En el epílogo del libro Pensadores temerarios, el politólogo
estadounidense Mark Lilla recuerda una anécdota sobre Heidegger. Corría el año
1934 y el pensador alemán acusado de colaboracionista del nazismo retomaba la
enseñanza universitaria tras su paso como rector de la Universidad de Friburgo,
cuando un colega se le acerca y le pregunta irónicamente: “¿De vuelta de
Siracusa”?
¿Acaso Heidegger había viajado hasta
aquella ciudad siciliana que ofrece hoy monumentos griegos increíblemente
conservados y espacios bellísimos como la isla de Ortigia? No precisamente. La
referencia era hacia otro filósofo que no había hecho un solo viaje sino varios
con un propósito específico y con un desenlace que no fue el esperado.
Estamos hablando de Platón quien
invitado por su discípulo Dión llega hasta Siracusa por primera vez en el año
388 AC con el objetivo de ilustrar al tirano Dionisio “el viejo”. Como indicara
en su Carta Séptima, bajo el presupuesto
de que “no se acabarán los males del género humano hasta que la clase de los
filósofos rectos de verdad llegue al poder político o hasta que, por alguna
ventura divina, la clase de los que gobiernan en las ciudades se ponga a
filosofar”, Platón busca hacer del de Dionisio un gobierno virtuoso. Sin
embargo, allí se encuentra con que la manera italiana y siracusana estaba lejos
de la racionalidad esperada y que rebosaba de banquetes y excesos. De allí se
seguía que “estas ciudades jamás acaben con la rotación de tiranías,
oligarquías y democracias”, lo cual no era otra cosa que la enumeración de
sistemas de gobierno que se alejaban del ideal. No solo era poca la
predisposición de Dionisio a la filosofía de Platón sino que creyó ver en éste
a un conspirador. Platón acaba yéndose y la historia cuenta que su barco es
interceptado y que él acaba siendo tomado como esclavo con la fortuna de que en
la isla de Egina es reconocido por su amigo Aníceris de Cirene quien lo compra
y lo libera.
Esta primera decepción de Platón no
fue óbice para que recobrara el entusiasmo casi veinte años después tras la muerte
de Dionisio ocurrida, como no podía ser de otra manera, tras una noche de
excesos. Allí, una vez más, su discípulo Dión logró convencerlo. Es que la
llegada al poder de Dionisio “el joven”, quien aparentemente tenía una
disposición a la virtud, las leyes, la educación y la filosofía, parecía inaugurar
una nueva época en Siracusa. Pero ello tampoco resultó. De hecho, se dice que
en esta ocasión Platón habría sido encarcelado en una latomía desde la cual se
extraía la piedra para los monumentos de la ciudad pero que Dionisio “el viejo”
había transformado en cárcel. De ahí también la leyenda instituida varios
siglos después por el pintor Caravaggio de “La oreja de Dionisio” para
describir una formación rocosa gigante que con algo de imaginación se parece a
una oreja pero que sobre todo representaba la idea de que Dionisio “el viejo”
gozaba al escuchar amplificados allí los gritos de los prisioneros.
Hubo un tercer viaje algunos años más
tarde y la historia continúa con el propio Dión desde el exilio complotando y
alzándose en armas para finalmente liberar a Siracusa de la tiranía. Sin
embargo, poco tiempo después, la traición se haría presente y Dión sería
asesinado, hecho que afligió profundamente a Platón.
Esta apretada síntesis que en buena
parte Platón relata en su Carta Séptima,
es la que permite echar luz al comentario del colega de Heidegger acerca de un
supuesto regreso desde Siracusa. En otras palabras, lo que se le estaba
espetando a Heidegger era su colaboracionismo con el régimen nazi desde el
lugar del filósofo que pretende iluminar al tirano. No es éste el espacio para
indagar en este punto pero podría tratarse, al fin de cuentas, de una lectura
bastante benevolente de la actuación de Heidegger, quien aparecería más como un
ingenuo que como un cómplice.
Pero esta larga introducción viene a
colación de un fenómeno que, como vemos, se puede rastrear hasta los orígenes
de nuestra civilización. Nos referimos a la idea de los consejeros del poder
(no necesariamente dictatorial, claro), sea que vengan en la forma clásica del
filósofo, sea que vengan en la forma aggiornada del asesor contemporáneo que
está cerca de gobernantes y funcionarios de repúblicas liberales modernas.
