De repente parece que el poder
quema y nadie lo quiere. Todo el mundo prefiere ser víctima, incluso los
poderosos. De la “patria es el otro” pasamos a “el poder es el otro” y el
“poder del relato” devino “poder relatado”.
Se trata de un fenómeno cultural
que excede la Argentina pero que en términos políticos se ha puesto en
evidencia en los últimos años en nuestro país. Puede que la distinción entre
poder formal y real sobre el cual tanto hincapié hizo el kirchnerismo
especialmente a partir del conflicto por la 125 haya permitido que este aspecto
formara parte del debate público. CFK, con razón, por cierto, expuso que
alcanzar la administración del Estado no suponía tener el poder o, en todo caso,
implicaba tener solo una cuota del mismo. Si ello además fue utilizado para la
construcción del adversario político, cerrar filas en torno a su liderazgo y,
de vez en cuando, ¿por qué no?, victimizarse, es otro asunto, pero al menos en
un principio se trató de un señalamiento en tono de denuncia y con el fin de
disputar un espacio. Dicho de otra manera, se exponía que no se poseía el poder
como forma de intentar recuperarlo.
Sin embargo, ya en los últimos
años del kirchnerismo comenzó un lento proceso que, insistimos, no es solo argentino,
por el cual la clase política parece sentirse más cómoda en el lugar de la oposición.
Todos son opositores incluso los oficialistas que son opositores de los
opositores y hasta opositores de sí mismos. Como si tener poder y asumirlo fuera
un problema. Quizás como parte de una cierta tradición liberal que entiende al
poder (concentrado) como una forma indefectiblemente autoritaria, lo cierto es
que, por izquierda y por derecha, nadie dice tener el poder y nadie quiere
hacerse cargo de tenerlo. Esto va de la mano de sociedades insatisfechas, a
veces con razón y a veces sin ella, que depositan su ira contra el gobierno de
turno para refrendar el dicho italiano: “Piove? Governo ladro”.
Este fenómeno atraviesa la
dinámica de la administración de los gobiernos pero también forma parte de un
espíritu de época en el cual la denominada cultura “Woke” sobresale
estableciendo una competencia por conseguir el status de víctima esencial para
devenir acreedor eterno. La política, en ese sentido, se adaptó a la dinámica
del periodismo que considera que el buen ejercicio de la profesión es denunciar
cosas. El mayor ejemplo local en ese sentido es el de Carrió. Su labor es menos
la “judicialización” de la política que la “periodistización” de la misma. En
la gran mayoría de los casos expone conspiraciones delirantes pero al hacerlo
en formato de denuncia se transforma automáticamente en “víctima” que está “en
la verdad”. Es una suerte de Cassandra invertida. Como ustedes recordarán, en el
mito, Cassandra tenía el don de conocer la verdad pero como castigo se le quita
la posibilidad de la persuasión de modo tal que nadie creería en la verdad que
provenía de su boca. El caso de Carrió suele ser al revés: tiene el don de la
persuasión pero la verdad no sale (casi) nunca de su boca.
No casualmente es también un
tiempo de teorías conspirativas. La lógica es clara: quien denuncia algo se
transforma en víctima automática. Si lo denunciado es una trama compleja y
hasta inverosímil no importa porque la verdad es un detalle y a nadie le
importa. Buscamos sumar derechos y quitar responsabilidades; buscamos poder
adjudicarle al otro nuestros propios errores. Hasta la estrategia de Durán
Barba siguió esa línea cuando intentó posicionar a Macri como un hombre que
luchaba contra el poder del “Círculo rojo” en esta idea de que “Macri era un
hombre de izquierda”.
Y nótese que en la actualidad
sucede algo parecido con las principales figuras del gobierno. Si Macri se pasó
los cuatro años de su mandato echándole la culpa a CFK para no reconocer su
propia ineptitud y las consecuencias de su plan, no faltan a la verdad quienes
afirman que en los últimos años hay una tendencia excesiva al “ah, pero Macri”,
más allá de que, claro está, la herencia de CFK fue muchísimo más benévola que
la que dejó el expresidente de Boca.
