahl al “tribunal de lectores sensibles”, aquellos que antes solíamos llamar “censores”
pero que ahora llamamos “sensibles” por ser de izquierdas. Estos lectores se
ocupan de evaluar frases o palabras que van en contra del canon neopuritano de
las políticas identitarias y, para el caso de Dahl, decidieron, según
transcendió en distintos medios, que el personaje obeso de Charlie y la fábrica de chocolate ya no sería nombrado como “gordo”
(fat) sino que solo sería “enorme”. Asimismo,
el personaje de Mrs. Twit dejó de ser “fea y bestial” (ugly and beastly) para ser apenas “bestial”; por si esto fuera
poco, en otro de los libros, en un pasaje que refería a una “extraña (weird) lengua africana” se eliminó la
palabra “extraña”, y los términos “loco” y “desquiciado” se quitaron de todos
los textos. La lista es mucho más extensa y despierta entre incredulidad e
hilaridad.
Dicho esto, la decisión de la
editorial de publicar dos ediciones puede ser útil para hacer énfasis en dos
aspectos caros a nuestro tiempo sobre los que quisiera profundizar.
El primero apunta al insólito
error de interpretación que los referentes de estas políticas minoritarias
hacen de ciertas teorías filosóficas cuando, partiendo de la idea de que nuestra
percepción del mundo está atravesada por el lenguaje, infieren de allí que lo
único que hace falta para cambiar el mundo es cambiar el lenguaje. La
revolución material de antaño deviene batalla cultural por cómo hablamos; de la
revolución del proletariado a la revolución de los pronombres.
Pero para comprender mejor este
fenómeno, y más allá de las distopías clásicas como las de Orwell o Bradbury
que de alguna manera han hecho énfasis en el modo en que gobiernos autoritarios
actúan sobre el lenguaje, hay una novela más actual que puede ser útil. Me
refiero a La policía de la memoria, de
la japonesa Yoko Ogawa, en la que el gobierno dictatorial de una isla decide
por decreto la eliminación de cosas: el olor a perfume, los pájaros, una flor,
los barcos, las novelas, etc. Para hacerlo bastaba con la decisión
gubernamental de eliminar el vocablo en cuestión para que la realidad ceda
porque sin palabra, no hay cosa. El mecanismo era tan directo que en un pasaje
la madre le explica a la protagonista: “Sucede
sin que apenas te enteres. No sentirás ni dolor ni fatiga. Una mañana, un día
cualquiera, al despertar, algo se habrá esfumado de tu vida, dejando intacto lo
demás, y entonces solo percibirás un tibio desajuste con respecto al día
anterior”.
El punto es que, por
alguna razón, existe gente en la isla que tiene memoria y hace que los objetos
que el gobierno pretende eliminar todavía persistan en ella. De aquí que exista
una “policía de la memoria” encargada de hacer “inspecciones de recuerdos” para
controlar que todos olviden las palabras seleccionadas. El buen ciudadano es,
de esta manera, aquel que aprende a olvidar.
Pero el segundo aspecto en el que
quería adentrarme es que esta pasión moralista por un “hablar correcto” en el
que hay que cuidar que nadie se ofenda, no nos está llevando a una sociedad más
amable e igualitaria sino a una más hipócrita. Esto tiene que ver con el
profundo hiato que se está produciendo entre los discursos en privado donde la
gente, en confianza, piensa y dice lo que quiere, frente a una protocolizada y
sobremoralizada discusión pública donde la decisión más sensata es la
autocensura.
De hecho, y ya que hablamos de un
mundo de ficción frente a uno real, con esta decisión de desdoblar las
ediciones, Puffin Books hace realidad aquella famosa escena de Matrix en la que
el protagonista debe decidir entre tomar dos pastillas: la azul, que le
permitirá continuar en ese cómodo mundo de ficción que cree verdadero pero
donde no habría gordos, feos ni locos; o la roja, aquella que lo llevará a
enfrentarse con una verdad seguramente más incómoda, salvaje y desigual en la
que eventualmente ofenderá y será ofendido. En este sentido, bien podríamos
permitirnos sugerir a los amigos de Puffin Books que la edición original sin censura
tenga una tapa roja mientras que la edición para adultos infantilizados tenga
una cobertura azul como para evitar que algún lector desprevenido se enfrente a
la traumatizante situación de saber que un personaje es “feo”.
Para finalizar, entonces, y que quede
entre nosotros, invitaría a los lectores a que escojamos siempre la verdad aun
cuando ésta no nos agrade. Con todo, en el caso de que continuemos en esta
burbuja creada por una cultura que mayoritariamente prefiere la comodidad de la
pastilla azul, tendremos el beneficio de estar un poco locos, comer
sin culpa esos dulces y no prestar atención a nuestras narices desproporcionadas
ni a los tejidos vencidos por la ley de gravedad. Es que en un mundo sin locos,
gordos ni feos estaremos a salvo y solo de vez en cuando sentiremos algún
desajuste cuando la realidad no pretenda ceder del todo. Pero atención: si
usted tomara conocimiento de alguna memoria prodigiosa que, habiendo elegido la
pastilla roja, osara sostener el mundo tal cual es, solo pida ayuda. La sensible
nueva policía estará aquí para servirle.
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