Lo primero que cabe puntualizar es
que hay cierto sentido común que considera al político siempre como una suerte
de demagogo proclive a desviarse del gobierno de las leyes. Incluso cuando
afortunadamente ya no abunden tantas tiranías, lo cierto es que aun de los
representantes elegidos a través del voto democrático persiste la idea de que,
al fin de cuentas, el autointeresado afán por el poder será más fuerte que la
virtud y la perspectiva del bien común. No es por cierto un prejuicio pues
sobran los casos de políticos que incluso en cargos menores se aferran a los
mismos como un derecho adquirido confundiendo el vivir “para” la política con
el vivir “de” la política. Pero también está la idea de que los hombres y
mujeres de la política necesitan asesores, gente con conocimiento, que venga a
orientarlos. Por cierto, esto no es necesariamente un error pues el político de
hoy tiene que tomar decisiones sobre una innumerable cantidad de áreas sobre
las cuales es imposible que sea un experto. Sin embargo, sobrevuela la idea de que
la propia expertise del político ya
no alcanza para gobernar de lo cual se sigue una suerte de “gobiernos de los
asesores”, esto es, un grupo de burócratas y técnicos a sueldo que saben “lo
que el político debe hacer”. La derecha suele apelar a economistas y abogados,
en muchos casos, provenientes de empresas multinacionales, formados en “el
exterior” como prueba de idoneidad pero sobre todo como prueba de haber pasado
el control ideológico. Por izquierda la situación no es muy diferente si se
trata de control ideológico solo que los elegidos van a buscarse a determinadas
universidades y tienen una formación “más social”. Sus discursos parecen
opuestos pero en ambos casos se trata de intentos de llevar adelante una
ingeniería social de la cual quedan presos incluso muchos gobernantes en la
medida en que por no saber, por no poder, o por no querer, acaban siendo
testigos de una dinámica en la que el Estado se autonomiza y las políticas
públicas se transforman en manuales burocratizados de quienes creen que gobernar
es protocolizar la vida.
Que el ciudadano común perciba al
Estado y a los gobernantes cada vez más lejos de sus necesidades del día a día
es una de las consecuencias de este proceso. Así es frecuente ver gobernantes,
en muchos casos incapaces, que se rodean de asesores que solo saben de un tema
y, lo que es peor, consideran que ése es el único tema importante para la vida
de una sociedad. En Argentina se suele decir que las derechas gobiernan
un país que desprecian, que llegan al poder enojados con la gente, como si
gobernar no se tratara de gobernar, justamente, gente. Se presentan como los
buenos gobernantes de un pueblo de mierda y esto, por supuesto, no sucede solo
en Argentina. Para estas derechas gobernar es administrar lo que entra y lo que
sale independientemente de que ello que entra y sale a veces son seres humanos.
Sin embargo, si las derechas gobiernan un país que desprecian podría decirse
que las izquierdas gobiernan un país que no entienden (o que se niegan a
entender). Eso se observa cuando privilegian su sesgo ideológico por sobre la
realidad y cuando al ser abofeteados por la misma deciden acusarla de ser un
constructo ideológico de la derecha. Es como si se hubieran tomado demasiado en
serio la famosa Tesis XI de Marx que
llamaba a transformar el mundo en lugar de seguir perdiendo tiempo en
interpretarlo. El punto es que están tan apurados en transformarlo que se han
olvidado de interpretarlo y, sobre todo, de comprenderlo. Lo que no encaja es “fascista” o “fake” y debe ser cancelado. Si se
apiadan de nosotros y no nos cancelan, nos ofrecen el gesto magnánimo de
encasillarnos en la categoría de no haber comprendido la evolución de la
sociedad, de vivir en un tiempo pasado. En ese caso nos permiten llegar más
tarde a la verdad y formar parte del mundo aunque un poco rezagados, claro está.
Las excepciones abundan de modo
que la generalización hecha aquí es claramente injusta. Cada uno pondrá,
entonces, en su lista, los casos de políticos y asesores valiosos que no se
ajustan a la regla. Porque los hay y muy buenos. Pero cada vez más somos
testigos del modo en que gobiernos enteros son cooptados por la maquinaria
invisible de los que como Platón creen que pueden y deben iluminar el camino a
seguir. Que Siracusa forme parte de una isla llamada Sicilia, es la metáfora
perfecta para comprender cómo los ciudadanos observan que “la política
asesorada” pretende estar cada vez más presente y sin embargo solo está más y
más aislada.
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