“Identidad” es la palabra de moda
desde hace ya unos años. Con todo, aun a riesgo de ser poco riguroso, podría
decirse que fue el romanticismo en su querella con el iluminismo el que puso el
eje allí y buena parte de los debates intelectuales de la actualidad son
deudores de muchos de aquellos argumentos cruzados.
Ahora bien, más allá de esto, hoy
parecemos asistir a un escenario en el que coinciden dos maneras de entender la
identidad que resultan abiertamente contradictorias y a esta problemática
dedicaremos las siguientes líneas.
Por un lado, quizás la principal
novedad de estos tiempos posmodernos, es que existe todo un movimiento de
énfasis en la identidad que, aunque suene paradójico, invita a la desidentificación.
Más allá de que sea una reivindicación adoptada por cierta izquierda, se trata
de una perspectiva profundamente individualista que afirma que cada persona
puede adoptar la identidad que desea. El caso que más debate trae tiene que ver
con la emergencia de lo “trans” porque allí se estaría llevando al extremo esta
perspectiva. Como ustedes saben, basándose en la distinción entre sexo y género,
se indica que el género es una construcción social que, en tanto tal, se puede
modificar, de lo cual se seguiría que alguien al que se le ha asignado un
género podría, en algún momento de su vida, “decidir” tener otro. El “decidir”
entre comillas obedece a que hay una discusión acerca de quién o qué es esa
identidad que estaría decidiendo. Esto es, si nuestra identidad está
determinada socialmente, si solo somos una materia amorfa moldeada por las
imposiciones culturales, el lenguaje, etc., ¿cómo podríamos tener un yo que
libremente diga “basta” para quitarse todas las determinaciones externas y, de
repente, decidir? Dada la complejidad del asunto, dejemos la respuesta para un
futuro artículo.
Regresando al ejemplo transgénero, se
nos dice entonces que un ser humano puede decidir a qué genero pertenecer y la
tendencia que se observa en las distintas legislaciones progresistas a lo largo
del mundo, es a considerar que la autopercepción es razón suficiente para que
el Estado deba aceptar la transformación. Que la autopercepción se haya
convertido en un criterio incontrovertible para un discurso progresista de
izquierda que lleva décadas demostrando los modos en que las supuestas
decisiones racionales de los individuos pueden ser manipuladas por los
dispositivos de poder es, al menos, curioso. Incluso hay ejemplos llamativos en
que un mismo intelectual puede defender, en párrafos sucesivos, la
autopercepción como criterio suficiente para determinar una identidad y, paso
seguido, denunciar el modo en que la derecha capta las conciencias a través de
las fake news. Para elegir mi género
la autopercepción es el camino recto hacia la verdad; para ir a votar un
candidato la autopercepción de mis intereses puede ser manipulada.
Pero aun dejando de lado esta
contradicción, cabe detenerse en la funcionalidad de esta dinámica que se ha transformado
en parte del statu quo occidental y
que, cada vez más, recibe críticas desde sectores conservadores de derecha, liberales
e incluso marxistas.
Por citar una de estas críticas, el
filósofo surcoreano Byung-Chul Han advierte en la página 58 de su libro Topología de la violencia:
“El imperativo de la ampliación,
transformación y reinvención de la persona, que es la otra cara de la
depresión, es un ofrecimiento de nuevos productos ligados a la identidad.
Cuanto más cambia la identidad de uno, más se dinamiza la producción. La
sociedad disciplinaria industrial está ligada a una identidad inmutable,
mientras que la sociedad de rendimiento posindustrial requiere una persona
flexible para intensificar la producción”.
Por si no ha resultado lo
suficientemente claro, en este párrafo Byung-Chul Han está afirmando que esta
dinámica de identidades de las cuales se puede salir y entrar como quien
adquiere un producto, responde a la necesidad de una nueva etapa del
capitalismo que se caracteriza por la descentralización y una explotación que
ya no es realizada por los dueños de los medios de producción sino por uno
mismo.
Desde una tradición distinta, otro
filósofo que ha tomado relevancia pública en los últimos años, el ruso Aleksandr
Dugin, acusa a este progresismo de izquierda de ser liberal e indica en la
página 98 de Identidad y soberanía:
“Recordemos que todo empezó con el
protestantismo como liberación de la identidad religiosa católica, de los
Estados tradicionales y de la sociedad jerárquica europea. Luego prosiguió con
la creación de los Estados modernos burgueses y la aparición del nacionalismo.
Pero como el nacionalismo también presuponía la existencia de una identidad
colectiva (…) se creó la Unión Europea para liberarnos de la identidad
nacional. (…) Después los liberales se han dado cuenta de que la identidad de
género también es una identidad colectiva, y por tanto promueven la idea de que
el género y el sexo son también algo opcional. Liberarse de esta identidad
colectiva es precisamente la agenda liberal de la política actual”.
