sábado, 17 de septiembre de 2022

Matar a "la vieja" (editorial del 17/9/22 en No estoy solo)

 

Aun a riesgo de hacer psicología barata, llama la atención que en los chats que habrían intercambiado los perpetradores del atentado contra CFK se refieran a ella como “la vieja”. La expresidenta es una persona de 69 años pero su aspecto no es el de una “vieja”; ni siquiera recuerdo que en esas movilizaciones en las que sus más acérrimos adversarios despiden toda su rabia contra ella, se refieran a la actual vicepresidenta de esa manera. Por supuesto que al lado de los epítetos con los que generalmente la señalan sus detractores, poner el énfasis en su edad parece menor. Sin embargo, y a esto iba todo este rodeo, puede que en ese detalle superficial haya un elemento que no está siendo tenido demasiado en cuenta en el debate político: el factor generacional.

Efectivamente, y esto incluso se puede conectar con algo que la propia CFK mencionó en la aparición que realizó días atrás junto a los “curas villeros”, el atentado contra su persona marca una ruptura con el pacto democrático constituido desde 1983. Esta ruptura pueda entenderse desde lo ideológico pero, y he aquí el sentido de estas líneas, puede que también deba hacerse desde lo generacional.

Dicho en otras palabras, ha irrumpido en el debate público toda una generación para la cual la democracia y ciertos acuerdos básicos son puestos en cuestión. Excederían los límites de estas líneas dar cuenta de todas las razones para explicar este fenómeno pero el hecho de que hoy en día la posibilidad de una dictadura militar sea algo lejano ayuda a que la estabilidad institucional sea vista como algo “dado” que no hace falta defender simplemente porque “es”. Pero otro aspecto que seguramente juega es el largo proceso de deterioro de la vida en Argentina que algunos torpemente adjudican a la democracia y no a las decisiones económicas llevadas adelante por algunos gobiernos en particular. Lo cierto es que hay una generación que observa que con la democracia no se come o se come mal; que con la democracia se cura solo a veces porque la atención médica es muchas veces mala y/o cara; y que con la democracia no se educa porque el nivel de la educación es cada vez peor. Una vez más: ¿es culpa de la democracia? No. Pero es difícil hacérselo entender a todo el mundo, máxime a quien ha nacido en este sistema y cada año vive peor. 

Si bien en cada país esto tiene sus variantes, en el caso argentino se dio un cambio de modelo generacional que en este espacio denominamos el paso del “Eternauta al Joker”, esto es, el paso de una generación sub 45 (aquella que vivió los buenos años del kirchnerismo), comprometida con la idea de un héroe colectivo, a una generación sub 25, (aquella que llega a la vida adulta tras 10 años de un país, como mínimo, estancado) cuya conexión con lo público se produce desde el exabrupto individual. Son jokers, individuos marginales, precarizados, en algunos casos hasta con patologías psiquiátricas, cuyas acciones pueden generar estallidos sociales en escenarios donde el fracaso de la política brinda el caldo de cultivo necesario. Tienen bronca pero también se ríen sin saber bien el porqué. El ser nativos digitales les impide comprender con precisión si están asesinando en la realidad o en un videojuego. Son seudónimos e identidades múltiples “escondidos” en vivos de Instagram.

En general se los asocia con la derecha porque su discurso es antipolítico. Sin embargo, también hay violencias e individualismo en algunos discursos desde la izquierda y el progresismo. ¿O es que acaso el énfasis en la subjetividad como único criterio de verdad, los escraches y la cultura de la cancelación no pertenecen también a un clima cultural de disolución de lo comunitario y poco apego a las instituciones democráticas? 

Algo parecido sucede cuando enfocamos el modo en que las nuevas generaciones se relacionan con la historia bajo la suposición de que conocer lo que ha ocurrido puede ayudar a no cometer los mismos errores, presupuesto que, por cierto, la historia se ha encargado de rechazar.

Aquí nos enfrentamos con una veinteañera que cree que matar a la vicepresidenta es un acto patriótico que implica un coraje alcanzado gracias a estar “poseída” por el espíritu de San Martín. No lo dice por tener un brote psicótico. Lo dice porque está desquiciada, es impune y no entiende un carajo de la historia. Sin embargo, una vez más, la ignorancia no es solo el pan de la derecha. De hecho, una de las características de la línea progresista de izquierda en la actualidad es crear su propio Ministerio de la Verdad para adecuar la historia a los intereses y a la nueva moral imperante. Así, la historia acaba siendo ignorada por unos e inventada por otros.

Esto no significa que todo sea lo mismo. Tampoco debe leerse esto en la línea de que todo pasado fue mejor. De hecho, hasta no hace mucho tiempo la opción democrática era despreciada por la derecha pero por la izquierda también. Sin embargo, claro está, con el retorno de la democracia, ese debate que parecía estar saldado intenta renacer aunque más no sea con lo que afortunadamente parece ser un hecho gravísimo pero aislado.     

Y puesto que hablamos de fortuna y referíamos al discurso de la vicepresidenta, bien cabe mencionar un aspecto que pasó de largo probablemente por esa suerte de miopía que genera la irrupción de lo inesperado y lo indeseado. Es que CFK afirmó que no hacía falta ninguna ley contra “los lenguajes de odio”, que ya existían las normas adecuadas para combatirlo. Esto debería sosegar la pasión de los que pretenden ser más cristinistas que Cristina e intentan instalar la necesidad de nuevas regulaciones que, en la práctica, terminarían abriendo la puerta a censuras y autocensuras propias de un tiempo en que la libertad de expresión depende de cuán ofendido se puede sentir un individuo que se sienta aludido. Ante la magnitud de lo que ocurrió y pudo haber ocurrido, la sobreactuación para congraciarse con la líder o la tribuna, no llevan a buen puerto.         

Para finalizar, digamos que más allá de lo ideológico, quizás la preocupación tenga que posarse también en lo generacional, por derecha, pero también por izquierda. En todo caso, puede que estemos asistiendo a un nuevo capítulo de lo que habría inaugurado el mayo del 68, esto es, una revolución que opone generaciones antes que sistemas políticos o económicos. En otras palabras, si aquel París fue una revolución contra los padres antes que una revolución contra el capitalismo, puede que tengamos que tener en cuenta ese elemento al menos como una de las variables en juego. Por derecha, se nos ofrece la revolución de no pagar impuestos llevada adelante por lúmpenes que nunca los pagaron; por izquierda, se nos invita a liberar los cuerpos individuales tras fracasar el intento de liberar al pueblo y a la clase trabajadora.

Mientras la agenda de la juventud, de derecha a izquierda, pase por temas tales como oponerse a la vacunación, combatir la ansiedad climática o discurrir acerca de si debemos hablar con la “o” la “a” o la “e”, habrá motivo para ser pesimistas. Que tengamos conciencia de que no todo pasado ha sido mejor, no debería comprometernos con la tontera de suponer que todo futuro es superador.   

 

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