La variable Massa es la última
opción de un gobierno no kirchnerista que incluye a CFK y llega al poder con
votos kirchneristas. Al mismo tiempo es el final, de facto, del gobierno de
Alberto y, por supuesto, el fin de su pretensión de reelección. No parece poco,
entonces, lo que acaba de suceder en una semana que corona un grado de
improvisación inaudito: comenzando por no tener un plan B ante un ministro que
había puesto condiciones para continuar y al cual le trababan sistemáticamente,
desde el propio gobierno, sus políticas, (sean éstas equivocadas o no); pasando
por una ministra que sale a poner el cuerpo en el peor momento y se la corre
del cargo a menos de un mes de asumir tras viajar a Washington para dar imagen
de continuidad. En el medio, decisiones económicas siempre a destiempo, a
cuentagotas, contradictorias y voluntaristas que, por supuesto, no fueron
responsabilidad de Batakis sino todo un modelo de gestión.
En este sentido, más allá del
volumen político y de la negociación que transforma a Massa en un ministro con
una cantidad de poder que ni por asomo se brindó a sus dos predecesores, la
fusión de ministerios no tenía que ver con funcionarios que no funcionaban sino
con una estructura que no funcionaba. Ahora se reacomodará el loteo de cajas y
cargos para que no todos estén descontentos pero al menos hay una cabeza que manejará
una estructura que buscará ganar en eficacia de modo tal que es de esperar que
un funcionario de tercera línea de una secretaría no pueda trabar la política
determinada por un ministro.
Para Massa es todo ganancia. Condenado
a ser “el tercero”, el exintendente de Tigre fue tejiendo apoyos desde su rol
estratégico en la cámara de diputados y a esperar su oportunidad, la cual, a
priori, no iba a darse en lo inmediato. Sin embargo, Massa ve la luz en la
implosión del gobierno de un Frente paralizado entre un Alberto que no puede y
una Cristina que no quiere gobernar. Consciente de ello, acapara todos los
espacios posibles y se lanza. Querer quiere. Lo que no se sabe es si va a poder
porque, en principio, al poder de veto del kirchnerismo se le puede sumar el
poder de veto de Alberto quien, probablemente más por razones de su
personalidad que por evidencia empírica, no acepte tener el boleto picado. Pero
lo cierto es que el perdedor aquí es el presidente porque en ese espacio
gelatinoso que podría llamarse “peronismo no k”, la centralidad la pasará a
tener Massa. En ese sentido, todo lo que gana Massa se lo gana a Alberto y no
al kirchnerismo.
¿Por qué para Massa es todo
ganancia? Porque si el gobierno se prendía fuego, Massa acabaría arrastrado por
el desastre. Sin embargo, si en esta nueva etapa logra al menos evitar la
catástrofe, se erigirá como el salvador con buena parte del denominado “poder
real” que lo apoya desde las sombras y sueña con un condicionamiento que por
fin logre la utopía de un sistema político argentino signado por la alternancia
de lo mismo. La lógica es exactamente opuesta a la que algunos expresaban
cuando se preguntaban cómo podía ser que Massa asumiera esta responsabilidad en
medio de una crisis cuyo desenlace parece inexorable. Y, justamente, lo hace
porque nada puede ser peor para él en estas circunstancias. Si fracasa, se le
achacará la responsabilidad a un barco que ya venía averiado y en todo caso se
lo criticará como parte de ese barco del mismo modo que se lo iba a criticar si
se hubiera mantenido expectante. Pero es tal el descalabro, es tal la parálisis,
que apenas con evitar el naufragio podría alcanzar al menos para ser el
candidato en 2023.
Para el kirchnerismo también es
cómodo y eso va más allá de la supuesta buena relación entre Máximo y Massa. Es
más cómodo porque el diagnóstico que se hace es que la próxima elección está
perdida y el desembarco de Massa, para seguir con la metáfora acuática, le
permite seguir en esa posición de socio mayoritario voyeurista con capacidad de
veto y dedo en alto que le da lugar a sostener la pretensión de salir indemne
moral y políticamente. Digo “pretensión” porque salir indemne es solo una
intención que difícilmente se confirme en la realidad. Pero lo cierto es que el
rol de vetador testimonial, un demandante de lapicera que no quiere lapicerear,
parece ajustarse más a la mutación del kirchnerismo desde 2015 hasta la fecha.
La asunción de Massa, entonces, les
decía, recompone el poder interno en el Frente pero el poder que adquiere Massa
va en detrimento del presidente y, al menos por ahora, no afecta al
kirchnerismo que frente a su tribuna podrá decir que hizo todo lo posible por
frenar a la derecha. Efectivamente, si el nuevo “Súper ministro” falla, se
argumentará que las versiones pasteurizadas y dialoguistas de Alberto y Massa
no lograron satisfacer las demandas de la gente como sí lo hizo la supuesta
versión radicalizada que gobernó hasta 2015 y de la que Alberto y Massa se
diferenciaron. Por otra parte, si a Massa le va bien, el kirchnerismo podrá presentarse
como el sector que decidió hacer una renuncia patriótica a su radicalidad
asumiendo una insoportable ingesta de batracios en pos de vencer a la maléfica
derecha. Es falso, o es más complejo que eso, pero suena bien.
Asimismo, que a Massa le vaya
bien le soluciona al gobierno los dos grandes problemas que tiene: el económico
y el político. Respecto del primero, en lo inmediato, que le vaya bien
significa que la economía no explota; respecto al segundo, de aquí a un año,
que le vaya bien significa que automáticamente se disuelve la interna por la
candidatura. Efectivamente, a las dificultades económicas, el FdT se agrega que
el año que viene la alternativa que tenía era ir a una derrota segura con
Alberto como candidato o jugar una interna en la que un candidato K venciera al
presidente, lo cual generaría un vacío de poder fenomenal. En cambio, si el
desempeño de Massa es bueno, lo electoral se ordena: Massa candidato acompañado
de un vice K y punto. Misma lógica que en 2019 sirvió para ganar: el moderado con
pocos votos que acerca una parte del electorado que no votaría a CFK más un
vice K que fidelice los votos del kirchnerismo puro. El nuevo orden de Massa
supone, entonces, que ordenando la gestión económica acaba ordenando lo
político y lo electoral.
La política y los analistas
coinciden en que esta jugada es la última posibilidad que tiene el Frente de
Todos de cara a la sociedad. Una suerte de “bala de plata” antes de la
desintegración. El primer paso, el generar expectativa, lo ha logrado, más allá
de la desconfianza bien fundada que pueda existir en los paladares negros.
Frente a lo inexorable, lo que para algunos puede ser una incógnita, se parece
bastante a una oportunidad.
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