Sin embargo, por otro lado, les
comentaba que estamos asistiendo a un fenómeno contradictorio dentro de la
agenda progresista y esto parece ser pasado por alto por los autores
mencionados. Es que esta dinámica de un “mercado de identidades” convive,
incluso dentro de ese mismo discurso progresista, con perspectivas identitarias
fuertemente rígidas. El mejor ejemplo, que alguna vez hemos citado aquí, es el
de Rachel Dolezal, bien desarrollado en el documental de Netflix “The Rachel Divide”. Dicho rápidamente,
se trata de una activista de la causa antirracista que, pese a ser blanca, hizo
propia la cultura negra desde su discurso hasta sus modos de vestir, pero
mintió al afirmar que sus padres eran negros. Una vez revelada la farsa, Rachel
fue “cancelada” en medio de un escándalo. Sin embargo, ella planteó la
posibilidad de ser transracial, lo cual incluso derivó en interesantes debates
académicos. Con mucho de sentido común, Rachel se preguntaba por qué se puede
transicionar hacia otro género y no se puede transicionar hacia otra raza.
Difícil hallar una respuesta puesto que, en todo caso, lo que vale como
impedimento para transicionar racialmente debería valer para las transiciones
de género. Pero tomemos un argumento que vio a la luz en el caso de la poetisa
negra Amanda Gorman, famosa desde su discurso en la asunción de Biden, aunque también
por la controversia en torno a la exigencia de que sus textos sean traducidos
solo por mujeres negras y no, por ejemplo, por varones blancos ya que estos
serían incapaces de transmitir lo que una poetisa negra siente. Si el argumento
es que Rachel no puede autopercibirse negra porque no ha vivido en carne propia
la historia de padecimientos que la comunidad negra ha sufrido en Estados
Unidos, lo mismo podría decirle una mujer biológica a una persona que nació con
genitales masculinos y vivió como un varón hasta que “decidió” transicionar
mujer.
Lo particular, insisto, es que todo
esto se da dentro de ese complejo entramado que hoy se entiende por movimiento
progresista Woke y, lo que también
resulta llamativo, es que las políticas públicas muchas veces se suben a estas
contradicciones sin reparar en ellas y por razones de corrección política,
generando una batería de leyes que colisionan entre sí o que suponen formas de
discriminación.
En la misma línea, los Estados
progresistas deberían responder por qué no se permite que la autopercepción
determine, por ejemplo, la edad de las personas. La razón es que nadie
aceptaría que a una persona de 30 años biológicos se le conceda una pensión por
el solo hecho de que afirme sentirse de 65; o que alguien de 50 años biológicos
exija al Estado que le reconozca lo joven que se siente para poder aplicar a
una beca para menores de 25. Volviendo a los ejemplos de antes, ¿por qué es
posible que se reconozca a los transgénero y no a los transraciales o a los
transedadistas? La edad también es una construcción social al fin de cuentas.
Por último, qué hablar de la nacionalidad. Sin caer en nombres propios, la gran
mayoría de los países europeos ponen un sinfín de trabas para formalizar
inmigrantes. Lo que es peor, muchas de esas trabas son superiores para los
casos de personas que tienen el derecho a tramitar la ciudadanía por ser
descendientes de europeos que migraron o por haber pertenecido a alguna
colonia. Si el género es una construcción política, social, cultural,
lingüística, ¿acaso no podría decirse lo mismo de la nacionalidad? ¿Por qué una
mujer se puede autopercibir varón y un venezolano no se puede autopercibir
español?
De estos ejemplos se sigue que
parecería haber un selecto grupo de identidades de las cuales se puede entrar y
salir a voluntad y por decisión propia, mientras que existiría otro grupo que
tiene la entrada y la salida vedada; unas identidades a las que se puede
ingresar tan solo con la autopercepción y otras a las que no. A partir de los
casos expuestos, entendemos que no queda claro el porqué de esa diferenciación.
Para finalizar, entonces, se
llevarían una conclusión equivocada quienes consideren que estas líneas buscan
deslegitimar las reivindicaciones transgénero. Muy por el contrario, soy de los
que cree que el Estado debe dar alguna solución a esa problemática que si bien
atañe a una porción muy minoritaria de la sociedad, expone como pocos otros
casos, las dificultades por las que atraviesa una persona cuando no existen instrumentos
legales que le permitan ser reconocido e ingresar en la “formalidad”.
De lo que se trató, más bien, es de
marcar cómo coexisten dos miradas acerca de la identidad que son abiertamente
contradictorias y que suponen distintos tratamientos. El nivel de complejidad
de estos asuntos es tal que merecemos dirigentes que encuentren soluciones robustas
y no de ocasión. La razón es que, paradójicamente, legislar respondiendo a los
espasmos de las modas y las presiones de redes sociales puede generar nuevas
discriminaciones que acaben siendo perjudiciales incluso para aquellos a los
que, con buena voluntad, se pretendía ayudar.
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