Pero no se trata solo de echar
culpas al otro. Esto sucedió siempre. Aquí lo que estamos viendo son
gobernantes que se refieren al gobierno como algo ajeno. Son comentaristas de
una realidad que presentan como distante y de una administración de la que no
parecen formar parte. Alberto Fernández da discursos todos los mediodías
hablando del país que debemos tener como si no fuera un presidente que ha consumido
dos tercios de su mandato. Uno escucha sus discursos y piensa: “ojalá este tipo
sea presidente pronto”. El caso de CFK es todavía peor porque directamente
habla del gobierno en tercera persona y al presidente, que llegó a ese lugar
por una decisión de ella, ni siquiera lo menciona. Un paracaidista húngaro
diría que CFK es la líder opositora y que por alguna razón propia de la
dinámica política del país solo se comunica a través de epístolas twitteras.
Para concluir con el tridente
mencionemos a Massa. El superministro parece haber llegado, si no de otra
galaxia, de una fuerza política que no pertenecía al gobierno. Menos que menos
alguien podría creer que se trataba del presidente de la cámara de diputados de
la coalición oficialista. Si su llegada supone acuerdos, confianza, estabilidad
y dólares frescos, ¿por qué no lo hizo antes? ¿Dónde estaba? ¿A qué se
dedicaba? ¿Acaso no era una de las tres patas del gobierno?
Para finalizar, pensemos estas
ideas en el marco de lo que durante el gobierno de CFK se estableció como la
discusión sobre “el relato”. Se trató de un término creado por el progresismo
antiperonista incómodo con el avance del kirchnerismo sobre una agenda que
creían propia. De hecho no es casual que a la moda de la palabra “relato” le siguiese
la idea de un gobierno que “se apropiaba” de las buenas causas. Pero,
justamente, como esas causas eran buenas, lo que tuvo que establecerse era que
en realidad se trataba de una mascarada, una puesta en escena que ocultaba sus
verdaderos intereses. Esa es la diferencia con un gobierno como el de
Macri. Hubo enormes promesas de campaña
incumplidas y sendas mentiras pero a Macri no se lo acusa de hacer un “relato”.
No se le dice “mentiroso” sino que sus detractores lo llaman “hijo de puta”.
Naturalmente habrá muchos que digan lo mismo de CFK pero con ella y con el
kirchnerismo en general lo que aparece es la idea de “la trampa”; “el engaño”;
un ser algo distinto de lo que se es. A Macri, sus detractores, lo putean por
lo que es y por lo que dice ser; al kirchnerismo, sus detractores, lo putean
por lo que dicen que es pero no por lo que el kirchnerismo dice ser. Naturalmente
habrá excepciones pero hay allí una diferencia interesante. Ahora bien, frente
a la acusación de “armar un relato”, el kirchnerismo ofreció la idea de que
toda política implicaba un relato, una narrativa y que eso no suponía
posicionarse en la mentira o en la falsedad. Así, todo pensamiento político tendría
una articulación narrativa y el kirchnerismo vaya si tenía la suya. En todo
caso, se trataba de imponer ese relato sobre el otro con las herramientas de la
democracia en pos de dar la tan bastardeada “batalla cultural”. ¿Qué sucede
hoy? El FdT no tiene y, lo que es peor, ni siquiera pretende estructurar un
relato. Apenas si tiene por allí al presidente erráticamente tratando de hacer
equilibrio entre un peronismo “blanco” y capitalino sobre fino colchón de
federalismo y una socialdemocracia ochentosa y alfonsinista cuya conexión hoy
parece estar dada más por el nivel de inflación que por el espíritu
republicano. Dentro de ese amplio abanico hay una bolsa de discursos que
oscilan entre la corrección política y slogans de aquellos buenos tiempos. Nada
más. El resto es un gobierno que es visto como ajeno hasta por quienes lo
componen. “¡Es usted el que gobierna! ¿Yo, señor? No, señor”.
Aquí nadie gobierna ni tiene el
poder. Los tiempos de disputar un relato dejan el lugar a un poder relatado no
solo por los adversarios, lo cual es un problema, sino, muchas veces, por los
propios actores que deberían ostentarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario